ARTÍCULOS

Por Isabel Orellana,  Miércoles 11 de Junio de 2014

«Secret»: nuevo golpe mortal a los valores 

No teníamos bastante con el torrente de exhibicionismo con el que bombardean a tiempo y a destiempo ciertos medios de comunicación, con programas donde se muestran de forma descarnada las vísceras de emociones incontroladas y toda clase de pasiones, que en febrero pasado ciertos creadores (en concreto dos ex ingenieros de Google) han tenido la «brillante» idea de crear una app, esto es, una aplicación para los móviles que permite decir lo que a uno le venga en gana permaneciendo en el más absoluto anonimato. Aunque esto de absoluto hay que ponerlo entre paréntesis porque nada de lo que se lanza a los cuatro vientos en cualquiera de las redes sociales puede retornar a su estado embrionario.

Pues bien, esta app nacida en febrero pasado, ha sido bautizada con el vulgar nombre de «Secret», seguramente porque con él quien se la descargara ya sabía de antemano la herramienta que tendría en sus manos, y cedería a la curiosidad y al afán de probar lo que se ponga por delante. No hay nada que más agrade a ciertas personas que poder dar rienda suelta a sus pasiones sin que nadie les ponga veto; es un ejercicio fascinante que por desgracia muchos convierten en profesión. Y todo esto ofrece «Secret». No teníamos bastante con los artilugios que han tenido siempre su campo de acción en el ámbito detectivesco para controlar lo que hace y dice un sujeto determinado, que ahora se pone a merced de todo el que quiera sin excepción una nueva «lengua electrónica» pero lengua viperina porque desgraciadamente no se utiliza para el bien. Y es que la tentación de poner verde al vecino de enfrente y a quien se tercie sin ser penalizado por ello era un bocado exquisito que los creadores de esta app no han querido dejar pasar. Así a ciertos programas televisivos, el periodismo amarillista y demás les ha salido una nueva competencia.

Es difícil creer que tan inteligentes creadores no supieran los riesgos que esta aplicación llevaba consigo, por mucho que la disfrazaran con explicaciones que son de una sospechosa ingenuidad. Está claro que quien se sienta abocado a la murmuración, al cotilleo, a dejarse atrapar por los dimes y diretes, y demás, ha encontrado la perfecta horma de su zapato. Esta aplicación se ha vendido muy bien. En una página que debía creerse que todos somos incautos encabezaba la oferta de Secret en estos términos: «En una época en la que Facebook, Twitter y Linkedin presionan para presentar una imagen pública lo más pulida posible, una nueva clase de apps tiene como objetivo que la gente sea un poco más honesta…». Me pregunto a qué honestidad se alude. ¿Es honesto decir todo lo que se piensa, particularmente si tiene como sujeto a otro ser humano?, ¿se puede calificar de honesto entrar a saco en la vida de los demás juzgando su existencia?, ¿es honesto murmurar?, ¿qué pensaríamos de alguien que se pasa el tiempo vertiendo su bilis contra los demás sin dar la cara?...

Intimidar, fustigar, acosar… son verbos que acompañan a quienes usan máscaras para atropellar impunemente a sus congéneres. Y esto es lo que ya ha sucedido, como cabía esperar. Usuarios de esta app han atravesado rápidamente la barrera del respeto haciendo que Secret (y otras aplicaciones similares que también han florecido) reine en el paraíso de los chismes y, peor aún, en el mundo de las acusaciones convirtiéndose en una nueva y dañina adición.


Decía el escritor Henry F. Amiel que «el respeto mutuo implica la discreción y la reserva hasta en la ternura, y el cuidado de salvaguardar la mayor parte posible de libertad de aquellos con quienes se convive». Esta discreción y reserva se inscribe perfectamente en el mandato de la caridad. No hacer a los demás lo que no queremos que hagan con nosotros. Por lo demás, el Evangelio es taxativo: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no series condenados…» (Lc 6, 37). Pero claro hay que tener una mínima sensibilidad para aceptar que el acontecer de cualquier ser humano merece todo respeto. La fe para el creyente añade todo lo demás. Y esa fe es la que alienta el progreso de las personas y de los pueblos. El amor construye y el desamor destruye, esta es la realidad. Las redes sociales mal utilizadas, se ha dicho ya hasta la saciedad, son una fuente de problemas que le asaltan en primer lugar al que no actúa con la prudencia y mesura debidas. Pueden ser un instrumento de fecundidad probada, pero también un arma peligrosa de la que conviene protegerse.

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Por Isabel Orellana,  Martes 28 de Enero de 2014

