miércoles, 29 de julio de 2009

Por D. Jose Ignacio Munilla

Cuando el sentimiento anula la razón


A los pocos días de la muerte de Rayan, el niño fallecido por el trágico error de una enfermera en el Hospital Gregorio Marañón, Borja Montoro publicaba en el diario La Razón una viñeta gráfica, de esas que cuestionan nuestros presupuestos y ponen al descubierto nuestras hipocresías. El texto era el siguiente: “Si en lugar de haber muerto esta semana a causa de un dramático error, hubiese muerto hace un par de meses como consecuencia de un aborto, hoy nadie hablaría de esta pobre criatura”.
Ciertamente, ha sido llamativo comprobar cómo la opinión pública nacional llegó a estar conmocionada por aquel suceso fortuito, al mismo tiempo que continuaba sin mayores resistencias la tramitación política de una legislación que considera el acceso libre al aborto como un “derecho”.
Me permito también aducir como ejemplo otro suceso más lejano: En octubre de 1991 una niña de doce años, llamada Irene Villa, sufría junto a su madre un cruel y despiadado atentado de ETA, en el que perdió las dos piernas y tres dedos de una mano. El telediario del mediodía ofreció unas impactantes imágenes en las que Irene se intentaba levantar del suelo sin ser consciente todavía de que le faltaban las piernas. Aquellas imágenes conmocionaron la opinión pública, hasta el punto de que a las pocas horas, en lugares de notable connivencia con el terrorismo, se organizaron por primera vez, manifestaciones espontáneas contra la banda armada.
El influjo de aquellas imágenes había resultado más convincente que todos los discursos de condena de la actividad terrorista o, incluso, que los argumentos en favor de la dignidad de la vida humana… ¿Es que acaso, en los anteriores atentados terroristas, no se había derramado sangre o no se habían generado viudas y huérfanos? ¿Tendremos que reconocer, tal vez, que los argumentos racionales son incapaces de iluminar y cuestionar nuestras conciencias? ¿Tan inmaduros podemos llegar a ser, como para dejarnos dominar por nuestra emotividad -“ojos que no ven, corazón que no siente”-?
De la misma manera que el impacto de unas imágenes y su efecto emotivo pueden llevar a la opinión pública a posicionarse en defensa de unos valores éticos, también puede ocurrir -y de hecho ocurre- exactamente lo contrario. Nuestra cultura actual, calificada por muchos como de “pensamiento débil”, es fácilmente manipulable. ¡Es lo que ocurre cuando el sentimiento anula la razón!
Ciertamente, la cultura de hoy se caracteriza por una notable sobreexplotación del sentimentalismo, en detrimento del uso recto de la razón. Es más, no son pocas las personas que confunden los sentimientos generosos o altruistas con la pura emotividad, como si el hecho de conmoverse o emocionarse fuese sinónimo de tener una alta sensibilidad moral.
Es verdad que solemos calificar nuestra cultura como “racionalista”. Sin embargo, no queremos decir con ello que nuestra cultura utilice en exceso la razón… ¡ni mucho menos! El racionalismo de nuestros días considera verdadero sólo aquello que es experimentable y palpable, rechazando la apertura a la fe. En realidad, para que los términos no llamen a la confusión, quizás debiéramos designar a la cultura actual como “materialista” o “tecnologicista”, en lugar de racionalista.
La Iglesia compagina su discurso de fe, con el recurso continuo al discernimiento racional. Como reiteradamente está remarcando en su pontificado Benedicto XVI, una de las grandes tareas de la Iglesia es reclamar la razón. Más aún, algunos han designado la pastoral de Benedicto XVI como una “pastoral de la inteligencia”. En su última encíclica, “Caritas in Veritate”, el Papa hace afirmaciones como las siguientes: “Sin la verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo”, “La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal” (nº 3).
Ciertamente, a pesar de lo dicho hasta aquí, queda en pie la expresión de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”. Pero en nuestros días es necesario remarcar que no debemos confundir la emotividad con el afecto. El verdadero amor ha de ser afectuoso, pero no siempre emotivo. Y es que… ¡hay emociones que no construyen, y emociones que afianzan la afectividad en el amor! Solamente la razón será capaz de discernir entre ambas.
D. Jose Ignacio Munilla
Obispo de Palencia

lunes, 20 de julio de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "

