lunes, 6 de diciembre de 2010

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes"

ADMINISTRAR EL SILENCIO

El silencio es una virtud que, como todas las demás, nos enriquece poderosamente. Es sinónimo de prudencia, de discreción, de respeto, de honor…, signo de una innegable delicadeza y atención hacia nuestro prójimo; un rasgo apreciable que en distintos momentos de la vida se agradece porque quien sabe callar a tiempo evita muchos disgustos y desatinos. A veces esta virtud brilla de forma particular porque no es fácil mantener la boca cerrada, por ejemplo, cuando sentimos que podemos estar siendo acusados de algo que no hemos hecho. En estas circunstancias, Santa Teresa de Lisieux, hizo de la huida victoria. No se excusó, no justificó nada, ni alegó razones para mostrar que no era culpable de la acción que se le imputaba. Creo que se comprende lo que debían costarle estos gestos de virtud si recordamos con qué facilidad nos apresuramos a replicar ante hechos de los cuales sí somos responsables.

La persona que sabe custodiar en su corazón lo que otro le ha confiado, es digna de alabanza. Se la estima especialmente por su silencio, su ecuanimidad y capacidad de comprensión. Aunque se vociferen en medios de comunicación las intimidades de cada cual, la inmensa mayoría no está dispuesta a develar a los cuatro vientos las debilidades personales y las de sus seres más cercanos. Cuando debe hablar de sí, elige la vía oportuna, que todos tenemos tenemos a mano.

Indudablemente, son incontables los matices que podrían glosarse acerca del silencio, que hemos de administrar convenientemente por el bien de todos. Pero, dejando sentadas estas breves notas acerca de la virtud, lo que no podemos permitir es que nadie secuestre nuestras ideas, que veten lo más grande que tenemos: nuestra fe. En estos casos, guardar silencio no es una virtud; es, por lo menos, un signo de cobardía y de desidia. Lo he dicho en distintas ocasiones en este blog, y seguiré haciéndolo. Tenemos que saber decir: ¡basta! Y defender con firmeza aquello en lo que creemos. Ante nuestra pasividad se destruye, se pone en solfa y muchos se mofan casi rozando la blasfemia en sus burdos y soeces ataques a la Iglesia. Ya está bien. Si la “creatividad” de una campaña a favor del preservativo, que es otra de las “lindezas” con las que nos hemos levantado estos días, incluye tanto desatino habrá que actuar. Y la forma no es rasgarse las vestiduras entre corrillos y comentarios que se esfuman fácilmente. Habrá que denunciarlo, porque en el fondo este silencio culpable, y por tanto no virtuoso, estará dejando que esa puerta que está abierta dé paso a un torrente de atropellos. Ya tenemos muchos mártires. Los cuerpos de los últimos masacrados por la fe hace unos días en Bagdad nos interpelan. Y la violencia, lo sabemos, engendra violencia. La lengua, como recuerda la carta del Apóstol Santiago (3, 1-12), es un arma de doble filo. De la misma boca, dice, “proceden bendición y maldición”. Bien, pues la publicidad con sus mensajes algunos explícitos y otros subliminares podemos decir metafóricamente que es esa especie de boca con la potencialidad de transmitir valores o de destruirlos. Es un instrumento poderosísimo hoy día porque se despliega con inusitada rapidez en Internet, y desde la que se puede instar a defender la paz y la concordia, o también a sembrar las semillas de la guerra en sus innumerables vertientes, que no sólo son políticas y militares.

Volviendo al ejemplo aludido anteriormente, los artífices de la campaña a favor del SIDA que puesta en marcha en Andalucía han proyectado un dardo pensado en una sociedad débil, enfermiza, en la que todo cuela, sin más. Que no relegue nadie nuestra fe a las catacumbas. En Roma, donde he pasado el mes de noviembre casi en su totalidad trabajando, la historia de los mártires salía a mi encuentro recordándome la bravura de los que no se doblegaron a las ideas que otros quisieron imponerles. Derramaron su sangre con gozo, con paz, con perdón, hablando de una forma incomparable, la mejor, la que más hondamente penetra: con su vida. Pensando en ellos y en las tantas personas que hacen entrega de ella anónimamente día tras día, vienen a mi memoria nuevamente las palabras de Cristo cuando dice que si nosotros callamos, gritarán las piedras (Lc 19, 40). Es hora de romper, esto es, de saber administrar, virtuosamente, el silencio.

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