COMPRENDER Y JUSTIFICAR. LA CARIDAD MAL ENTENDIDA

Que el hecho de comprender no va indisolublemente unido a la justificación debería ser algo archisabido. Y, de hecho, teóricamente pocos habrá que puedan decir que lo ignoran. Hay infinidad de bibliografía al respecto, y aunque no fuese así, por sentido común, guiándose por la experiencia directa se aprende que un hecho determinado, una apreciación, un gesto reprobable desde el punto de vista ético y moral, por ejemplo, o actitudes y tesis que no están en consonancia con las nuestras —todo eso que podemos advertir en una persona, en un colectivo concreto u estamento social, por mencionar algunos casos—, no pueden ser equiparadas en manera alguna a la justificación. Porque justificar en este contexto significaría compartir lo que pensamos, creemos y decimos que está fuera de nuestro punto de vista.
Sin embargo, y aunque parezca que esto se tiene claro, la realidad lo contraviene. Y voy a referirme exclusivamente a una situación que se reproduce a diario y que es objeto no solo de discusiones sino de toma de decisiones que van más allá de la discrepancia ordinaria para buscar, incluso, amparo jurídico. Es lo que ha sucedido cuando alguien, pertrechado también en un derecho que posee, se ha manifestado abierta y libremente, sobre determinadas cuestiones que resultan espinosas porque tocan de lleno el ámbito de la moral. Casos concretos de esto que digo, que son candentes en este momento, aunque lo han sido también en otras épocas: el aborto y la homosexualidad. A quien se le ocurra manifestarse respecto a ellas, se le echan encima multitudes para calificar legítimas opiniones como atropellos ante los cuales consideran que hay que recurrir, como he dicho, hasta a la justicia.
Son una especie de temas tabú que hasta quienes se declaran creyentes —por fortuna no todos lo hacen—, entierran en su mente no vaya a ser que reciban ataques de quienes no comparten la fe. El temor a ser encasillados, a perder la credibilidad en un mundo dado a justificar y dar por sentado muchas cosas, induce a sellar los labios y seguir transitando sin pensar que quien así se esconde, hace de la cobardía un peligroso bastión que va cediendo terreno a posiciones que no están amparadas en razonamientos rigurosos, sino llevadas por emociones y prejuicios. Aunque a veces resultan peores ciertas manifestaciones públicas discrepantes que se hacen sin pensar, y singularmente dañinas cuando brotan de personas consagradas.
Si la mente se ciega, negándose a someter de antemano cualquier consideración, y se leen titulares de prensa sin entrar a valorar reposadamente el contenido, o se da credibilidad a noticias no contrastadas y prejuiciadas, el juicio implacable y censor ya está decidido. Y se actúa dejando claro que no hay vuelta atrás.
En el caso del aborto, la ciencia ha dicho todo respecto a la existencia indubitable de vida humana desde el mismo instante de la concepción. Quienes, a pesar de todo, están de acuerdo con la supresión de un ser humano, y se permiten justificarlo de manera eufemística, aderezando sus ideas con tesis peregrinas, y dañinas, como que la mujer no es un «recipiente», que su útero «no es un contenedor», o que tiene el derecho a decidir si desea o no tener un hijo, entre otras afirmaciones que circulan por todas partes, ponen de manifiesto que para ellas la razón rigurosa no existe. Por eso, quienes respetamos la voz de la ciencia, y además somos personas de fe, tenemos que hablar. Callarse sería admitir las tesis mencionadas o podría parecerlo. Guardar silencio ante este delicado asunto es impropio de una persona creyente que debe dar testimonio de su fe sean cuales sean los riesgos que pueda correr. Es lo evangélico.
Se reconoce muy bien la falta de caridad cuando se ha producido una agresión contra ella de forma activa, pero hay otra forma de caridad dañina, que es la omisión. A veces ésta puede ser incluso más perniciosa que la primera. Tras el silencio se esconden variadas intenciones, debilidades y flaquezas: apego a la fama, afán de quedar bien, mantener a resguardo o reducir a la privacidad lo que debería aparecer a la luz, preservar la imagen, no perder la credibilidad, no recibir censura, buscar la comodidad, huir de problemas, etc. Todo ello son eslabones de una misma cadena y habla de incoherencia, de falta de autenticidad, revela una ausencia de fe y de confianza en Dios, que nos insta a hablar porque de no hacerlo lo harían las piedras. El evangelio ya advierte lo que puede suceder, y de hecho ocurre, a los que siguen a Cristo, recordando que serán objeto de tropelías diversas e incluso pueden perder la vida; no solo el buen nombre.
Un creyente asume gozoso las consecuencias de una caridad evangélicamente vivida y, por tanto, auténtica. Por eso se manifiesta, como lo viene haciendo el recientemente elegido cardenal, arzobispo Fernando Sebastián, aunque sus clarividentes tesis acarreen ríos de tinta y sea llevado a los tribunales. Hacen falta personas como él. Los falsos respetos humanos caen hechos añicos ante Dios que es la suma verdad; todo lo demás, es relativo. Y mucho cuidado con quienes buscan la notoriedad e incurren en una verborrea sin saber bien lo que dicen. El evangelio ha dejado claro lo que sucede con los que escandalizan. Y escándalo es oír declaraciones de religiosos, de personas que establecieron un compromiso con Cristo y su Iglesia, y no defenderla. Entre tantas barbaridades y afirmaciones sin sentido alguna persona consagrada se ha dicho que en el evangelio no se dan pautas morales, cuando sucede todo lo contrario. Oír esto en boca de un profano causa aflicción, pero mayor es esta si esta afirmación procede de una persona que debería estimar el evangelio por encima de todo porque le va a ir mostrando a Cristo y el camino que ha de seguir para unirse a Él.
Voy concluyendo. Cuando Cristo se enfrentó a una situación de adulterio y fue testigo de la brutal repercusión que el juicio ajeno tendría sobre la mujer, a la que pensaban apedrear, después de avergonzar a los potenciales verdugos que no tenían autoridad moral para segar la vida de la pecadora porque ellos no estaban libres de mal, simplemente le dijo a manera de despedida: «Vete y no peques más». Aquí está el paradigma de lo que quería decir en esta reflexión: Jesucristo comprendió, acogió, pero no justificó. Es lo que hace la Iglesia: comprende, acoge, otorga el perdón que es demandado, pero no justifica. No cambiemos entonces una coma o tilde del evangelio, y salgamos a la calle a defender con rigor y verdad lo que en él se dice. 

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Por Isabel Orellana,  Domingo 10 de Noviembre de 2013

UN PALACIO RUINOSO, SU PALOMAR Y LA CANDIDEZ EVANGÉLICA

Hace unos días, mientras el sol de un otoño –que continúa siendo usurpado por un verano tardío–, doraba los aleros de un palacio del siglo XVI en estado semi-ruinoso, un potente brazo hidráulico, dentro del cual se hallaban dos afanosos operarios, alcanzó el punto más alto del edificio donde centenares de palomas habían venido sembrando sus nidos. En el interior, un improvisado cementerio daba cuenta del abundante número de aves que habían ido feneciendo año tras año, ¡quién sabe cuántos! tras la desidia y el abandono que hicieron del lugar un paraíso provisional para todas, y también para los cernícalos que de ellas se han estado alimentando. Es el signo impertérrito del ecosistema: la vida y la muerte indisolublemente unidas.

Los hábiles técnicos, bien pertrechados, en un santiamén extrajeron las briznas que los pájaros habían ido introduciendo bajo las tejas, desapareciendo nidos y huevos, y hasta puede que incluso las crías. Yo misma pude comprobar el desconcierto de las aves cuando los operarios abandonaron el lugar. Por unos largos minutos una de ellas hizo del ensayo y error su más preciado quehacer. Intentaba penetrar en un orificio, confusa, siguiendo su instinto con el convencimiento de que estaba dando en el clavo. Como no advertía ningún signo conocido, llevaba su inquietud de un lado a otro para retornar a la primera oquedad con el mismo resultado, volviendo a repetir una y otra vez los mismos gestos.

Observando el espectáculo de un comportamiento insistente que se mantuvo en el discurrir del día, más que fijarme en la perseverancia implicada en el hecho, recordé el pasaje evangélico en el que Cristo advierte que hemos de ser astutos, o sagaces, como serpientes, y cándidos como palomas (Mt 10, 16). Desde luego, en este ave no hay atisbos de lo primero. Y eso me condujo a otra reflexión. O la candidez y la astucia van unidas, o se corre el riesgo de inclinar la balanza inconvenientemente. Veámoslo. ¿Qué es la candidez en términos evangélicos? No es, desde luego, sinónimo de ignorancia o de una ingenuidad pueril. Es otra de las virtudes que se asocian a la buena voluntad, y subraya la inocencia, sinceridad y sencillez de un alma noble, que no tiene malicia, que es transparente. Pero tampoco la sagacidad a la que nos invitó el Redentor está relacionada con segundas intenciones.

