martes, 14 de diciembre de 2010

Por D. Jose Ignacio Munilla

Queridos hermanos:

El 8 de diciembre de 1965, el día de la Inmaculada, hoy hace cuarenta y cinco años, el Papa Pablo VI clausuró solemnemente el Concilio Vaticano II. Tres años atrás, Juan XXIII lo había inaugurado en la fiesta de la Maternidad de María. Como nos recordaba el Papa Benedicto XVI, el Concilio Vaticano II tuvo lugar entre esas dos fechas marianas: comenzó con la Maternidad de María y concluyó con la Inmaculada Concepción. No se trata de que se hubiese buscado la coincidencia de esas fechas para dotar de un bello marco a aquella asamblea eclesial. Así lo matizaba Benedicto XVI: “En realidad es mucho más que un marco: es una orientación de todo el camino del Concilio Vaticano II. Nos remite, como remitía entonces a los Padres Conciliares, a la imagen de la Virgen que escucha, que vive de la palabra de Dios, que guarda en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas (cf. Lc 2, 19. 51); nos remite a la “gran creyente” que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad; nos remite a la humilde Madre que, cuando la misión del Hijo lo exige, se aparta; y, al mismo tiempo, a la mujer valiente que, mientras los discípulos huyen, está al pie de la cruz”[1].

En efecto, el mismo Concilio, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium proclama a la Virgen María como “miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia” y “tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad” (LG 53). Al tiempo que recoge que la “Madre de Dios y del Redentor” fue “redimida de modo eminente en previsión de los méritos de su Hijo, unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble”. Éste es el Misterio de fe que hoy estamos celebrando llenos de alegría.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). Las palabras del Ángel que los cristianos meditamos cada día, al decirlas con la boca y con el corazón en el Ángelus, en el Santo Rosario y en la oración de la mañana o de la noche, contienen y anuncian la santidad de la Virgen María, Inmaculada desde su concepción. La Virgen es toda ella y desde siempre, santa, llena de gracia y de alegría. La alegría y la total santidad de la Virgen María tienen una misma raíz, un mismo origen, un mismo motivo: Dios, el tres veces santo, el sólo santo, el único santo. Es Dios Padre quien “en previsión de los méritos de Dios Hijo la eligió en la persona de Cristo, y la preservó de todo defecto, haciéndola sagrario de Dios Espíritu Santo” (LG 53), “por quien concibió y dio a luz a Jesucristo, que, por su sangre, nos ha obtenido el perdón de los pecados” (cf. Ef. 3,7).

En nuestra Diócesis, al igual que en las Diócesis de Bilbao y de Vitoria, el día de la Inmaculada se celebra también el Día del Seminario. Hoy celebramos esta fiesta con la particularidad de que uno de nuestros seminaristas, Robinson Arredondo, va a ser admitido como candidato para que próximamente reciba los ministerios laicales y pronto ya, las órdenes sagradas. Se trata de un joven de Medellín (Colombia), que se ha incorporado recientemente a nuestra Diócesis, una vez que terminó sus estudios de teología en su país, y que se encuentra entre nosotros, realizando un año de pastoral en la parroquia de Pentecostés de Irún, preparándose para su ordenación sacerdotal.

Los sacerdotes, como dice el Concilio Vaticano II, estamos ordenados a la santidad de vida en la vivencia intensa de nuestro ministerio, como “instrumentos en servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12), fomentando “la unión con Cristo en todas las circunstancias de la vida” (PO 18). El Día del Seminario, al tiempo que pedimos al Señor, por intercesión de la Virgen Inmaculada, nuevas vocaciones para el ministerio sacerdotal, le damos gracias por los cuatro seminaristas de nuestra Diócesis y le rogamos por todos ellos. Hoy, particularmente rezaremos a Dios por ti, querido Robinson, y le agradeceremos que nos muestre en tu persona la verdad de aquellas otras palabras del Concilio: “El sacerdocio de Cristo, del que los presbíteros han sido hechos realmente partícipes, se dirige necesariamente a todos los pueblos y a todos los tiempos y no está reducido por límite alguno de sangre, nación o edad (…). Recuerden pues los presbíteros que deben llevar atravesada en su corazón la solicitud por todas las Iglesias. Por tanto, los presbíteros de aquellas diócesis que son más ricas en vocaciones, muéstrense de buen grado dispuestos, con permiso o por exhortación de su propio Obispo, a ejercer su ministerio en regiones, misiones u obras que sufren escasez de clero” (PO 10). Que él bendiga abundantemente tu generosidad con el don de la fidelidad y de la alegría que la Virgen María proclama en el Magníficat.

