viernes, 24 de junio de 2011

Por Isabel Orellana

Vanas promesas


Algunos pasquines de Málaga estaban revestidos hace unos días con el anuncio de una conferencia en la que se auguraba una felicidad “ilimitada”. Me sorprende que todavía haya quienes puedan asistir a esta clase de eventos creyendo que el gurú de turno va a solventarles su día a día. No existe nadie ni nada en el mundo que pueda otorgarnos una satisfacción “sin límites”. La felicidad es efímera y subjetiva. Lo que satisface a unas personas en un momento dado, no les dice demasiado o nada a otras. Incluso lo que en un instante nos produjo una sensación agradable y dichosa, puede que si se repite no se haga notar con esa fuerza en la que surgió la vez primera. Todos tenemos experiencia cotidiana de que el cumplimiento de los sueños y de las ilusiones que nos hemos forjado, una vez conseguidas dejan de atraernos o pierden interés. En este sentido, los seres humanos somos inconstantes; reemplazamos rápidamente unas cosas por otras. Y en ese mismo afán que se sucede de manera incesante no se encierra precisamente la felicidad. Se puede decir que pasamos por el mundo queriendo atrapar una dicha que se resbala de nuestras manos; se escapa a nuestro control. Y esa misma inquietud que en el fondo nos anima y mantiene vivos porque siempre hay una razón por la que luchar es muy positiva para muchos y quizá no tanto para otros, pero desde luego, no contiene ese concepto de felicidad promocionado en el anuncio aludido.

El problema no está en la felicidad, sino en prometer que van a darnos las claves para que sea “ilimitada”, porque esta extensión que, en teoría, se tendría que mantener como una constante en el tiempo es imposible que se dé en la realidad. Por desgracia, todos tenemos a nuestro alrededor personas conocidas y cercanas, familiares directos, amigos, compañeros, etc., que sufren por diversos motivos: problemas convivenciales, envidias, recelos, resentimientos, falta de trabajo, dificultades económicas, situaciones delicadas de salud y tantos otras circunstancias que hacen inviable esa supuesta felicidad se mantenga sin altibajos. Qué hacemos frente a las catástrofes, la hambruna y la guerra, tantos conflictos e injusticias que conocemos todos los días, ¿miramos hacia otro lado? Incluso quien tiene muchos bienes materiales, no siempre es feliz; es más, a veces ni siquiera lo es, porque la felicidad no está recluida en las posesiones. Así que, no hagamos promesas que no podemos cumplir. Sólo los incautos se dejan atrapar por ellas. Y con esa ingenuidad juega el sincretismo, porque de ahí proviene el anuncio del pasquín. Unas cuantas recetas, bien dosificadas, con una música adecuada y las velas de rigor pueden sumir en un sueño letárgico al común de los mortales haciéndole creer lo increíble. Después, cuando cada cual regrese a su casa, la cruda realidad le saldrá al encuentro, y entonces, ¿a quién puede reclamar?