Una persona astuta, desde el punto de vista señalado por Él, tiene visión y claridad; si se empeña en algo, ese algo siempre tiene como objeto el mayor bien. Sopesa, reflexiona convenientemente pros y contras de actuaciones que deba dar, lo que en términos evangélicos se traduce en que ora antes de proceder. Podríamos decir que la sagacidad es el complemento ideal de la candidez. Cristo vincula las dos, no lo olvidemos. Si a la sagacidad se la despojase de la candidez, el resultado sería letal como lo es el flujo venenoso que inyecta en su presa la serpiente. De utilizar astutamente inteligencia y habilidad para obtener el objetivo propuesto sin mirar las consecuencias, sino con la vista puesta en el propio interés, se pasa a la prudencia y mesura cuando está acompañada de la candidez. Explica maravillosamente estos matices López de la Huerta: «El sagaz penetra con sutileza lo que es difícil de conocer o descubrir. El astuto oculta con arte malicioso los medios de que se vale para lograr su intento…».

A su vez, la candidez sin la sagacidad estaría coja. Podría reducirse a un simulacro de bondad, por estar rayana en la bobería, e incluso transitar hacia la hipocresía en el trato. Más aún, una candidez mal entendida, alentada por el afán de defender un particular punto de vista, podría exigir justicia, la que no se rige por el Evangelio, naturalmente, sin la debida mesura, por ejemplo: yendo al extremo contrario en aras del odio y del resentimiento. En las parábolas se ven discurrir las virtudes de la paz, de la justicia, del equilibrio y la pureza, entre otras, que están simbolizadas en la paloma. Pero como a este ave le falta la inteligencia, está desprotegida. No tiene otra escapatoria que la huída. Y precisamos esas armas que nos disponen al buen combate cuando hay que hacer frente a los contratiempos, como hace la serpiente en lo que tiene de hábil y prudente, en su certero modo de maniatar a su víctima.


En suma, prudencia y sencillez hacen que un discípulo de Cristo sepa, por un lado, identificar la “empresa” a la que ha sido llamado. Y, por otro, que no le detengan los sacrificios y trabajos que deba acometer para acrecentarla y preservarla. No olvidemos que la invitación de Cristo a vivir la sagacidad y la sencillez tiene como trasfondo un hecho real: que nos encontramos en un mundo complejo que Él calificó “de lobos”, un escenario que requiere, al menos, agudeza, sensatez, valentía, diligencia, huir de contemporizaciones y componendas.

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Por Isabel Orellana,  Miércoles 16 de Octubre de 2013

GUERRAS, MÁRTIRES, PERDÓN… SIEMPRE LA CRUZ

Vaya por delante el recordatorio de que en toda guerra, en los bandos opuestos, siempre hay indefensión, víctimas que dejan un reguero de sangre y de sufrimiento inconmensurable. Entre ellas se cuentan por mayoría los inocentes; los que nada tuvieron que ver con el origen de la misma. Se vieron obligados a convivir con el horror y las heridas de una masacre sin sentido. Tanto, que aún pasando las décadas, como el tatuaje que dejaron en el corazón de los supervivientes es tan profundo, hasta parece que se hereda genéticamente y se transmite de generación en generación. Da la impresión de que es imposible que cicatrice.

En medio de esta barbarie se hallaban los que derramaron su sangre en defensa de la fe, habiendo sido ajenos a los odios que surgieron entre sus vecinos, colectivos concretos que arrastraron consigo en su tenebrosa sinrazón aldeas, ciudades, países enteros… Un río de intolerancia tan poderoso en el que jamás se sopesó la angustia, el horror, la miseria y los campos segados por la muerte que arrasarían sin piedad cuanto tuvieran delante.

Indudablemente muchos de los hombres, mujeres y niños que sucumbieron víctimas de una guerra no han sido elevados a los altares. No hay que restarles su mérito. El sufrimiento, con sus peculiares matices, se extiende sobre unos y otros, sin distinción. Ahora bien, si se confronta la multitud de seres anónimos que han sido atropellados por sus congéneres con los integrantes de la vida santa, lo que se tiene en cuenta es el testimonio de fe que dieron. Primeramente, porque fueron objetivo de sus verdugos por esa única razón. En segundo lugar, porque la sostuvieron de forma consciente y explícita hasta el final, negándose a abjurar de ella, aún a sabiendas de que por eso serían ajusticiados impunemente. Conviene quedarse con esta idea. No empuñaron arma alguna. Tenían sus familias, sus proyectos, sus profesiones… No hicieron mal a nadie. Sus convecinos sabían que prodigaban el bien a manos llenas, que ayudaban a hombres, mujeres y niños, sin excepción, sin hacer acepción de personas. En la sección “santos y beatos” de ZENIT han ido desfilando prelados, sacerdotes, religiosos, científicos, docentes, padres y madres de familia, trabajadores humildes, brillantes profesionales que habían obtenido un alto nivel social con su trabajo y esfuerzo, jóvenes soñadores, altruistas, audaces, llenos de ideales… y cayeron por su fe. Ponían de manifiesto con su conducta que Cristo estaba en la cúspide de su corazón y quehacer. Pero un día, fueron acusados falazmente. ¿De qué? De su fe. Este es el hecho, no hay que darle más vueltas. La Iglesia cuando beatifica reconoce la virtud de estas personas, ve en ellas un modelo, al menos, para los creyentes.

A tenor de la gran beatificación que tuvo lugar en España el pasado domingo, ciertos medios de comunicación en los que continúan dando espacio a la noticia, la sostienen críticamente. La tesis que esgrimen en contra gravita exclusivamente sobre un polo: el perdón. Y justamente en él está la otra poderosa razón, definitiva, porque subraya el cariz espiritual de los mártires a los que la Iglesia ha venido encumbrando a los altares sean oriundos o no de España, ya que se hallan en todos los continentes: que perdonaron de corazón, a conciencia, amando en Cristo a quienes arrebatándoles la vida les impulsaban a llegar al cielo. Muchos tuvieron tiempo de expresar esta manifestación de la gracia divina en sus corazones antes de exhalar el último suspiro. Pero todos, que no se olvide, atravesaron las fronteras de este mundo abrazados a la cruz. Y en ella, el Redentor, el único inocente en términos absolutos de la historia de la Humanidad, lanzó al mundo este impresionante alegato de amor y misericordia: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…». La cruz y el perdón están indisolublemente unidos. El que no perdona, no ama.