MORIR AMANDO


En este pequeño paréntesis que media desde mi última colaboración en el blog con esta nueva contribución, como muchos de ustedes saben, he estado en Roma celebrando los cincuenta años de la fundación del Instituto de misioneras y misioneros identes al que pertenezco, junto a varios miles de misioneros identes y miembros de otras fundaciones puestas en marcha por nuestro Fundador, Fernando Rielo, procedentes de distintos continentes, colaboradores, familiares, amigos y miembros de otras instituciones religiosas. Todos hemos vivido con júbilo y emoción las palabras que nos ha dirigido el Papa Benedicto XVI, y las muestras de adhesión y cariño de cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes que nos han acompañado. Quiero agradeceros también a todos los feligreses de la Parroquia de Coín, comenzando por vuestro párroco, Gonzalo, las oraciones que habéis elevado por nosotros. Que Dios os lo pague.

Durante estos días hemos vuelto a constatar que la cruz y el gozo van inseparablemente unidos. Nuestro Fundador decía que «la cruz tiene por fuera un aspecto amargo, pero, por dentro, su savia es caña de azúcar, dulcísima». El mismo día que Su Santidad nos dirigió las primeras palabras y después de darnos su bendición, uno de nuestros jóvenes hermanos, sacerdote, murió repentinamente, al regresar a casa, en medio del evento que nos congregaba a todos. Desde el punto de vista humano, cualquier pérdida es irreparable y conmovedora, pero este es un lugar de paso, de peregrinaje: «una mala noche en una mala posada», según Santa Teresa de Jesús. Y este hermano, con una dilatada trayectoria como misionero en distintos lugares del mundo, ha culminado su misión amando. Al llegar el Esposo tenía las lámparas encendidas. Hoy se le recuerda en la Universidad de la que era rector, y cientos de alumnos, feligreses, miembros de otras entidades universitarias, amigos y conocidos, se han unido a la acción de gracias que todos los misioneros elevamos al Padre Celestial por su vida.

Desde la vivencia de la fe, la muerte es gloria, rúbrica de todo el bien que aquí se ha hecho, epílogo glorioso de un camino jalonado por una silenciosa y continua ofrenda. A Julio Marrero se le recuerda y se le recordará siempre por sus virtudes, por haber hecho corona de su vida con las vidas de tantos hermanos y hermanas que convivieron con él, con las personas a las que ayudó, confortó y a las que dedicó lo mejor de su existencia. ¡Qué triste es pasar por este mundo dejando una estela de sufrimiento, de despropósitos, de temores…, como le sucede a muchas personas! Eso, pese a que la muerte lo magnifica todo, y se tiende a vislumbrar y ensalzar lo más noble que ha tenido en vida el finado, es lo que realmente debería causar dolor. Por eso, y por lo frágil que es la existencia, que tan fácil e inesperadamente se trunca, porque todos somos hijos de un Padre que nos ha concebido para ser santos desde toda la eternidad, hagamos de nuestra convivencia una hermosa filigrana compuesta de comprensión, ternura, ayuda, generosidad, servicialidad, unidad y tantas otras virtudes. De este modo, en cualquier momento, cuando nos sorprenda ese postrer abrazo, estaremos amando. Y cuando otros nos precedan en el fin de este peregrinar, no experimentaremos pesar por haber perdido la oportunidad de aprender y de compartir con ellos lo mejor que poseíamos.

Por lo demás, viene a mi memoria la respuesta que dio San Alonso Rodríguez, cuando le preguntaron qué haría si alguien le anunciase que iba a morir: “Seguiría barriendo”, fue su respuesta. Era una labor cotidiana, un acto sencillo que habría sobrenaturalizado. Ese es el amor. No hay que buscar espectacularidad en este camino que nos conduce al Padre. Cualquier acción, realizada con amor, es santa.

jueves, 2 de julio de 2009

Por D. Jose Ignacio Munilla

De “reyes” y “mendigos”


