viernes, 21 de agosto de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "

En busca de la inmortalidad

Entre tantos anhelos que comparten muchos seres humanos, podemos destacar el de la inmortalidad. Pero no me refiero exactamente a la conservación de la vida física por la que incontables personas suspiran, de ahí su esperanza en la criopreservación. Aludo hoy a un sentimiento plasmado en rasgos externos, tal vez no siempre conscientes, que lleva a muchos a expresar sus emociones o trasladar mensajes de calado distinto en lugares dispares: montañas, cortezas de árboles, piedras, las paredes tanto internas como las externas de cualquier edificio, puertas, mobiliario urbano, etc. Hasta puentes y torres, entre otros, han acogido la imtemperancia de un malogrado amor. Son trazos de inmadurez vestidos de premura. A fin de cuentas, la inconsciencia camina pareja a las prisas y éstas son malas consejeras.

Muchas de estas acciones, a veces punibles por agredir espacios públicos o bienes culturales, llevan una carga de notoriedad. ¿A quién le importa un corazón trazado con una flecha que señala dos nombres anónimos y va rubricado con una fecha determinada? A nadie. Puede que sus autores jamás regresen a ese lugar que consideraron idílico en un momento dado. Es muy posible que la fogosidad del sentimiento se disipe habiendo tatuado penosamente el mirador de un maravilloso paisaje o cualquier otro elemento natural elegido para tamaña ofensa pseudoliteraria. Con un mínimo de sensibilidad, nadie aplaudirá esa expresión. Por el contrario, ante la herida de un árbol, de la roca, la cavidad de una cueva, o de cualquier espacio, mostrará su contrariedad y lamentará la falta de respeto de sus congéneres.

Pero este afán de inmortalidad nos persigue. En la descendencia, porque en la prole más de uno ve prolongarse, junto a sus sangre, bienes, sueños y, por qué no decirlo, la memoria. Que alguien conserve recuerdo de uno, y que sea bueno, es algo que se espera de los hijos, además de los amigos, aunque no siempre sea así. Y aunque se cumpla este loable deseo, no hay que olvidar que la memoria suele alcanzar a lo sumo a tres generaciones, esto es, abuelos, padres e hijos. A los bisabuelos si acaso se les recuerda, es lejanamente, poco y mal.

También la creación literaria está teñida por este anhelo de trascender a la propia vida física., de dejar una huella en los demás. Escribir un libro es una de las tres acciones popularmente señaladas para ello. Las dos restantes son tener un hijo y plantar un árbol. En la actualidad y tal como están las cosas y todo lo que sabemos, hacer depender la inmortalidad de estas cosas es más que discutible. Trivializando al extremo el asunto, simplemente recordar que un hijo puede morir antes que los padres, que un árbol está expuesto a las inclemencias de la naturaleza y de la mano del hombre, y que un libro, a menos que se trate de alguien consagrado, tiene poco tiempo de vida y pasa a mejor vida, siendo triturado en la mayoría de las ocasiones, un concepto de inmortalidad en el sentido dado a esta reflexión que estuviese sustentado por estos vanos pilares se desmoronaría de inmediato y sin hacer ningún esfuerzo. En todo caso, habrá que personalizar, recordando que hay quienes han tenido un hijo que sí ha guardado memoria de ellos y ha trasladado a su descendencia ese sentimiento; que ha plantado un árbol que se ha conservado pasando el tiempo, llegando a ser, por ejemplo, centenario. Y que se ha escrito un libro que ha alcanzado fama mundial, como los clásicos de la literatura, por poner en un caso. Aún así, esa inmortalidad es pasajera.

Por mi parte, la única inmortalidad que conozco, junto a la de los grandes compositores y otros creadores universales, es la de los héroes, la de quienes han escrito con su vida páginas gloriosas de la historia. La de quienes han dado su vida por el bien de la humanidad. Muchos no han necesitado salir siquiera de sus hogares; no han destruido el patrimonio público, ni han tenido tampoco que escribir ningún libro. Entre ellos, unos tuvieron descendencia y otros no. Para alcanzar una fama inmortal que no persiguieron, jamás pensaron que plantar un árbol, aunque lo hicieran, sería una de las tres formas de alcanzar la trascendencia. Ésta no es simplemente un qué. Además, descansa en un quién, y ese desde toda la eternidad mantiene sus brazos abiertos para que nos unamos con Él.

domingo, 9 de agosto de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "

Contrastes

Para quien repara en lo que le rodea, de forma consciente y activa, los contrastes relativos a las personas, con sus diversas formas de entender la vida, (que está plagada de ellos) se convierten fácilmente en un instrumento pedagógico de gran interés. Uno de los transmisores directos de este paisaje contrapuesto encarnado por el ser humano son los medios de comunicación.