Dicen algunos que la Iglesia debía haber pedido perdón. Pero, ¿quién es la Iglesia? ¿A qué iglesia se refieren? Estos mártires eran Iglesia; la componemos todos los que nos sentimos sus hijos. Y, repito, ellos perdonaron. Luego la Iglesia, aunque se sobreentiende que estos críticos aluden a la jerarquía, perdonó. Cada uno de los mártires que estuvieron agraviados al punto más alto que se puede llegar, que es verse privado del don de la vida, y que eran miembros de la Iglesia, perdonaron. Más aún, muchos de sus familiares también lo hicieron. Y, por si fuera poco, hay pontífices, y de todos es conocido y si no, ahí están las hemerotecas, que han pedido perdón por conflictos gravísimos de la historia.

La masacre siempre es tan dolorosa que cada vez que se intente remover, la ciénaga que la envuelve regresa a la superficie queriendo impregnar la sociedad con su nauseabundo olor. Ante la muerte violenta, injusta, de una persona de auténtica fe, que perdona –una gracia divina que no se puede improvisar, un don que se debe pedir de corazón–, se perfila siempre la cruz de Cristo y ahí está el amor con mayúsculas.

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Por Isabel Orellana,  Sábado 14 de Septiembre de 2013

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

«La señal del cristiano, único camino para conquistar la unión con la Santísima Trinidad, condición puesta por Cristo para seguirle. Motivo de gozo y esperanza, signo de nuestra salvación»

Los cristianos sabemos que la señal que nos identifica es la Santa Cruz. Lo aprendimos en el catecismo y el Evangelio nos enseña que cualquiera que se disponga a seguir a Cristo tiene en ella su única brújula, la que va a guiarle por el camino que lleva a la unión con la Santísima Trinidad. Es la condición puesta por Él: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). San Juan de la Cruz lo recordaba con estas palabras: «Quien busca la gloria de Cristo y no busca la cruz de Cristo, no busca a Cristo». La cruz exige renunciar por amor a Él y al prójimo a lo que más cuesta. Quien no la acepta no sabe amar. Requiere coherencia, disponibilidad, valentía, etc. Dios rechaza la tibieza. Cuando la cruz se acepta con alegría resulta liviana; fortalece y dispone para superar las dificultades que se presentan.

No hay integrante de la vida santa que no haya contemplado este «árbol de la vida»; todos se han abrazado a él. El beato Charles de Foucauld advertía: «Sin cruz, no hay unión a Jesús crucificado, ni a Jesús Salvador. Abracemos su cruz, y si queremos trabajar por la salvación de las almas con Jesús, que nuestra vida sea una vida crucificada». No hay otra vía para alcanzar la santidad, como también reconocía santa Maravillas de Jesús: «El camino de la propia santificación es el santo misterio de la cruz». La cruz confiere sentido al sufrimiento humano, ilumina y consuela en las fatigas del camino, inunda de esperanza el corazón, suaviza las circunstancias más adversas, lima toda aspereza. «Poned los ojos en el Crucificado y se os hará todo poco...», manifestaba santa Teresa de Jesús.

El «árbol de la cruz» es el símbolo de la Salvación. Contiene todos los matices semánticos que se atribuyen a la expresión exaltar. Se reconocen en el santo madero los excelsos méritos que Cristo le otorgó con su propia vida, ya que en él estuvo «colgado» salvando al mundo libremente, mostrando su insondable amor. Se deja correr el caudal de pasión que inspira cuando se contempla, induciéndonos a ir a él y adorarlo. La cruz es signo de unidad, de paz y de reconciliación, es el distintivo de los «ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20), llave que nos abre sus puertas. «O morir o padecer; no os pido otra cosa para mí. En la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es camino para el cielo», expresaba Teresa de Jesús. Solo es «necedad», como decía san Pablo, para los que se pierden; para el resto, es «fuerza de Dios»: «Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan –para nosotros– es fuerza de Dios […]. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (I Corintios 1, 18ss).

Esta festividad rememora el acontecimiento que se produjo el 14 de septiembre del año 320, cuando la emperatriz de Constantinopla, santa Elena, madre de Constantino el Grande, encontró el madero (Vera Cruz) en el que murió el Redentor. Hechos extraordinarios marcaron este momento: la resurrección de una persona y la aparición de la cruz en el cielo. Para albergar esta excelsa reliquia signo de la victoria de Cristo, manifestación del perdón y de la misericordia de Dios, esperanza para los creyentes, centro de nuestra fe, santa Elena y Constantino hicieron construir la basílica del Santo Sepulcro. Unos siglos más tarde, en el 614, el rey de Persia, Cosroes II, conquistó Jerusalén y tomó como trofeo la Vera Cruz, el venerado emblema cristiano que se custodiaba en el templo. Mofándose de los cristianos, lo utilizó como escabel de sus pies. Pero catorce años más tarde el emperador Heraclio, una vez que derrotó a los persas, pudo devolver el santo madero a Constantinopla. Después, fue trasladado a Jerusalén el 14 de septiembre del año 628.

Al parecer, cuando Heraclio se propuso introducir la cruz solemnemente no pudo cargarla sobre sus hombros; se quedó paralizado. El patriarca Zacarías, que formaba parte de la comitiva caminando a su lado, señaló que el esplendor de la procesión nada tenía que ver con la faz de Cristo humilde y doliente en su camino hacia el Calvario. El emperador se desprendió de sus ricas vestiduras y de la corona que ceñía su cabeza, y cubierto con una humilde túnica pudo transportar la cruz caminando descalzo por las calles de Jerusalén para depositarla en el lugar de donde había sido arrebatada siglos atrás. Desde entonces se celebra litúrgicamente esta festividad de la Exaltación de la Santa Cruz. Con objeto de evitar otro expolio, fue dividida en cuatro fragmentos. Uno de ellos quedó custodiado en Jerusalén en un cofre de plata; otro se llevó a Roma, un tercero a Constantinopla y el resto fue convertido en minúsculas astillas que se repartieron en templos dispersos por el mundo.

