martes, 12 de abril de 2011

Por Mons. Munilla

Jesús, muerto y resucitado


El segundo libro publicado por Joseph Ratzinger bajo el título “Jesús de Nazaret”, nos está acompañando a muchos de nosotros como libro de cabecera, en este tiempo de Cuaresma. La tirada inicial de un millón doscientos mil ejemplares, da cuenta de la amplia acogida que esta obra ha recibido a nivel mundial, y nos permite prever el influjo beneficioso que pueda ejercer en la teología católica. En este artículo quisiera fijarme en dos de las principales afirmaciones que se contienen en esta obra:

Muerte redentora de Jesús de Nazaret
¿Cómo hemos de entender la afirmación de que “Jesús murió por nuestra salvación”? La explicación de la Redención de Cristo como el gesto solidario de un Dios que quiere compartir nuestra suerte y nuestro destino, es cierta, aunque claramente insuficiente. Además de esto, el amor de Cristo le lleva a ofrecer su vida al Padre por nuestra justificación, para obtener el perdón de nuestros pecados.
Benedicto XVI responde en su libro a una objeción frecuente contra el concepto de la “expiación” de nuestro pecado: ¿Detrás de la imagen de Jesús cargando con el peso de nuestros pecados, no se esconde la imagen desfigurada de un Dios cruel, que “exige” una expiación?... Pues bien, la respuesta de Ratzinger a esta objeción no puede ser más clarificadora: “Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo “bebe el cáliz” de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor.” (pág. 270).
Joseph Ratzinger ha realizado una gran aportación, al recordarnos una verdad olvidada en los últimos años, y sin la cual la Redención de Cristo queda devaluada, e incluso, reducida a la nada: Nuestra buena voluntad no basta para alcanzar la salvación. El hombre no es capaz de autorredimirse. La salvación eterna es un don que supera infinitamente nuestra capacidad, aunque requiera la colaboración de la libertad humana. Ha sido la obediencia de Cristo en la Cruz la que nos ha abrazado a todos, nos ha redimido, y la que nos ha elevado a la dignidad de hijos de Dios.

Historicidad de la Resurrección
La noticia de la resurrección de Cristo fue y continúa siendo piedra de escándalo. Benedicto XVI afronta en su libro un error extendido en los últimos años por la teología racionalista: la pretensión de explicar la resurrección de Cristo, desvinculándola de su cuerpo depositado en el sepulcro. Es decir, según esta teoría, se podría decir que Cristo resucitó, aunque se encontrara su cadáver (¡!). Se trata de un intento de explicar la resurrección de Cristo de forma ahistórica y desencarnada; que más bien parece confundir la resurrección con la inmortalidad del alma. Estas teorías son inaceptables desde la fe católica, y tienen su razón de ser en determinados prejuicios antropológicos, imposibles de compaginar con las afirmaciones de la Escritura.
Joseph Ratzinger fundamenta exegéticamente cómo en la Sagrada Escritura el anuncio del sepulcro vacío es inseparable de la noticia de la Resurrección. Más allá de los textos evangélicos tradicionales en los que se da cuenta del sepulcro vacío, Benedicto XVI reflexiona sobre nuevos pasajes. Por ejemplo, nos recuerda que en el discurso en el que San Pedro proclama la resurrección de Jesús, se contrapone de forma significativa la figura de David a la de Cristo: “David murió y fue sepultado, y su tumba se ha conservado entre nosotros hasta el presente” (Hch 2, 29). Es decir, la tumba del Resucitado permanece vacía, como no podía ser de otra forma; a diferencia de la de David, que espera la resurrección.
Además de los argumentos de exégesis canónica, el libro de Joseph Ratzinger también ofrece interesantes aportaciones de orden histórico-crítico. Un ejemplo de ello es el referente a la expresión “resucitó al tercer día”. Quienes sostienen que la resurrección de Cristo no afecta a su cuerpo sepultado, explican que la expresión “al tercer día” no hay que considerarla como un dato cronológico sino meramente teológico. Sin embargo, ¿cómo explicar que los judíos que siguieron a Jesús, dejasen de celebrar el sábado como día sagrado de descanso, para pasar a celebrar el domingo? Es impensable que se introdujese un cambio tan sustancial y novedoso, si no es porque el acontecimiento determinante de la Resurrección se hubiera producido el domingo, “al tercer día de la Muerte de Cristo”.
Paralelamente, añade Benedicto XVI: «Los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencia mística: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo (…) Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un “fantasma” o un “espíritu”, sino que tiene “carne y huesos” (cf. Lc 24, 36-43) » (pág. 312).
Es cierto que la Resurrección supera los parámetros de la historia humana, en el sentido de que es un acontecimiento trascendente, en el que la humanidad de Jesucristo es glorificada. Pero aunque la Resurrección supere la historia humana, tiene lugar dentro de la misma historia, dejando sus huellas en ella: la piedra corrida, el sepulcro vacío, las vendas en el suelo y los encuentros con el Resucitado.
La liturgia del segundo domingo de Pascua proclama el Evangelio de la aparición de Jesús resucitado a Santo Tomás, el “apóstol incrédulo”: “Trae tu mano y toca el agujero de mis clavos, y no seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20, 27). Este gesto es una de las muestras principales de la misericordia del Señor hacia nosotros. El Señor se deja ver y tocar por aquellos que lo habían abandonado. A pesar de que la naturaleza de un cuerpo resucitado es inalcanzable para nuestros sentidos, la misericordia del Resucitado le llevó a hacerse perceptible ante los apóstoles. Ellos, por ser “testigos del Resucitado” (cf. Hch 1, 22), son venerados como “columnas de la Iglesia” (cf. Ga 2, 9). ¡Deseo para todos que en esta próxima Semana Santa, nos acerquemos más a Cristo, viviendo con intensidad estos misterios de su Muerte y su Resurrección!

jueves, 7 de abril de 2011

Por PARROQUIA

DISCURSO SOBRE LA CONFESIÓN

A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
Benedicto XVI
(Vaticano, 25 de marzo de 2011)
Queridos amigos:
Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.
Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.
¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.
Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21, 5).
¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».
En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.

Por PARROQUIA

DISCURSO SOBRE LA CONFESIÓN

A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
Benedicto XVI
(Vaticano, 25 de marzo de 2011)
Queridos amigos:
Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.
Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.
¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.
Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21, 5).
¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».
En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.