También nosotros queremos cantar con ella, con las palabras del Salmo de la Liturgia de este día, “un cántico nuevo” que anuncie las maravillas que Dios ha hecho en nuestras vidas. ¡Hemos recibido tanto de Él! Todo lo hemos recibido de Él: Porque, ¿qué tenemos que no hayamos recibido? (cf. 1 Cor. 4,7). Dios nos ha llamado en Cristo a la santidad de la que la Virgen María participó plenamente desde su concepción, y nos la ha dado como Madre. Acojámonos bajo su amparo, para que vivamos como hijos suyos la comunión con la Iglesia. Como dice el Concilio, también la Iglesia, al igual que María, es madre, “mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y la Iglesia es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera” (LG 64).

La unión entre el misterio de la Iglesia y el misterio de la Virgen María destacada por el Concilio Vaticano II es para todos nosotros, en el 45º aniversario de su clausura un motivo de agradecimiento y una llamada de atención. Un motivo de agradecimiento por el Magisterio de la Iglesia, que se identifica a sí misma con la Virgen Madre, humilde y alegre. En palabras de Benedicto XVI, “María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación”[2].

Junto al agradecimiento, la llamada de atención, para que se evite blandir el Concilio Vaticano II como una bandera, más aún, a veces, como el palo de una bandera, de unos frente a otros. El Concilio Vaticano II no es propiedad de ninguna de las sensibilidades plurales que integran la Iglesia Católica. No puede emplearse para la división, sino para la comunión. Lo contrario sería incurrir en una manipulación de la realidad.

Con motivo del 40º aniversario del Concilio, Benedicto XVI hizo una distinción entre las dos “hermenéuticas” o “claves de interpretación” contrapuestas que han sido utilizadas para la comprensión del Concilio Vaticano II. Por una parte está la llamada hermenéutica de la “ruptura”: Según esta interpretación, el Concilio Vaticano II habría supuesto una ruptura frente a la tradición anterior de la Iglesia. En esta misma línea, quienes sostienen esto, suelen llegar a afirmar que el Magisterio posterior, así como el rumbo pastoral que los papas han marcado en el postconcilio ha supuesto una involución en el progreso de la Iglesia. Según ellos, estaríamos ahora en una etapa de involución… Como es un hecho incuestionable que los textos conciliares no dan margen alguno para sostener tales acusaciones, se han intentado fundamentar en que el “espíritu” del Concilio estaría desligado de su “letra”, llegando mucho más lejos que los “textos escritos”. Pero, es obvio que invocar un “espíritu” del Concilio al margen de su propia “letra”, es caer en un inevitable subjetivismo.

Por el contrario, el Papa habla de que la auténtica hermenéutica desde la que tenemos que entender y recibir el Concilio es la hermenéutica de “reforma”; es decir, el Concilio no supone una ruptura con respecto a la tradición anterior, sino una necesaria reforma, en continuidad con el Magisterio anterior y con el posterior al Concilio Vaticano II.

En este sentido celebramos hoy el 45º aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II; sabiendo que, “si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”[3]. En el Concilio Vaticano II encontramos la base necesaria para la comunión de cuantos conformamos la Iglesia.

Que nuestra Madre la Virgen María, concebida sin pecado, nos guíe en el seguimiento a Cristo, el Señor y nos guarde siempre en su santo servicio.



[1] Benedicto XVI, Homilía en el 40º Aniversario de la Clausura del Concilio Vaticano II, San Pedro en el Vaticano, 8 de diciembre de 2005.

[2] Benedicto XVI, Homilía en el 40º Aniversario de la Clausura del Concilio Vaticano II, San Pedro en el Vaticano, 8 de diciembre de 2005.