Esta fecha litúrgica es crucial para los creyentes. La cruz no es un ninguna tragedia, como no lo es amarla, algo que resultará extraño fuera de la fe. Es una bendita «locura» que inunda el corazón de gozo. Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) lo advertía: «ayudar a Cristo a llevar la cruz proporciona una alegría fuerte y pura». No la rehuyamos. Cristo nos ayuda a portarla con su gracia; sigue compartiéndola con nosotros. Que un día no nos tenga que decir lo que en celeste coloquio le confió al Padre Pío: «Casi todos vienen a Mí para que les alivie la cruz; son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla».

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Por Isabel Orellana,  Viernes 13 de Septiembre de 2013

FRANCISCO, CÍMBALO DE DIOS

Seis meses se cumplen hoy del fértil pontificado de Francisco que está sembrando de esperanza el corazón de millones de personas. Aunque comenzó a ser oficialmente efectivo el día de san José, inició su andadura el 13 de marzo. Desde el primer instante, como tantos pensamos, yo misma lo hice notar en diversos medios ante tantas quinielas previas al cónclave, ha sido evidente que tras la renuncia de Benedicto XVI el Espíritu Santo ha dado a la Iglesia la persona que precisaba. Dudar de ello habría sido una temeridad, algo imperdonable, signo de hallarse en las antípodas de la fe que hemos heredado. Indudablemente —y así lo manifesté también el 21 de marzo en ZENIT y en este mismo blog, cuando el actual pontífice ya había asumido la Cátedra de Pedro— Francisco es «sencillamente religioso», con todo lo que ello conlleva; se ha ido comprobando.

Medio año ha bastado para que el orbe entero haya podido constatar el formidable espíritu de un jesuita, cuya humildad y grandeza pudimos apreciar en el mismo instante en el que saludó al mundo, poco después de conocer la inmensa misión que recaía sobre sus hombros. Hoy, en tan corto periodo de tiempo, estamos en condiciones de corroborar la multitud de gracias que este brevísimo recorrido al frente de la Iglesia está deparando. Sus mensajes claros, inequívocos, profundos, acertados, impregnados del rigor evangélico, en una simbiosis de piedad y rigor sin concesiones, porque comprende pero no justifica, horadan los espíritus más recalcitrantes, obligándoles a replantearse principios y teorías, haciendo que se tambaleen incontables prejuicios que no solo acompañan a los alejados de la fe; también muchos de los que se declaran creyentes transitan con ellos.

Las observaciones sobre la realidad que dan lugar a las continuas exhortaciones del papa brotan de un espíritu orante que no puede quedar impasible ante cualquier falta de caridad. Francisco tiene la capacidad de sacudir las conciencias, de poner sobre el tapete debilidades que socavan la fe acudiendo con frecuencia a imágenes de indiscutible fuerza plástica que quedan grabadas en la retina. Son tan pedagógicas que fácilmente calan en el corazón. Más que ocurrentes, son finos dardos que apuntan certeramente en la diana tanto del creyente como del incrédulo. Su fuerza radica en que invariablemente van cargados de amor. Eso hace que cualquiera de las palabras que expresa, con toda su contundencia, se acojan siempre con gratitud, simpatía, benevolencia, reconociendo en ellas su conveniencia para el bien personal, de la Iglesia y de la humanidad. En suma, el papa posee la gracia de manifestar con la rotundidad que procede mensajes que conmueven y que de ser proferidos por labios distintos perfilados de reproches, como es natural, habrían tenido un efecto distinto. El amor es paciente, servicial, todo lo cree, todo lo espera…, decía san Pablo. Es el amor de Francisco.

Su autoridad moral y coherencia es incontestable, como lo es el magnetismo de sus gestos siempre sorprendentes, con frecuencia inesperados, en ocasiones inusuales y novedosos en alguien que ostenta la máxima responsabilidad de la Iglesia como llamar personalmente por teléfono a personas particulares para darles su consuelo. Va a la cabeza de todo lo que propone. Tiene la humildad de reconocer sus propios errores y debilidades. Y en una sociedad en la que se ofrecen modelos de barro, donde hoy se dice una cosa y mañana la contraria, se engaña y se oculta, en la que se actúa o se habla en función de convencionalismos diversos, siguiendo el dictado de las modas de cualquier tipo, teniendo la provisionalidad por bandera y el compromiso fuera de juego, en este tablero del ajedrez que es el mundo, por fuerza tenía que sorprender un hombre que se sale de cualquier canon que no sea la abnegación, la generosidad y el sacrificio, todo lo cual se sintetiza en el amor, la única fuerza que puede cambiar la faz de la tierra. Es un amor que se despliega en el respeto a la libertad del otro. En su extraordinaria encíclica Lumen fidei ha advertido: «La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre (LF, 34)».

Pues bien, el Santo Padre mueve ficha por los oprimidos, los refugiados, los perseguidos, los pobres, los «sin techo», los maltratados, ancianos, niños, jóvenes, hombres y mujeres de cualquier condición, los que sinceramente juzgan que han echado por la borda su vida y buscan con aflicción la penitencia, a los que el destino o los desaprensivos de turno les han hurtado sus derechos, los que padecen el dolor en carne propia, los presos y los inmigrantes, las víctimas del odio de sus propios congéneres… Frente a tanto oprobio, su voz se abre potente entre las filas de los poderosos y de quienes tienen en sus manos las llaves de la paz. Es un abanderado del cielo. Un címbalo de Dios.

Sí, Francisco es una bocanada de aire fresco, un hombre de oración que porta la cruz de Cristo elegantemente, que ejerce su ministerio con visible alegría, un religioso enamorado de su vocación, testigo ante el mundo de un Dios que le sedujo a temprana edad, un ejemplar sacerdote desembarazado de cualquier inquietud que no sea servirle a Él, amante de la Eucaristía, mariano por antonomasia, pastor, misionero y apóstol, solícito en su caridad, dialogante, incansable buscador de la verdad que es Cristo, allanador de caminos, un hombre austero y justo, defensor de la vida, que abre sus brazos a todos y que invita a la conversión. Agradecido siempre a su antecesor, Benedicto XVI, a quien dispensa gran honor y trata con reverencia y admiración, ha signado sus encuentros con él en medio de un bellísimo y edificante espíritu fraternal.

Pocos a estas alturas dudarán de la fortaleza y el carisma de este papa. Por sus venas religiosas circulan los testimonios de santos y mártires jesuitas: su padre fundador, Ignacio, Francisco Javier y tantos otros que esgrimieron con fuerza la antorcha de la fe y no cejaron en su intento de que ésta brillara en cualquier recodo de la tierra al que pudieron llegar. Esa urgencia del genuino apóstol insta al Santo Padre a actuar. Y así lo vemos todos los días sin desmayar en su afán evangelizador. Buen conocedor de los entresijos de la Iglesia reflexiona y actúa, sin descanso. Es natural que los jóvenes se hayan sentido identificados con él y que le hayan escoltado en Río de Janeiro lanzando a los cuatro vientos su entusiasmo, con el orgullo de ser liderados por un pontífice que les comprende, les exige, que cree en ellos, que les hace acreedores de su confianza, que cuenta a priori con su valiente entrega. Saben que en Francisco tienen un referente sin igual para sus vidas.