Cualquier promesa que hagamos lleva aneja la exigencia. Todo cuesta, y aún más el amor que es el que, cuando se da a manos llenas, produce una felicidad que no se obtiene por otros medios, digan lo que digan estos “predicadores” de turno que posiblemente nunca introducirán expresiones como abnegación, sacrificio, entrega, donación, salir de uno mismo para pensar en los demás, etc. Si lo hicieran, desaparecería mucha de su audiencia. Si queremos hablar de una cierta dicha imperecedera solamente podemos utilizar estos términos y aún así mientras estemos en este mundo tendrá sus límites. Con todo, y pese a esta limitación, en lo más recóndito de nuestro corazón se va abriendo paso la esperanza y la fortaleza, todo lo cual nos anima a seguir acercándonos a otros para darles lo mejor que tenemos, algo que está al alcance de cualquiera: una palabra amable, un gesto de paciencia, la actitud de respeto, comprensión, confianza, y todos los valores que harían de nuestra convivencia un cierto paraíso. Pero no esperemos que caiga del cielo como un maná esa felicidad prometida y menos que sea “ilimitada” quedándonos con los brazos cruzados, aislados con nuestras tendencias y egoísmos, en una especie de burbuja que sólo abrimos para recibir y que cerramos a cal y canto cuando se trata de dar. Y no lo olvidemos, el gozo de quien se entrega tampoco es ilimitado, pero al menos va marcándole el sendero estimulándole para seguir creciendo en esa donación, que si aquí en la tierra es sumamente satisfactoria aunque tenga sus límites, apunta a una permanencia ilimitada en la vida eterna.
Se ha dicho en muchas ocasiones que cuando falta la fe o se le da la espalda, ese vacío se llena con cualquier cosa. El pasado 19 de junio de este año de 2011 el Papa Benedicto XVI ha vuelto a recordar los peligros que conlleva el hedonismo frente a la fe, que es su mayor riqueza y no la material, o los logros personales y sociales. Cuando asegura que la sustitución de los valores cristianos por otros sucedáneos conduce al fracaso, y deriva en tantas crisis familiares que afectan gravemente a los hijos, no hace más que destacar lo que sucede en realidad. Mientras muchos entornan los ojos esperando que se cumplan vanas promesas, las redes del vacío y de un deambular sin rumbo fijo van penetrando en los corazones, y en cualquier estamento de la sociedad, sea económico, científico, político, etc. Un movimiento de “indignados” se ha puesto en marcha y va in crescendo. Pues bien, sería insuficiente vociferar aunque sea pacíficamente, lanzar consignas fundamentadas en la realidad, o tomar otras medidas, sino se actúa “desde dentro”, con un compromiso personal bien asentado, cargado no sólo de razones, digamos objetivas, sino pertrechado de valores morales vividos. Cambia la sociedad si cada uno de nosotros lo hace, y para eso hace falta mucho más que salir a la calle, aunque sea conveniente y hasta necesario en ciertos momentos históricos, como el nuestro. El Papa ha subrayado las “rápidas transformaciones culturales, sociales y políticas, que han determinado nuevas orientaciones y han modificado la mentalidad, costumbres y la sensibilidad”, pero ha hecho notar también que hemos de ser “cristianos presentes, decididos y coherentes” ya que la tarea que tenemos por delante es delicada y exige de nosotros una entrega sin paliativos. Emulando al beato Juan Pablo II, que nos instó a movernos sin temor, recordemos que con Dios a nuestro lado lo podemos todo, teniendo presente que la vida no se llena con fáciles consignas, aunque suenen bien.