Recientemente, una cadena autonómica andaluza ha dedicado un programa a un tema antiguo, pero siempre candente: la sexualidad en los jóvenes, con dos vertientes bien diferenciadas. Durante 75 minutos las cámaras capturaron el apremio y la inquietud de jóvenes adictos al sexo, en conformidad con la corriente del momento, y el gozo y naturalidad de otros de similar edad que estiman y defienden la virtud de la castidad. Todo ello entretejido por la cotidianeidad de una comunidad religiosa, otro de los temas y nudo gordiano del programa, que mostraban signos palpables de la alegría y libertad que no puede dar este mundo. La frescura y delicadeza de la presentadora, que convivió con las hermanas de la Congregación, y su profesionalidad a la hora de plantear preguntas que forman parte del escenario familiar, y otras del pasado de las religiosas, la espontaneidad y sinceridad con la que cada una expuso sus sentimientos y vivencias, dieron al programa una calidad que escasamente suele prodigarse en estos medios. Además, nuevamente se pone de relieve que la visión que alguien proporciona acerca de un tema determinado, de los gestos de una persona, de las palabras que ha pronunciado, etc., tiene un poderoso alcance. Tanto la acogida como el desagrado que pueden suscitar, en gran medida dependen de la manera de enfocarlo y de presentarlo a la opinión pública.

La cuestión es que, con este escenario señalado, se ha dibujado un variado mosaico en el que cada uno de los protagonistas ha sido el verdadero narrador de la historia. Y en una síntesis, aunque sea apresurada, como habrán constatado quienes vieron el programa, los jóvenes que defendían el sexo a capa y espada, sexo genitalizado, no estaban bien centrados, lo cual quedaba agravado por su bajo nivel cultural. De todos modos, sabido que es que una buena formación intelectual no implica mayor moralidad. Cultura y moral, en la práctica, muchas veces aparecen enfrentadas. Pero sí es interesante señalar un prejuicio antiguo que acompaña a los defensores de la virtud. Se les ha tildado siempre de mojigatos, débiles, apocados, personas que están fuera de la onda, desenfocados respecto al escenario social en el que sus vidas se desenvuelven, como si fuesen extraños o espurios en relación al tiempo que les ha tocado vivir.

Nada más lejos de la realidad. Los jóvenes defensores de la castidad, seleccionados por el programa andaluz para dar testimonio de su vida, son como los demás. Su atractivo personal natural, indiscutible, aderezado por otros valores y cualidades fue ostensible en todo momento. Hombres y mujeres de distintas edades y estados (solteros, casados e incluso seminaristas a punto de ser ordenados), estudiantes universitarios, trabajadores, poetas y compositores, todos unidos por el mismo ideal. No es demagogia ni sutil intento de atraer a nadie por la fuerza a dejarse llevar por convicciones distintas de las que ya tiene. Es más sencillo que todo eso. El miedo maniata; no es liberador. El amor, sí. Las preguntas que formulaban las jóvenes al experto en sexualidad estaban cargadas de angustia. Temían a las consecuencias de sus actos y buscaban el modo de eludir las consecuencias de su irresponsabilidad. Algunas habían sido madres mucho antes de cumplir los veinte años y aunque en la exposición de su experiencia parecían desenfadadas, en el fondo sus respuestas eran huecas. No lograban encubrir el vacío estremecedor de una dejadez ya instalada en su corta existencia vital. Por el contrario, los jóvenes que habían sorteado de forma libre y voluntaria las dificultades que encontraron para mantener incólume su virtud por amor a las personas elegidas para realizar un proyecto de vida en común dentro del matrimonio, no destilaban amargura. Fueron sinceros y también naturales. Lo que se dice “llamar al pan, pan, y al vino, vino”. La fidelidad a algo o a alguien requiere un esfuerzo, de eso no hay duda. Estos jóvenes lo reconocieron. Pero lo que cuesta, no se olvide, es lo que más se ama y lo que mayor felicidad procura.