En estos seis meses las hemerotecas no han hecho más que verter datos edificantes de la biografía de este gran apóstol que tenía tras de sí un fecundo apostolado en barrios marginales de Buenos Aires, que se presentaba con un sencillo: «Soy Jorge Bergoglio, cura. Es que me gusta ser cura». Por mucho que se hayan empeñado algunos detractores, esos que tanto abundan por doquier, y que en lugar de enaltecer la grandeza de una persona se esfuerzan por hallar cualquier pequeña mácula que la desacredite, nada puede oscurecer la fuerza inusitada, palpable, de este auténtico confesor de Cristo, servidor de todos, que no se cansa de decir desde el primer día en el que fue elegido para regir la Iglesia: «Por favor, les pido que recen por mí». Lo hacemos, amado Francisco, agradeciendo tus desvelos y la multitud de bendiciones y gracias que estás arrebatando con tu vida a lo largo de este Año de la Fe, primero de tu pontificado. 


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Por Isabel Orellana, Jueves 21 de Marzo de 2013


PAPA FRANCISCO: SENCILLAMENTE RELIGIOSO

En ese instante exacto en el que alcanza su cenit el aserto evangélico de ser espectáculo para el mundo, Francisco se presentó ante él hace una semana, revestido de fortaleza, impregnando a todos de su gravedad y emoción. En esos iniciales segundos en los que se hacía a la idea de su altísima responsabilidad ya dio muestras de que hay cosas que no se improvisan: anidan en el corazón. Los primeros gestos, esos que se miden por su alcance con minuciosa precisión, y más en una circunstancia tan poco común, surgieron como un rayo de luz en el umbral de esta primavera. Y Francisco, que ha querido incorporar a su nombre la memoria y la indeleble huella del mundialmente aclamado Poverello, enseguida plasmó su religiosa impronta con una humildad y sencillez conmovedoras. Lo vimos todos y se ha recordado mucho estos días: gratitud por su antecesor, el amado pontífice emérito Benedicto XVI, tierna devoción a María, petición de oraciones y una entrañable cercanía que dejó a todos sin saber qué decir, seducidos por su falta de boato y un fraterno sentimiento de familia sellando el corazón. En muy pocas palabras vertió raudales de esperanza a los millones de personas que le contemplábamos desde todos los puntos del planeta. Un nuevo pontífice que sin ser excesivamente joven, como los vaticinadores se habían ocupado de vociferar los días previos a la elección, porque así lo deseaban juzgándolo un bien para la Iglesia, aunaba en si mismo la experiencia de un hombre de Dios que llevaba décadas perseverando en el carisma ignaciano al que fue llamado para seguirle.

Es aquí, en este punto exacto, en el que, a mi modo de ver, han de confluir cualquiera de las observaciones que hayan de hacerse respecto a los signos que ha ido dando. Amor por la pobreza, austeridad, sensibilidad hacia los desfavorecidos, a todos los que sufren en su cuerpo y en su alma enfermedad, soledad, desamparo, preocupación por las necesidades ajenas que antepone a las propias, etc. Todo ello revestido de la oración, que nunca olvida, que suplica para sí, que ofrece por los demás y brota de sus labios a cada instante, tienen ese cariz religioso. Y la religiosidad, manifestación externa de quien ha hecho acopio de las virtudes evangélicas, es la brújula que marca la autenticidad de una entrega. Los pasos que el papa da, las palabras que viene pronunciando están amasadas en muchos años de fidelidad a su vocación. Vinculado libremente por unos votos, conoce perfectamente la libertad que brota del ejercicio de la pobreza, de la castidad y de la obediencia. Son fronteras de una vida que tiene como objeto dispensar la caridad a raudales a un prójimo que, ya se ve, le corre por sus venas de padre y de pastor. Volcado en las necesidades ajenas, como su fundador, como Francisco de Asís, en calidad de jesuita añade otro voto de fidelidad al Santo Padre. Y todos hemos percibido con qué afecto y gratitud habla de sus predecesores. Llama la atención su recuerdo a Pablo VI que ha vertido en entrevistas, en manifestaciones… de modo que no estará de más volver a la biografía de ese gran pontífice, porque sin duda su trayectoria, tantas veces incomprendida, mucho le debe decir al papa Francisco.

Ninguno seríamos nada sin los que nos antecedieron. Eso lo tiene muy presente este nuevo Pastor de la Iglesia. Es otro signo de su espíritu religioso. Como también su alusión a la gracia que lleva anexa la edad. Ésta nunca es un peso para un consagrado, que no cesa en su entrega hasta el último aliento. El papa ha tenido muy en cuenta este plus que los años conllevan en experiencia, en sabiduría, en saber actuar convenientemente cuando se vive en el regazo de Dios. Está bordeando los ochenta; sabe perfectamente lo que quiere transmitir con esta idea que compartió hace unos días con los cardenales, haciéndose extensiva a toda la Iglesia. Puede que las alusiones a épocas eclesiales marcadas por el esplendor del amor que él trasluce en su propia persona estén rompiendo esquemas, se califiquen como algo novedoso e inesperado, porque se desconoce o se ha olvidado lo que fue la Iglesia en sus orígenes, o también por falta de conocimiento de lo que es en esencia una vida religiosa. Nuestra historia la inició Cristo. Y junto a Él, un grupo de hombres y mujeres idealistas, apasionados, seducidos por su mensaje le siguieron hasta el fin ofreciéndolo todo. Personas que no temieron la muerte. Remontando sus temores y debilidades salieron por los caminos para confesar la fe prodigando el bien a manos llenas, como también ha recordado este papa que debemos hacer, dando testimonio de ello en primera persona. El ideal de la santidad que animaba a esos primeros cristianos fue el mismo al que se abrazó Francisco de Asís e Ignacio de Loyola, como lo hicieron incontables santos y santas, como tantos otros siguen soñando y luchando alcanzar hoy en día. Es ese mismo afán en el que el papa Francisco vendrá meditando desde que se produjo su personal llamamiento siendo casi un niño. Podría decirse entonces, que no es que haya nada nuevo bajo el sol. Lo que ocurre es que en el modo de actuar –cada persona tiene su impronta y lleva consigo la experiencia vivencial que ha marcado su acontecer– este pontífice está desempolvando para muchos desconocedores de los entresijos de una vida de entrega lo que ella significa. El sesgo religioso que le anima es el que se espera de un consagrado como él. Él mismo es su programa. Lo encarna en sí. Antes en la misión que tenía, y ahora como cabeza visible de la Iglesia. Cuando en esa ofrenda se incluyen los matices evangélicos, naturalmente se sorprende a los demás. Cristo lo hacía. Y Él es nuestro excelso modelo.