jueves, 19 de mayo de 2011

Por PARROQUIA

Los obispos españoles dan orientaciones, ante las elecciones del próximo domingo
Votar: derecho y obligación
Obispos de la Provincia Eclesiástica
de Madrid
(Ante las elecciones) los católicos han de
actuar según los imperativos de una con-
ciencia bien formada en los principiosde la
recta razón y del magisterio de la Iglesia,
de modo que puedan elegir aquella opción
que, según el propio criterio, se conforma
mejor al bien común. Es necesario tener
en cuenta los siguientes principios: El de-
recho a la vida debe ser eficazmente tute-
lado en todas las etapas de la existencia de
la persona, desde su concepción hasta su
muerte natural. (...) El derecho a la libertad
religiosa ha de ser también protegido. Lo
cual comporta la exigencia del respeto a los
lugares de culto y a los signos religiosos,
así como la tutela de la expresión pública
de las convicciones religiosas. (...) La fami-
lia ha de ser objeto de un reconocimiento
específico y de una promoción esmerada.
Y exige también que se facilite el acceso
a una vivienda digna y a un trabajo acorde
con las exigencias familiares, en particular,
a los jóvenes. Se ha de reconocer y proteger
el derecho de los padres a educar a sus hijos
de acuerdo con sus convicciones. (…) Se ha
de promover un orden económico justo, que
facilite el ejercicio de un trabajo justamente
remunerado y que prevea mecanismos de
atención especial para las personas a quie-
nes más afecta la crisis económica y laboral,
así como para aquellos que se encuentren
en situación de marginación o de especial
necesidad.
Obispos de Andalucía
Consideramos necesario extremar la exigen-
cia de los candidatos, renunciando a las des-
calificaciones gratuitas, y no dejándose llevar
por actitudes demagógicas. Una campaña se-
rena en los modos y expresiva en los conte-
nidos ayudará a que los ciudadanos decidan
mejor su opción política. La transparencia,
la imparcialidad en el servicio de la Admi-
nistración, el respeto de los derechos de los
adversarios políticos, el rechazo de los medios
equívocos o ilícitos para conquistar, mante-
ner o aumentar el poder a cualquier costo, la
respuesta a la realidad de la inmigración, del
paro, del desarraigo familiar, de las construc-
ciones abusivas, etc., son signos que podrán
ayudar a hacer el discernimiento responsable
que exige el acto de la votación.
Obispos de la Provincia Eclesiástica
de Santiago
Es necesario tener presente la vocación de
servicio, la honradez de conducta y la auste-
ridad de los candidatos, que les capaciten lo
mejor posible para hacer un uso equitativo y
solidario de los recursos públicos en benefi-
cio de todos. (…) Al elegir a los representan-
tes de los ciudadanos de entre los candidatos
que se presentan, (...) es necesario tener en
cuenta su posición ante los derechos de las
personas, el respeto a la vida en su desarrollo
e integridad, el ejercicio personal y social de
la libertad religiosa, la justicia y la transpa-
rencia de la gestión pública, la lucha contra
la corrupción, la promoción social de los más
pobres, especialmente de los marginados
y de cuantos carecen de trabajo; así como
la preocupación por la conservación de la
creación.
+ Jesús Sanz Montes,
arzobispo de Oviedo
Engañar al electorado demagógicamente tie-
ne consecuencias tremendas a la hora de en-
contrar cauces de solución a los problemas.
Tenemos ejemplos bien recientes, en donde la
mentira irresponsable ha ahondado una crisis
económica que afecta a un incontable número
de personas y de familias. Se trata de elegir a
quienes creíblemente pondrán remedio: con el
justo empleo de los recursos y la gestión de los
presupuestos; la defensa de la vida en todas sus
fases, y de la educación integral, no entendida
como cincel manipulador al servicio de una
ideología; la atención a los más desfavorecidos
y sus situaciones de desempleo y vivienda, a
nuestros jóvenes desencantados, a los ancia-
nos... Es hermosa y noble la dedicación a la
política cuando se entiende como un servicio
real a las personas reales.
+ Demetrio Fernández,
obispo de Córdoba
Un cristiano pide a los políticos que promue-
van la libertad religiosa en un Estado acon-
fesional, donde ninguna religión es la oficial,
pero donde se respeta el derecho de todo ciu-
dadano a vivir su propia fe y a expresarla in-
dividual o comunitariamente. La religión no
es un estorbo para la ciudadanía, es un factor
de convivencia y de progreso. Abogamos por
una laicidad positiva, que reconoce y respeta
la autonomía de la sociedad civil e incorpora
lo mejor de la religión a la convivencia. La
Iglesia católica no es un parásito, sino uno de
los principales bienhechores de la sociedad en
la que vivimos. Atender las necesidades de la
Iglesia no es ningún privilegio o reliquia del
pasado, es un derecho que tienen los bautiza-
dos, que no son ciudadanos de segunda clase.
+ Jesús García Burillo,
obispo de Ávila
Hago un llamamiento a los políticos, a fin
de que no sólo con palabras, sino con gestos
y respeto al contrario, muestren que buscan
el interés de la sociedad y no el personal o
de partido. Es preciso mantener una ética de
respeto a la persona, de veracidad y servicio
leal al pueblo, cuya confianza se pretende con-
seguir. En tiempo de elecciones no todo está
permitido para conseguir, al precio que sea,
el voto. Una campaña ha de ser veraz, sincera,
respetuosa y moderada, y ha de evitar el ocul-
tamiento o la deformación de la realidad. Los
electores no debemos votar por afinidades
viscerales, sino apoyando un determinado
programa de gobierno.
Participar de la vida pública no es sólo un derecho, sino también una obligación moral para los cristianos.
Por eso, numerosos obispos de toda España han dedicado sus Cartas pastorales a orientar a los fieles, ante
las elecciones autonómicas y municipales del próximo domingo, dando criterios para el voto, sin
pronunciarse a favor o en contra de ningún partido. Repetimos: a pesar de lo que afirman ciertas campañas
políticas y mediáticas, ningún obispo de España ha pedido que se apoye o se castigue a ninguna formación
concreta. Tras leer algunas de estas reflexiones, recuerde el famoso eslogan comercial: busque, compare...,
y obre en consecuencia