Recién acontecida la muerte del cantante Michael Jackson, y cuando los medios de comunicación se prodigaban en difundir la noticia con todo tipo de detalles y especulaciones, me encontraba con un grupo de adolescentes que recibían el sacramento de la Confirmación. Parecía lógico que aquella noticia tuviese cabida en nuestra conversación, habida cuenta del eco que estaba alcanzando.
No creo que haga falta convencer a nadie del influjo tan notable que pueden llegar a tener las estrellas musicales en nuestro horizonte cultural, moral y espiritual, y especialmente en el caso de los jóvenes. El hecho de que un icono tan destacado de la música moderna, considerado como el “rey del pop”, haya llevado una existencia tan contradictoria y concluya sus días de una manera tan dolorosa, nos invitaba a una serena reflexión sobre la fragilidad de los valores de la cultura occidental:
- ¿Sabéis? ¡También yo tenía aproximadamente vuestra misma edad cuando murió Elvis Presley, el “rey del rock”! ¿No os parece mucha casualidad que estas dos “estrellas” hayan muerto de una forma tan similar?
- ¡De casualidad nada! –me respondió uno de aquellos jóvenes-. ¡El mismo Michael Jackson había manifestado que tenía el temor de “terminar como Elvis”!
No está de más añadir que nuestros jóvenes son bastante más lúcidos de pensamiento de lo que muchas veces solemos suponer.

Divorcio entre el gusto estético y el bien moral

El hecho de que la cultura dominante esté tan profundamente marcada por el subjetivismo y el relativismo, contribuye más, si cabe, a que el gusto estético sea entendido como algo puramente arbitrario (¡sobre gustos no hay nada escrito!). Son muchos quienes piensan que sus gustos e inclinaciones musicales nada tienen que ver con los valores de su vida, máxime cuando en muchos casos nos cuesta entender la letra de las canciones.
Lo cierto es que algunos mitos o “iconos” musicales han ejemplificado con sus vidas el inexorable callejón sin salida al que conduce la disociación entre la estética y el bien moral del ser humano. ¿Cómo se compagina el que un artista alcance el cénit de su carrera profesional, al mismo tiempo que crece su grado de desesperanza? ¿Cómo es posible que la opinión pública dirija su admiración hacia unos “reyes” que, en el fondo, no son sino “mendigos” de una felicidad, la cual son incapaces de alcanzar?

La humildad de saberse instrumento

¡Qué difícil es mantenerse en la cumbre de la fama sin corromperse! ¡Qué fácil es caer en la tentación de un endiosamiento que termina por ensombrecer el valor de la obra artística! Posiblemente, una de las tentaciones más frecuentes en el mundo del espectáculo consista en desviar la atención de lo objetivo a lo subjetivo: de la obra musical, al cantante ídolo; del deporte, a la estrella galáctica… terminando por fomentar un culto a la imagen, que anula la conciencia de sabernos “instrumentos” de un misterio de verdad y de bondad que nos precede y nos supera.
La vida y la muerte de Michael Jackson esconden la tragedia de toda una generación incapaz de alcanzar una libertad por la que suspira. ¿Hasta qué punto estamos marcados y condicionados por las heridas generadas por la desestructuración familiar? ¿En qué consiste la libertad: en hacer lo que queramos, o en querer lo que nos corresponde hacer? En última instancia, ¿la felicidad consiste en inventar una realidad a nuestro capricho, o más bien en querer conformar nuestro deseo con la voluntad divina?
Michael Jackson ha sido una “parábola” –y al mismo tiempo una “víctima”- de nuestra época, un “paradigma” del occidente carente de cimientos sólidos, capaz de lo mejor y lo peor, generoso y caprichoso, materialista e idealista… un genio tan contradictorio como nuestra cultura misma.
No sería justo que metiésemos en el mismo saco todas las experiencias de la música moderna. Existen intentos serios de plasmar un mensaje de esperanza en expresiones musicales innovadoras, como es el caso del conjunto irlandés U2, que actúa estos días en Barcelona. En una reciente entrevista, el solista del grupo, Bono, declaraba que se había inspirado en la arquitectura del maestro Gaudí para crear el escenario de su gira: “Gaudí hacía un lugar donde la gente podía rezar. Y para nosotros la música es una plegaria. A veces es a Dios, a veces es a tu amor, pero siempre una plegaria”. En efecto, la clave de un producto musical de calidad no puede estar exclusivamente en el genio del artista, sino también en su propuesta de sentido, además de en la coherencia moral de su vida.

D. Jose Ignacio Munilla
Obispo de Palencia