Quien acepta la invitación universal a vivir la santidad y cree que Dios nos pone al lado justamente a la persona o personas que necesitamos para que nos ayuden a alcanzarla, convendrá en la pertinencia de un pontífice como Francisco que, además, ha sido elegido por el Espíritu Santo a través de los cardenales para dirigir a la Iglesia justamente en este momento concreto. Cada época histórica se ha caracterizado por la presencia de un Pastor que era el que le convenía. ¿Y si Cristo quisiera que esos matices clásicos, originales de la santidad, sintetizados en el genuino espíritu religioso, que no son patrimonio de consagrados, sino que están abiertos a toda persona con independencia de edad y condición, brillaran en este momento en la Iglesia? ¿Y si la presencia novedosa de un sucesor vinculado a un movimiento eclesial fuera la respuesta de Cristo para dar cauce a las necesidades que presenta? Dios tiene sus propios signos. Y antes de que se produjera, sabíamos que la elección del papa no sería casual. Habrá que seguir muy atentamente el devenir de este pontificado que inició oficialmente su andadura el día de san José.


         Cabe esperar que tantos vítores como está recibiendo Francisco no se diluyan en el aire, sino que lo que hace y dice se encarne en la vida particular de cada fiel. Que no suceda como ha ocurrido antes con otros pontífices, como el carismático Juan Pablo II, que aglutinó a millones de personas, auténticas riadas de jóvenes, por ejemplo, que le aclamaron sin cesar, pero que haciendo balance de los resultados efectivos para la vida espiritual, seguramente no fueron tantos los que después tomaron como suyas las profundas lecciones que impartió. Las emociones son como un frágil globo sonda que se lanza a los cuatro vientos y que se desploma fácilmente. Espiritualmente hay que verlas con prudencia; a veces socavan los cimientos de una vocación. No caben las comparaciones, ni tampoco hay que dejarse llevar por enfervorizados sentimientos que puedan discurrir fuera de los cauces pertinentes. El papa es el Vicario de Cristo, pero es eso: Vicario. Y en él hemos de ver al Hijo de Dios. Este sentimiento guió a San Pablo: «ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Eso es lo que pretende Francisco, anhelo compartido con sus antecesores. Cristo fue vitoreado también y ya sabemos que de las aclamaciones, de una cena, pasó a la cruz. Además de admirar, hay que vivir. Si en el papa vemos sencillez, espíritu de mansedumbre y de pobreza, una vuelta a los orígenes, un afán de servicio, en eso hemos de centrarnos y no sólo para alegrarnos, lo cual está muy bien, sino para vivir esas virtudes. De nada valdría quedarse únicamente con la imagen emotiva de los maravillosos momentos que nos está ofreciendo. Con ellos nos recuerda que Cristo vive en él. Pero de cada uno depende que esa formidable lección de amor no se marchite haciendo inútil el mensaje esencial que nos dio ya en el primer instante en que se asomó a la ventana el pasado 13 de marzo cuando con su imponente silencio y recogimiento nos invitaba a asomarnos al cielo. Con toda sencillez, no se cansa de decir que nos necesita. También nosotros a él. Le agradecemos de todo corazón que haya suscitado ya tantas esperanzas en la Iglesia. Secundémosle. De ese modo, seguiremos a Cristo y le ayudaremos a revitalizarla. Será la muestra palpable de que ese incondicional amor que ya le profesamos, y que le vamos transmitiendo, es auténtico.

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Por Isabel Orellana, Martes 12 de Febrero de 2013

BENEDICTO XVI. EL PESO DE LA CRUZ

El 11 de febrero de 2013, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, forma parte ya de la historia de la Iglesia y del mundo, por ser la fecha elegida por un pontífice, tan amado como denostado según el prisma de que se trate, para presentar su renuncia. Una noticia impactante, inesperada, que ha dado la vuelta al mundo suscitando toda clase de emociones y comentarios. Para los católicos de pro un hecho conmovedor que sitúa a este papa en el frontispicio de la humildad y de la inocencia evangélicas. Si todavía existe alguien que dude de la grandeza de este hombre menudo, que tras sus rasgos de timidez esconde una fortaleza y temple admirables, hoy, el día después, debería comenzar a recapacitar y tomar en consideración el trasfondo que encierra una decisión de esta magnitud. Porque quien ha dado este paso no es una persona inconsciente, quejumbrosa y débil. Por el contrario, el que todavía es Vicario de Cristo en la tierra tiene tras de sí un bagaje espiritual, intelectual y humano que no puede traducirse con palabras, y del que ya ha dejado constancia fehaciente en su imponente trayectoria.

El tiempo, que todo lo pone en su sitio, juzgará con la objetividad que procede la gracia que comenzó a derramarse sobre la Iglesia el 19 de abril de 2005 cuando se convirtió en el 265 pontífice. Ese día el peso de la cruz comenzó a ser casi tangible para él. Simplemente el hecho de haber asumido nada menos que la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante décadas, misión que le ponía en el punto de mira de los críticos de turno por tratarse de un dicasterio que suscitaba abiertas reticencias, apuntaba en su contra. Estos censores de conductas ajenas, que con su acostumbrada miopía no supieron atisbar la hondura que le acompañaba, se limitaron a calificarle de forma tan sesgada como equívoca de conservador con acento peyorativo, hoy han modificado sin rubor su esta calificativo reemplazándolo por el de revolucionario. Lo señalaron como alguien alejado de la realidad y necesidades de su tiempo, y otras presuposiciones basadas en múltiples prejuicios. Todo ello, junto a la comparación con su predecesor el beato Juan Pablo II, fulgurante en su personalidad frente a la escasa notoriedad que se vislumbraba en él, parecía convertir su pontificado en una especie de losa. Incluso se apuntaba a su incapacidad para conducir la Iglesia por las vías que cada uno pensaba debía discurrir –pura osadía–, haciendo dudar de la eficacia de su labor pastoral antes incluso de que comenzara a ejercerla. Fueron errores de peso que enseguida quedaron descalificados.