Artículo tomado de la Revista ALFA Y OMEGA

sábado, 14 de mayo de 2011

Por Mons. Munilla

Asignatura de Religión en la escuela y otros “telares”…

Esta conferencia puede ser escuchada y visualizada en youtube:
http://www.youtube.com/watch?v=2wf6FCdEbog


Mi intervención quiere versar sobre la asignatura de Religión en la escuela y sobre otros “telares” anexos… Mi intención es aprovechar al máximo esta ocasión que se me brinda, para hacer un alegato en defensa de la asignatura de Religión en el sistema educativo. Quisiera realizarlo de forma directa e incisiva, con el propósito de hacerme entender con claridad, y sin el más mínimo deseo de herir a nadie.

Las palabras que pronuncio no están pensadas ni expresadas en clave política, y no apuntan a ningún partido político concreto, sino que las dirijo a la conciencia de todos cuantos conformamos la sociedad vasca. Aunque, obviamente, soy consciente de que resultarán políticamente incorrectas, al chocar con una mentalidad laicista (con frecuencia, anticlerical) muy desarrollada en nuestro espacio socio cultural.

Aún a riesgo de ser acusado de alarmista, creo que debo empezar por poner el dedo en la llaga desde el principio: ¡No es justo lo que está ocurriendo con la asignatura de Religión! ¡La asignatura de Religión está padeciendo una agresiva estrategia de acoso y derribo! ¡La libertad de enseñanza y la misma libertad de conciencia están en peligro!

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Antes de abordar el tema de la asignatura de Religión de forma específica, me vais a permitir que describa brevemente esa mentalidad laicista a la que me he referido. Es preciso distinguir entre la laicidad positiva, y el “laicismo” que añade un componente excluyente y negativo con respecto a la sana laicidad. El problema radica en que se confunde laicidad con laicismo:

+ La laicidad del Estado y de las instituciones públicas, supone neutralidad ante las diversas creencias religiosas, y al mismo tiempo, colaboración con todas ellas en la medida en que contribuyan al bien común de la sociedad. El Estado debe reconocer el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos como un bien positivo para el individuo y para la sociedad; derecho que ha de ser protegido por los poderes públicos.
Por su parte, el Estado tiene el deber de discernir y colaborar, según el principio de subsidiariedad, con las iniciativas sociales impulsadas desde la sensibilidad religiosa o laica de los ciudadanos. En consecuencia, la laicidad rectamente entendida, es garantía de libertad, igualdad y convivencia.

+ Sin embargo, el laicismo, a diferencia de la laicidad, parte de unos supuestos bien distintos: el Estado laicista no reconoce la vida religiosa de los ciudadanos como un bien positivo para el individuo y para la sociedad, que deba ser protegido por los poderes públicos. Por el contrario, lo considera como una sensibilidad privada, solo tolerable en la medida en que no tenga pretensiones de impregnar la vida social o de influir en ella. Se da por supuesto que las religiones no pueden proporcionar un conjunto de convicciones morales comunes capaces de fundamentar la convivencia en una sociedad plural. Más bien, se parte del falso prejuicio de que las religiones son fuente de intolerancia y de dificultades para la pacífica convivencia.
En consecuencia, el laicismo entiende que la religiosidad debe ser recluida a la vida privada, y que ha de ser sustituida en el ámbito público por un conjunto de valores a modo de “señas de identidad” del estado democrático, sin referencia religiosa alguna.
De esta forma, una vez descartadas las convicciones religiosas en la vida pública, le correspondería al poder político configurar una nueva conciencia moral pública de los ciudadanos en sustitución de su conciencia religiosa.

