domingo, 19 de septiembre de 2010

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"

UN PONTÍFICE HUMILDE


En distintas ocasiones he traído a este blog a S.S. Benedicto XVI, este gran Pontífice que el Espíritu Santo ha concedido a la Iglesia en estos tiempos difíciles, resaltando algunas de las incontables virtudes que le adornan. Hoy quiero fijarme en un matiz que le atañe. Lo considero de indudable interés, y es algo que muchas veces en la vida puede pasar desapercibido. Vayamos por partes. Observo –y creo que lo ven los demás porque está en la calle– que casi siempre que se habla de él, se le compara con su precedesor, el gran Juan Pablo II. La comparación, aducen, no es posible. El carisma de este último, su innegable capacidad para atraer a las masas, y facilidad de comunicación, entre otras, ni por asomo se vislumbran en el actual Pontífice.

Leo en la prensa algunos comentarios efectuados al hilo de este último viaje a Inglaterra de quienes no pensaban acudir a ninguna de las ceremonias previstas, simplemente porque Benedicto XVI no posee esas dotes. Reparo nuevamente en la fragilidad del juicio humano, de su ceguera y simpleza. El Santo Cura de Ars, que era incapaz de pronunciar ni una sóla palabra cuando se hallaba ante el Santísimo y difícilmente encadenaba un discurso riguroso de esos que encandilan a muchas personas, con sus lágrimas conmovió los cimientos de la Francia de su tiempo. Era un hombre de Dios, sencillo, humilde, penitente, orante. Sus talentos se midieron con esos parámetros; eso es todo y no es poco. Cualquiera no se dispone a entregar su vida como lo hizo él. Al final, resulta que ese hombre austero que pasaba noches enteras en oración ya está “brillando” eternamente junto a los bienaventurados.

Cuando escucho o leo esta comparación a la que se ve sometido el Pontífice con su predecesor, pienso en el significado de ser segundo de a bordo, por así decir. Y entonces todavía se engrandece mucho más ante mis ojos la figura de Benedicto XVI. Parece que desde el punto de vista de la popularidad le ha tocado estar siendo sometido a constante juicio. Cuando camina se examinan sus gestos y cuando habla se miden sus palabras con enfermiza precisión. Pero este Papa humilde, que mostró su amor por Juan Pablo II fehacientemente, camina con paso firme con la libertad de los hijos de Dios. Y si acaso siente algo será tristeza evangélica, cuando ve que las comparaciones conllevan el aire insano de la rivalidad. Los parámetros del mundo sitúan rápidamente a cada persona en un lugar. Humanamente hablando, cuando alguien sigue o sirve a una persona brillante, o acepta humildemente las circunstancias y se entrega generosamente a la tarea por un bien común, aunque el trabajo que realice quede relegado a un cierto ostracismo, o pasa por la vida con la pesadumbre de que nadie lo ha valorado como merecía. Porque el “segundo” de a bordo, si es bueno, es determinante para la buena marcha de una empresa. Sus cualidades habrán sido, en gran medida, las artífices del éxito.

Pero ni siquiera este hecho es atribuible al Papa Benedicto XVI. Un hombre humilde y sencillo, de innegable valentía y fortaleza que tiene su modelo en Cristo. Reconoce las debilidades de la Iglesia y es él quien está asumiendo la delicada tarea de pedir perdón por las graves y dolorosas heridas que muchos sacerdotes y religiosos han infligido a criaturas inocentes. Es fruto de su rigurosidad evangélica, que como tal no está reñida con la ternura y la compasión. No le duelen prendas en apelar a la justicia, si es preciso. Trabaja por la unidad y la reconciliación, persigue el diálogo, utiliza sus talentos intelectuales, tantas veces loados, para difundir la verdad sin ambages. Se pierde la perspectiva de lo bueno que tenemos cerca cuando nos empeñamos en compararlo con algo que consideramos mejor. Cada ser humano tiene sus propios dones y cualidades; simplemente hay que fijarse en ellas. Cada uno de los Pontífices ha tenido sus características. ¿Quién osaría negar las que adornaron a Juan Pablo II, y de las que tanto se ha hablado? Pero no seamos cortos limitándonos a medir las diferencias.