[3] Ibid.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes"

ADMINISTRAR EL SILENCIO

El silencio es una virtud que, como todas las demás, nos enriquece poderosamente. Es sinónimo de prudencia, de discreción, de respeto, de honor…, signo de una innegable delicadeza y atención hacia nuestro prójimo; un rasgo apreciable que en distintos momentos de la vida se agradece porque quien sabe callar a tiempo evita muchos disgustos y desatinos. A veces esta virtud brilla de forma particular porque no es fácil mantener la boca cerrada, por ejemplo, cuando sentimos que podemos estar siendo acusados de algo que no hemos hecho. En estas circunstancias, Santa Teresa de Lisieux, hizo de la huida victoria. No se excusó, no justificó nada, ni alegó razones para mostrar que no era culpable de la acción que se le imputaba. Creo que se comprende lo que debían costarle estos gestos de virtud si recordamos con qué facilidad nos apresuramos a replicar ante hechos de los cuales sí somos responsables.

La persona que sabe custodiar en su corazón lo que otro le ha confiado, es digna de alabanza. Se la estima especialmente por su silencio, su ecuanimidad y capacidad de comprensión. Aunque se vociferen en medios de comunicación las intimidades de cada cual, la inmensa mayoría no está dispuesta a develar a los cuatro vientos las debilidades personales y las de sus seres más cercanos. Cuando debe hablar de sí, elige la vía oportuna, que todos tenemos tenemos a mano.

Indudablemente, son incontables los matices que podrían glosarse acerca del silencio, que hemos de administrar convenientemente por el bien de todos. Pero, dejando sentadas estas breves notas acerca de la virtud, lo que no podemos permitir es que nadie secuestre nuestras ideas, que veten lo más grande que tenemos: nuestra fe. En estos casos, guardar silencio no es una virtud; es, por lo menos, un signo de cobardía y de desidia. Lo he dicho en distintas ocasiones en este blog, y seguiré haciéndolo. Tenemos que saber decir: ¡basta! Y defender con firmeza aquello en lo que creemos. Ante nuestra pasividad se destruye, se pone en solfa y muchos se mofan casi rozando la blasfemia en sus burdos y soeces ataques a la Iglesia. Ya está bien. Si la “creatividad” de una campaña a favor del preservativo, que es otra de las “lindezas” con las que nos hemos levantado estos días, incluye tanto desatino habrá que actuar. Y la forma no es rasgarse las vestiduras entre corrillos y comentarios que se esfuman fácilmente. Habrá que denunciarlo, porque en el fondo este silencio culpable, y por tanto no virtuoso, estará dejando que esa puerta que está abierta dé paso a un torrente de atropellos. Ya tenemos muchos mártires. Los cuerpos de los últimos masacrados por la fe hace unos días en Bagdad nos interpelan. Y la violencia, lo sabemos, engendra violencia. La lengua, como recuerda la carta del Apóstol Santiago (3, 1-12), es un arma de doble filo. De la misma boca, dice, “proceden bendición y maldición”. Bien, pues la publicidad con sus mensajes algunos explícitos y otros subliminares podemos decir metafóricamente que es esa especie de boca con la potencialidad de transmitir valores o de destruirlos. Es un instrumento poderosísimo hoy día porque se despliega con inusitada rapidez en Internet, y desde la que se puede instar a defender la paz y la concordia, o también a sembrar las semillas de la guerra en sus innumerables vertientes, que no sólo son políticas y militares.

Volviendo al ejemplo aludido anteriormente, los artífices de la campaña a favor del SIDA que puesta en marcha en Andalucía han proyectado un dardo pensado en una sociedad débil, enfermiza, en la que todo cuela, sin más. Que no relegue nadie nuestra fe a las catacumbas. En Roma, donde he pasado el mes de noviembre casi en su totalidad trabajando, la historia de los mártires salía a mi encuentro recordándome la bravura de los que no se doblegaron a las ideas que otros quisieron imponerles. Derramaron su sangre con gozo, con paz, con perdón, hablando de una forma incomparable, la mejor, la que más hondamente penetra: con su vida. Pensando en ellos y en las tantas personas que hacen entrega de ella anónimamente día tras día, vienen a mi memoria nuevamente las palabras de Cristo cuando dice que si nosotros callamos, gritarán las piedras (Lc 19, 40). Es hora de romper, esto es, de saber administrar, virtuosamente, el silencio.