martes, 13 de abril de 2010

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "


ROSTROS DEL AMOR

El amor, todos lo sabemos, en términos genéricos tiene infinidad de matices. Más aún cuando este amor se materializa en nombre de Cristo. Dentro de esta inmensa gama, hay uno que estos días llama la atención. Tiene que ver con la responsabilidad que se asume por las acciones de otras personas. Lo entenderemos si tenemos en cuenta que, humanamente hablando, los padres mientras que sus hijos son menores de edad, asumen los riesgos de los actos que realizan. No solamente la ley sino disciplinas como la pedagogía, sicología o sociología las señalan como “culpables” de gestos reprobables. A veces son punibles. Y aunque no lo sean, se quiere reconocer en ellos los signos de una mala educación, del abandono o falta de atención de los progenitores.

Digo “se quiere reconocer” a propósito, porque muchos casos de hijos díscolos han brotado en el seno de padres preocupados y atentos, de personas generosas que han sufrido un calvario al ver que no lograban entrar en vereda, como suele decirse, a quienes más amaban.

Pero si entendemos esta circunstancia que se produce en el seno de muchos hogares, deberíamos también comprender el dolor que se experimenta cuando se asume, en nombre de Cristo, la responsabilidad de otros. Es el caso del Papa Benedicto XVI, como lo ha sido antes de otros Pontífices. El Siervo de Dios Juan Pablo II pidió perdón en nombre de la Iglesia y no en una ocasión sino en muchas por distintos hechos ideológicos y humanos. Tuvo ese gesto de valentía como signo preclaro de su amor a la verdad. Desempolvó, podríamos decir, páginas de la historia por la que habían pasado ya siglos, como la condena de Galileo para poner en su lugar, como corresponde a los hombres de bien, que conocen y respetan la ciencia, que subrayan la importancia de esta disciplina y de la fe -tal era su caso- , aunque eso supusiera estar en el punto de mira de las críticas de quienes no saben ver el valor de esta virtud del perdón. Juan Pablo II no huyó de las murmuraciones ni se enredó en ellas. Y quienes contemplaron estos gestos a la luz de la objetividad de la verdad, aunque no fueran creyentes, los alabaron.

En estos tiempos el Papa Benedicto XVI, en esa cruz que conlleva su altísima misión como Vicario de Cristo, también ha afrontado la verdad de gravísimos hechos acaecidos en la Iglesia. Desde que lo ha hecho, han llovido sobre él y sobre la Iglesia un sinfín de reproches, de acusaciones y de críticas. Como el amor que profesa en Cristo no tiene acepción de personas, sufre inmensamente por las víctimas y por quienes las han cometido, aunque a muchos esto último les parezca increíble y sorprendente, además de injusto. El calvario particular del Papa es como el de esos padres que asumen la responsabilidad de otros por lo que él no ha realizado. Es así de simple y, a la par, así de trágico desde el punto de vista humano. Es muy fácil criticar cuando no se tienen ciertas responsabilidades y se deja a un lado el amor. Y es que el amor de Cristo, que es universal, redime, restaura, acoge, perdona… Eso sí, no justifica el mal. Tampoco desde aquí se justifica lo injustificable. Simplemente se llama la atención sobre ese rostro del amor que brota del Vicario de Cristo en la tierra, que encarna con dignidad el sufrimiento por sus hermanos, víctimas y verdugos, además de a toda criatura sencillamente porque es hija de Dios.

La justicia, lo que haya que hacer, el cómo y el cuándo en estos luctuosos casos es un tema distinto. Pero no podemos olvidar que la mirada de Cristo se dirige especialmente a los pecadores, a los enfermos, los que precisan cura… y que ese gesto de perdón lo asumió Él mismo de forma sublime e incomparable desde su cruz al exclamar: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen…”. Sólo recordar que los tronos de esta Semana Santa malagueña que han vuelto a llevar a la calle la Pasión del Señor y el dolor de María Santísima de lo que nos han hablado, una vez más, es del perdón, de la compasión y de la misericordia.