Es triste que quienes se dicen creyentes aleguen que no van a escuchar a este Papa porque no tiene magnetismo. No nos fijemos únicamente en esos aspectos llamativos que también forman parte de las grandes estrellas de la comunicación. La rutilancia de un hombre de Dios reside en estar a los pies de Cristo. Eso lo hizo Juan Pablo II como también lo hace Benedicto XVI. Este Vicario de Cristo, creámoslo, es el que necesitamos en este momento.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Por D. Jose Ignacio Munilla

Virgen de Aránzazu, Madre de la humildad y Reina de la paz

Excelentísimo obispo de Benin, querida Comunidad Franciscana, queridos sacerdotes y religiosos, fieles devotos de nuestra Madre de Aránzazu, queridas autoridades,

Cuando los predicadores nos disponemos a hablar de aquélla a la que invocamos como “Virgen María”, “Nuestra Señora”, “Madre del Cielo”, o, simplemente, “María”, podemos hacerlo desde distintos aspectos de su vida, todos ellos complementarios: su testimonio de fe, su Maternidad divina, la vida familiar en Nazaret, su relación con los Apóstoles y la incipiente Iglesia, su apertura al don del Espíritu Santo, su virginidad y su pureza, su acogida de la Palabra de su Hijo Jesucristo… ¡su humildad!

En efecto, en esta ocasión me quiero centrar en el último aspecto: la humildad. ¡María, modelo de humildad! Con su ayuda y en su presencia, deseamos profundizar en esta virtud, de la que decía San Basilio que era la “virtud total”…

Santo Tomás de Aquino enseñaba que la humildad es la virtud que modera el deseo desordenado de la propia excelencia, dándonos un conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero también ante los hombres. Dicho de otra forma, la humildad es la virtud que nos lleva a partir de la realidad de nuestra vida, abiertos a lo que Dios quiera de nosotros. La Virgen María es aquélla que se sabe creatura de Dios, y al mismo tiempo está plenamente abierta a la obra divina que Dios quiere hacer en Ella, pronunciando su “fiat” libremente: “Que se haga, que se cumpla en mí la voluntad de Dios”. Fijémonos en dos frases suyas, recogidas en el Evangelio: “El Señor ha hecho en mí maravillas” y “Hágase en mí”. En las dos -la primera, referida a su pasado y la segunda, referida a su futuro- aparece la actitud dócil de la Virgen, “receptora” ante la acción del Señor, y totalmente abierta hacia sus planes; y eso es muy significativo. Ella atribuye a Dios el protagonismo absoluto de todo cuanto sucede en su vida. María sabe bien que es Dios quien “obra en nosotros el querer y el obrar según su designio de amor” (Cfr. Flp 2,13).

Tomando a Santa María como modelo, también nosotros estamos llamados a reconocer nuestra condición de creaturas, al mismo tiempo que agradecemos todos los dones y talentos que hemos recibido de Dios. El que se tiene a sí mismo en más o en menos de lo que es, no es perfectamente humilde, porque no tiene un conocimiento verdadero de sí mismo. En realidad, ser humilde a imagen de la Virgen María, es caer en la cuenta de que no somos nada sin la gracia de Dios, y al mismo tiempo, todo lo podemos con la gracia de Cristo.

La figura de María nos da muchas claves para examinar y autentificar la vivencia de la virtud de la humildad en nuestra vida:

1º. Evaluamos la humildad examinando nuestra prontitud para acoger las orientaciones y el consejo: El humilde está abierto al consejo, a las sugerencias, a las exhortaciones, a las correcciones… Su actitud es bien distinta a la del supuesto ideal de hombre “maduro” y “autónomo”, que parece reivindicar: “Yo ya sé lo que me conviene, y no necesito que nadie me aconseje”.

No debemos suponer fácilmente que nosotros estamos lejos de esta tentación, porque al mismo tiempo que nos quejamos de la rebeldía de los hijos, también a los adultos nos sucede con frecuencia, que rechazamos multitud de consejos y enseñanzas que nuestro Padre Dios nos va ofreciendo de muy diversas maneras, a lo largo del camino de nuestra vida…

2º. En segundo lugar, podemos evaluar nuestra humildad examinando nuestra prontitud para el servicio al prójimo; y para el abajamiento, cuando la caridad lo requiera. Tenemos que admirar a Jesús y a María, que –si se me permite la expresión- entraron en la historia “por la puerta de servicio”… Baste recordar aquellas palabras del Evangelio: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a entregar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45), o aquella imagen de la Virgen María en estado de buena esperanza, que corre presurosa a servir a su prima Isabel, ya mayor y necesitada de cuidados en su sexto mes de embarazo.

Alguien dijo que la humildad es el Amor que está dispuesto a servir abajándose. Con frecuencia nosotros solemos pensar que la felicidad consiste en el simple disfrute, olvidando que la vida no merece la pena ser vivida si no es al servicio de un ideal. Algo de esto parece decirnos Jesús en el Evangelio cuando afirma: “Quien intente ganar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mi la encontrará (Mt 10, 39).

