martes, 15 de junio de 2010

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"

Una Iglesia viva

En la Iglesia siempre es tiempo de alegría. Las dificultades que debe afrontar en su peregrinaje no hacen sino abrir de par en par los ventanales que muestran el insondable amor del Padre; nada logra ensombrecerlos. Lo experimentamos todos los días: cúmulos de misericordia y compasión, derroches de ternura se esparcen a raudales por los rincones del alma, pese a la muchas debilidades que exhibimos. Eso nos ayuda a crecer y a ver la vida con ojos nuevos. En este paisaje vemos el valor de la misión que se lleva a cabo en la Iglesia.

En efecto. Los embistes que viene sufriendo en estos últimos tiempos –entre otras lecciones que nos está procurando, subrayadas fehacientemente por el Papa–, está dando lugar a que salgan a la luz hechos memorables, contemporáneos a nosotros, que sacuden nuestro corazón y conciencia. Hombres y mujeres diseminados por el mundo: sacerdotes, monjas, misioneros y misioneras trazan con sus generosas vidas una estela imborrable por el bien de los más necesitados. Se enfrentan a las dificultades llenos de esperanza y fortaleza. Una mayoría está en lo que se ha dado por llamar “Cuarto mundo”, por sobrepasar la miseria a la del denominado “Tercer mundo”. Son maestros de la sonrisa, heraldos de paz. En países de carencia su lenguaje no incluye la ambición ni hay resquicios para que penetre la avaricia. No hay quejas en sus miradas. El único ropaje que conocen es el de la gratitud y el amor.

De una de las misiones puesta en marcha hace unos años en la India por la Institución católica a la que pertenezco, recibimos dos cartas para alumnos de varios Institutos de Málaga que han respondido generosamente a una campaña que se efectuó en ellos en pro de la misma. El relato del día a día de medio centenar de niñas impresiona por lo mucho que se les está dando y la tragedia de la que se las ha rescatado. De no ser por esta labor silenciosa y cuajada de entrega que se viene realizando, habrían sido carne de cañón. Gente sin escrúpulos las habría vendido y destinado a la muerte después de haberlas sometido a los más infames abusos, o bien habrían sucumbido directamente en cualquier lugar inmundo extrayéndosele sus órganos, que irían a parar al mejor postor.

Esta labor, no exenta de muchos sacrificios, supone el abandono real, no teórico, de la propia vida en manos del Padre. Porque la cotidianeidad, con sus contingencias, les sale al encuentro. Y las dificultades que simplemente conlleva el grave deterioro de la maquinaria para el abastecimiento de agua, o el envejecimiento de los ventiladores precisos para hacer frente al sofocante calor, entre otras necesidades imperiosas, tienen un alcance completamente distinto en ese lugar que en países desarrollados como el nuestro. Allí la salud queda expuesta al tener que ingerir (y abonar) agua no desinfectada, y los escasos enseres que poseen y la propia vida corren peligro cuando, como es el caso, el deterioro de la estructura del edificio propicia la eventual entrada de extraños en él.

Viven mirando al cielo. Cada día es una aventura que acometen como un auténtico milagro, y así, poco a poco, van llegando las ayudas. Escasas, muchas veces, y justas para poder abordar a tiempo lo preciso. Eso requiere mucha fe y esperanza; una inmensa paciencia. Ellos no tienen repletos despensa y armarios, como nosotros, que hacemos acopio de manera compulsiva de enseres, “caprichos” que no solemos rentabilizar. Pero lo que van recibiendo lo han multiplicado con creces. Y hoy, muchas niñas, convertidas ya en mujeres, con el rostro iluminado por la sonrisa, prodigan sus atenciones a otros desfavorecidos, han completado sus estudios universitarios, han materializado su anhelo de ser médicos, y han determinado entregar también su vida a Dios como lo hacen los misioneros y misioneras que Él les puso en su camino. La Iglesia está viva.