El arte de rectificar
Sin proponérselo, la escocesa Susan Boyle ha dado una lección a gran parte del mundo con su talento y humanidad. Su único “pecado”, el que suscitó sonrisas recelosas, cargadas de prejuicios, tanto en el jurado como en el público participante en un programa televisivo de audiencia millonaria fue su aspecto físico. Y, tal vez, su ingenuidad. La imposición del atractivo personal tiene tanto poder que maniata el pudor, y no es un juego de palabras. En otros momentos, el respeto se habría impuesto y el impacto de la apariencia física de Susan, desajustada para los cánones que se consideran dentro de un orden, no habría dejado al descubierto las emociones que suscitó en los primeros instantes de su aparición. Sin embargo, tal vez como resultado de la penosa costumbre impuesta en una sociedad empeñada en airearlas, el gesto suspicaz y poco amable se mostró con toda crudeza en el semblante de los espectadores. Y las cámaras lo recogieron con toda fidelidad. Es de suponer, que quienes contemplaban el programa desde sus domicilios, compartirían la misma o parecida desconfianza respecto a las dotes interpretativas de Boyle.
Fueron unos instantes que para Susan, quien advirtió de inmediato cómo fue recibida, debieron parecerle eternos. La sencillez y su capacidad de sobreponerse a las circunstancias, según su propio testimonio, le dieron alas y su portentosa voz se abrió paso, dejando boquiabiertos a todos. Los miembros del jurado cayeron rendidos a sus pies, y una de ellos, Amanda, añadió a sus elogiosos calificativos, su sentir por la forma que habían tenido de acogerla. Fue un acto libre y espontáneo, una confesión y petición de disculpas procedente y justa, con la que, sin duda, se sentirían vinculados todos los espectadores que cometieron la misma torpeza.
Dejando aparte el hecho de que en Susan se ha vuelto a repetir la historia con final feliz plasmada tantas veces en los cuentos, de la joven poco agraciada que alcanza las cumbres de la fama y el éxito, lo que llama la atención es su delicadeza. Tras la aparente rudeza de unos gestos esbozados ante el público sin medida, se esconde un espíritu amable y generoso, en el que no han tenido cabida los reproches. Es significativo también que la hermosa Amanda se convirtiese en abanderada de miles de personas sabiendo rectificar en el momento oportuno. De modo que si es trágico convertir en punto de mira a una persona que no nos cae bien, dejándola al descubierto –como fue el caso–, haber reconocido el error en el mismo instante y ante el público que lo había contemplado, merece estima y respeto. Amar es un arte, y pedir perdón una necesidad imperiosa que brota desde dentro en aras de la justicia, y que nos devuelve la paz interior. Es, además, signo de nuestra grandeza como corresponde a los hijos de Dios.
Dejando aparte el hecho de que en Susan se ha vuelto a repetir la historia con final feliz plasmada tantas veces en los cuentos, de la joven poco agraciada que alcanza las cumbres de la fama y el éxito, lo que llama la atención es su delicadeza. Tras la aparente rudeza de unos gestos esbozados ante el público sin medida, se esconde un espíritu amable y generoso, en el que no han tenido cabida los reproches. Es significativo también que la hermosa Amanda se convirtiese en abanderada de miles de personas sabiendo rectificar en el momento oportuno. De modo que si es trágico convertir en punto de mira a una persona que no nos cae bien, dejándola al descubierto –como fue el caso–, haber reconocido el error en el mismo instante y ante el público que lo había contemplado, merece estima y respeto. Amar es un arte, y pedir perdón una necesidad imperiosa que brota desde dentro en aras de la justicia, y que nos devuelve la paz interior. Es, además, signo de nuestra grandeza como corresponde a los hijos de Dios.
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