Benedicto XVI, el brillante intelectual respaldado por un currículum de infarto, el sacerdote virtuoso y fiel a Cristo en todo momento, dio una gran lección al mundo con toda humildad y sencillez. Supo afrontar estas circunstancias adversas con ejemplar serenidad, delicadeza, sin conatos de rivalidad, envidias ni otros desmanes que ajenas intenciones y no buenas precisamente vertieron sobre él desde el primer instante. Ahí está su elegancia puesta de manifiesto en una cálida sonrisa con la que se asomó a su ventana, sonrisa que ha iluminado momentos de alta tensión y complejidad estos años, tras la cual difícilmente se hubiera podido vislumbrar la envergadura de la delicada misión que llevaba sobre sus hombros. Porque los gestos de este pontífice siempre han sido entrañables, cercanos, conciliadores, amables en cualquier situación, ponderados y dispuestos a acoger toda miseria con inmensa ternura. Si dudan de ello, busquen en las hemerotecas declaraciones e imágenes; examinen minuciosamente los pasos que ha dado. Los medios de comunicación acumulan millares de testimonios al respecto. Hoy día se cumple en gran medida el aserto evangelio cuando dice que todo lo oculto saldrá a la luz. El papa se ha extendido con tanta largueza y sencillez como naturalidad, todo lo cual en conjunto remite a la idea de una responsabilidad que hubiera podido parecer infinitamente más liviana de lo que realmente es y ha sido. Pero todo eso no le libera del peso de la cruz, compartida con Cristo, que ha cargado obedientemente sobre sus espaldas sosteniendo a la Iglesia.

En ese espacio recóndito, inviolable, en el que únicamente penetra Dios cuando la criatura se dirige a Él, el papa en su soledad, sin tener donde reclinar su cabeza, hincado de rodillas ante el sagrario, habrá meditado largamente y no sin dolor en esta ponderada resolución que debía tomar. Simplemente esta escena conmueve poderosamente aunque solo fuera por tratarse de alguien que por edad y vencimiento progresivo de las facultades  -ley de vida-, pero en toda su conciencia, conoce mejor que nadie la trascendencia de la misma. Si a eso se le añade su amor a la Iglesia que lleva clavada en lo más hondo de su ser no cabe duda de que el aguijón del sufrimiento que comporta pensar en los demás por encima de uno mismo ha debido tener cotas inmensas. Eso da idea también de la fragilidad que advierte en su persona y de la humildad con la que la ha afrontado aún sabiendo que es espectáculo para el mundo. Es un gesto humano, como también se ha destacado, de innegable valentía que merece todo respeto.

La historia extraerá las notas de una sinfonía de entrega ejecutada con indiscutible maestría por este esteta, sensible a la música y al arte, extraordinario maestro de la moral, este hombre de Dios que ha llevado a la Iglesia sosteniéndola firmemente por intrincados vericuetos sembrados de ocultas flaquezas humanas. Le ha tocado lidiar con dramáticas herencias que han tenido en los débiles uno de sus flancos y no le ha temblado el pulso para denunciarlas y ponerlas en mano de la justicia. Ha sido un clarividente teólogo que ha denunciado los errores y endebles puntos de vista de ciertas ideologías, un mártir de la ingratitud traicionado en su propio entorno, papa del perdón, un pontífice que ha tomado el testigo de su predecesor velando por la fe de los jóvenes que esperaban gozar de su presencia en Río de Janeiro y a través de las redes sociales inmediatamente le han respaldado y mostrado su cariño, un fecundo escritor que ha sabido acercar a las gentes sencillas los misterios de la fe. Preocupado por el devenir de la Iglesia y del mundo no ha dejado de nutrirnos con su oración y reflexión. Gran estratega del discurso genuino, riguroso, ha abordado cuestiones que muchos en su cortedad de miras no supieron entender como ha sucedido con intervenciones que hicieron correr ríos de tinta y fueron mal interpretadas hasta la saciedad. No soy yo quien va a volver ahora sobre ellas; son bien conocidas. Deja una sensacional herencia al pensamiento con textos magistrales, encíclicas, sermones, catequesis, numerosos estudios y ensayos diversos que nutren a los estudiosos de multitud de paraninfos académicos. De todo ello se habla ya y seguirá haciéndose al menos hasta que culmine el plazo que se ha impuesto, con infinidad de noticias y balances de lo que han dado de sí estos años al frente de la Iglesia. Pero siempre, no se olvide, habría que señalar al peso de la cruz a la que vive abrazado, hilvanada de renuncias y de sacrificios, de noches interminables de oración, jornadas cuajadas de sufrimientos personales y ajenos, éstos aún más dolorosos, y una suma de preocupaciones que se amontonan imprevisiblemente en su agenda cotidiana más las que un papa que está alumbrado por el Espíritu Santo conoce. Ha dado a la Iglesia este Año de la Fe como antes había dedicado otros a los sacerdotes, por ejemplo, y ha sido adalid de la nueva evangelización. Benedicto XVI nos ha amado y sigue haciéndolo. Simplemente por todo ello merece nuestra piedad y gratitud. No interpretemos como casualidad que haya elegido ese momento en el que se trataba de la canonización de nuevos miembros de la Iglesia para anunciar su renuncia porque este pontífice no ha dado ningún paso al azar. Queda abierto para la reflexión. También ha dejado para su sucesor fecundas vías abiertas en todos los frentes.

Hoy adquiere nuevo realce la modesta presentación que hizo de sí mismo cuando fue elegido pontífice:

“Queridos hermanos y hermanas: después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!”.

Comparándolas con las palabras que ha pronunciado para anunciar su renuncia se vuelve a constatar su humildad y pureza de corazón: “… he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado […]. Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos…”.

Escuchándole hablar así, no cabe hacer más comentarios. Aunque los analistas y la tromba de comentaristas salgan al paso haciendo sus particulares consideraciones en un compendio interminable de reacciones diversas, repito, la clave de su acontecer está en su ilimitado abrazo a la cruz, esa tras la que sigue pertrechado alumbrando al mundo. Es la señal, el signo indeleble de un hijo de Dios, del cristiano, del seguidor de Cristo.

Gracias, amado pontífice. Gracias, de todo corazón, por tanta dedicación y generosidad derrochadas sin nosotros saberlo, sin exigir nada a cambio, por tantos desvelos, por sostenernos con tu oración; gracias por habernos entregado lo mejor de ti, por haberte desgastado por Cristo y su Iglesia, y por seguir llevando sobre tus hombros el peso de la cruz… Te echaremos mucho de menos. Estamos siempre contigo.

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