3º. Y en tercer lugar, podemos evaluar nuestra humildad examinando la alegría de nuestro corazón. San Francisco de Sales decía que “un santo triste es un triste santo”. Más bien tendríamos que decir que no hay verdadera santidad, ni verdadera humildad, sin alegría… La humildad nos exige el vencimiento de nuestros malos humores y el dominio de nuestros estados de ánimo tan variables. No es difícil comprobar que allí donde anida el orgullo y la soberbia, son frecuentes las caras largas, las indelicadezas, la tristeza y el corazón amargado…

El secreto de la alegría del humilde está en saber apreciar tantísimos dones de Dios, viviendo en el espíritu del olvido de uno mismo y atento a hacer felices a los demás.

¡He aquí el ideal de la humildad hecho vida en María, que se nos muestra como modelo para todos los que la reconocemos como Madre…! ¡Vamos a procurar aprender de Ella, vamos a parecernos a Ella! ¡Virgen y Madre humilde, alcánzanos esta gracia de Cristo, la gracia de la humildad!

Esta solemnidad de nuestra Madre de Aránzazu, se nos presenta como una ocasión privilegiada para rogar por la paz de nuestro pueblo. María, Madre de humildad, es también Reina de la Paz, como la invocamos en las letanías del Santo Rosario. Por ello, quiero unirme a la oración que tradicionalmente hemos elevado al Señor desde este santuario, y os invito a todos a pedir a Dios con confianza y perseverancia, por intercesión de nuestra Madre de Aránzazu, la paz definitiva para nuestro pueblo.

Acogemos con prudencia el anuncio de tregua emitido por la organización terrorista ETA, mientras que pedimos a Dios que ilumine a todos cuantos están llamados –mejor dicho, estamos llamados- a ser constructores de la paz. Y, sirviendo de altavoz al mensaje de Cristo, exhortamos a que esta tregua sea definitiva e incondicional. Uniéndonos a nuestro pueblo, exigimos a ETA su disolución. El momento actual hace más imperiosa, si cabe, esta llamada. La creciente esperanza de nuestro pueblo por la paz es ya un proceso imparable, y no tienen sentido alguno las resistencias que lo impiden.

La paz no puede ser “utilizada” como un medio, sino que ha de ser “buscada” como un fin. O dicho de otra forma, la paz no puede convertirse en un “instrumento” al servicio de nuestras “estrategias”. Tengamos en cuenta que la vida es un derecho inviolable de cada ser humano, que no depende del momento, ni de las ideologías, ni de estrategia alguna, sino de Dios, autor de la vida; en quien vivimos, nos movemos y existimos.

Por ello, me atrevo a insistir: no habrá posibilidad de paz si no crecemos en humildad. Decía San Francisco de Sales que “la paz nace de la humildad”. Por el contrario, la soberbia es la madre, la causa última de toda violencia.

No cabe duda de que la búsqueda de la justicia es también una condición necesaria para que haya paz. “La paz es obra de la justicia”, nos dice el Profeta Isaías. Pero esta justicia ha de estar impregnada en todo momento de la humildad y de la caridad; ya que la soberbia ahoga toda expresión incipiente de justicia.

Sin duda alguna, la aportación más específica que la Iglesia hace a la causa de la paz es ésta: la llamada a la conversión del corazón de todos y cada uno de nosotros, la llamada a la humildad personal. Sólo si hay humildad pueden darse las restantes condiciones para la paz: arrepentimiento, reparación, paciencia, diálogo, tolerancia… e incluso, la propia justicia.

Concluimos pidiendo a nuestra Madre de Aránzazu, un año más, este don de la PAZ. Lo pedimos con la confianza de que el poder de la oración es infinito. Jesús nos dijo en su Evangelio: “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11, 24).

¡Madre de Aránzazu, ayuda a tus hijos, ruega por nosotros!

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"

LA VOZ DE LOS JÓVENES: UN CLAMOR EN LA O.N.U.


Yerran quienes tilden a los jóvenes de inmaduros y banales, o les hacen sujetos de ciertos adjetivos que minusvaloran su capacidad para conmover los cimientos del mundo. Nunca se puede generalizar. Hay infinidad de jóvenes que luchan por un mundo mejor y no temen el esfuerzo. Cristo no restó un ápice de rigor a sus vidas cuando les instó a seguirle dejándolo todo. Ese mismo Cristo constituye un modelo de persona para miles y miles de jóvenes, aunque no sean creyentes o profesen creencias lejanas a la religión católica. Trabajan con enorme ilusión extrayendo lo mejor de sí mismos. Y así lo han puesto de relieve recientemente en Nueva York.

Los antecedentes de la noticia, que está dando la vuelta al mundo y de la que me hago eco en este blog, se hallan en Fernando Rielo, Fundador del Instituto Id de Cristo Redentor de Misioneras y Misioneros Identes. Entre otras acciones, en 1980 impulsó el Parlamento Universal de la Juventud. Creía firmemente en el liderazgo de los jóvenes, y sabía que su lucidez se abriría paso entre los grandes comunicadores y líderes del mundo, incluidos los políticos. Para sembrar cordura erradicando toda clase de barreras entre los seres humanos, la fórmula no podía ser otra que el amor universal inscrito en Cristo como modelo de valores que sintetiza en sí la universalidad de los mismos.

Treinta años después, el pasado 13 de agosto de 2010, un grupo de 300 jóvenes, representando a los miles y miles de compañeros que habían trabajado codo con codo en la Carga Magna de valores, alzaba su voz en la sede de la Organización de Naciones Unidas. Estos portadores de esperanza procedían de Europa, América, África y Asia, en total 21 países. Así materializaban el sueño de Fernando Rielo. Los promotores del evento han sido la Juventud Idente, la Fundación Fernando Rielo, la Universidad de St. John's (Nueva York) y la Universidad Técnica Particular de Loja (Ecuador). El fruto del trabajo e ilusiones, una carta Magna de Valores para una Nueva Civilización, trae aires nuevos al mundo. Así lo reconoció el cardenal Edward Egan, arzobispo emérito de Nueva York, presente en el acto, considerando esta Carta como “ referente para la sociedad actual” a semejanza de la “Magna Charta realizada en 1215 en Inglaterra” que “supuso un hito importante en el mundo jurídico anglosajón”.

El documento presentado en la O.N.U. consta de diez puntos. (La carta está publicada en la web www.wyparliament.org). En esos puntos se contienen los grandes temas que afectan a la humanidad, particularmente el derecho a la vida y a la libertad, basándose en la espiritualidad de la persona. No es un manifiesto teórico; lo anima una decidida expresión de compromiso. Porque la sociedad que buscan construir los jóvenes en este tercer milenio no es un manifiesto ni una simple crítica social, no se queda en mera protesta, ni declina la responsabilidad personal en los demás. Estos miles de jóvenes son conscientes de que un radical y sustancial cambio de las estructuras sólo se consigue cuando cada uno de los seres humanos se involucra en ello, extrayendo de sí mismos lo mejor que poseen. “Las palabras, como recuerda un sabio refrán, se las lleva el viento”. Las vivencias no. Las relaciones interpersonales, la convivencia depende de la actitud que adopte cada uno de los involucrados en ella. Y estos jóvenes audaces y valientes están decididos a no escatimar esfuerzos para crecer personalmente sembrando en su entorno las semillas de esta civilización del amor.

El compromiso explícito pasa por la erradicación de conflictos bélicos, atentados diversos contra la vida humana (se reivindica explícitamente el derecho a la vida desde su concepción hasta el final), hambre y desigualdad, desempleo, problemas medioambientales, etc. La diversidad de creencias y culturas es un mosaico de indiscutible riqueza, como se aprecia en el documento. Todas las reflexiones han tenido como eje vertebral el amor universal que dimana de la persona de Cristo y las propuestas confluyen en él. Con este modelo los jóvenes se comprometen a poner en práctica el decálogo en los diversos ámbitos de la familia, la política, la economía, el medio ambiente, la educación y las redes de comunicación.

El objetivo del Parlamento Universal de la Juventud es difundir esta Carta en todas las instancias políticas, sociales y religiosas, para que pueda ser un documento de referencia para las constituciones políticas de los distintos Estados. El reto es que se escuche la voz de los jóvenes y que, superando prejuicios ideológicos y barreras culturales, impulsen la unidad y la paz de los pueblos. El Parlamento Universal de la Juventud prosigue invitando a todos los jóvenes, sin distinción alguna, para que continúen investigando y analizando todos los temas que les preocupan, con la esperanza de que sus conclusiones y propuestas sean escuchadas a nivel mundial por las instancias mencionadas anteriormente.

En Málaga distintos grupos de jóvenes han participado en la elaboración de este importante documento en Institutos y Parroquias. Cinco de ellos han estado presentes en Nueva York. Cuatro pertenecientes a la Parroquia de San Gabriel y uno del Instituto “Jarifa” de Cártama. El clamor de sus voces, unidas a las de tantos miles de jóvenes, nos recuerdan la vigencia de la esperanza activa en un mundo que camina con paso firme hacia la “civilización del amor”.