Es claro, que esos presupuestos laicistas están llenos de falsos prejuicios y que son deudores de algunas de las leyendas negras que se han vertido contra el cristianismo; además de que desconocen la riqueza de la doctrina social católica. En realidad, la convivencia en una sociedad plural, no debe “dejar en el banquillo” o “poner entre paréntesis” los propios ideales y las propias convicciones de sus ciudadanos, para acoger una “ética común de estado”, impuesta desde la misma enseñanza. Por el contrario, los ciudadanos están llamados a encontrar en su propia conciencia religiosa, o en su visión laica de la vida, los fundamentos eficaces para el respeto a la libertad de los demás, actitudes de colaboración en la búsqueda del bien común, etc.

Citando a Mons. Fernando Sebastián, el futuro no puede estar en un “laicismo obligatorio”, sino en el diálogo honesto y sincero entre las religiones y con los sectores laicos. El cometido del Estado no es el de ser el formador de las conciencias de los ciudadanos, según un “mínimo común ético constitucional”.

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Y bien, hecha la explicación de lo que entendemos por laicismo, y por laicidad positiva o sana laicidad, paso a abordar directamente el título de esta conferencia: “La asignatura de Religión en la escuela”. Tal vez alguno podría matizarme diciendo que lo que está en discusión no es la clase de Religión en sí misma, sino solamente su presencia en la escuela pública. Pero creo que quien piense tal cosa se está equivocando. Me explico:

El laicismo anticristiano es astuto, y suele tener la “estrategia” de plantear sus objetivos por etapas: primero, despenalización del aborto en casos muy extremos y conmovedores; pasados unos años, cuando ya haya “madurado la conciencia social”, el aborto libre pasa a ser reconocido como un “derecho democrático”…; finalmente se termina por no respetar ni siquiera el derecho a la objeción de conciencia de quien no quiere ser copartícipe del aborto. He aquí un caso práctico del fenómeno que Benedicto XVI ha descrito con el término de “dictadura del relativismo”.

Pero no se asusten, que no es mi intención hablar aquí del aborto. Lo he citado simplemente como ejemplo y como método –¡espero que eficaz!- para reclamar la atención de quienes pudiesen estar un poco distraídos en este desayuno del “Fórum Europa, Tribuna Euskadi”...

En el caso de la clase de Religión, creo que está ocurriendo algo por el estilo: se empieza por poner todo tipo de “palitos” en las “ruedas” al estatus de la asignatura (evaluable o no evaluable; troncal o secundaria; con asignatura alternativa o sin alternativa; en horario escolar o extraescolar; etc, etc, etc); se sigue por reivindicar su exclusión del sistema público de enseñanza, en nombre de una malentendido concepto de “escuela laica”; y se terminará -a medio plazo- por forzar su salida del curriculum de la misma enseñanza privada concertada. Como he dicho al principio, la asignatura de Religión está sometida a un verdadero acoso… Lo que está en juego no es ya su inserción en el sistema público, sino su misma razón de ser en la enseñanza reglada.

Pero vamos a dejar de hablar por unos momentos de nuestros problemas. Ahora quiero expresar en positivo una serie de razones pedagógicas que fundamentan la necesidad y la razón de ser de la asignatura de Religión en el sistema de enseñanza:

1ª.- La clase de Religión es un derecho, no un privilegio: A base de tanta polémica sobre esta asignatura, algunos católicos pueden estar arrastrando una especie de complejo, como si hubieran logrado hacerles creer que la presencia de la clase de Religión en la escuela, es una reminiscencia del antiguo régimen en esta sociedad democrática. Muy al contrario: se trata de un derecho, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948): “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza –repito por si a alguno se le ha escapado el matiz: “¡por la enseñanza!”-, la práctica, el culto y la observancia”.
Nuestro marco constitucional reconoce también este derecho, como luego desarrollaré. Y no estaría de más, conocer en detalle cómo la asignatura de Religión tiene, en la actualidad, un tratamiento bastante más relevante en la mayoría de los países europeos que en España. En aproximadamente la mitad de los países europeos, la asignatura de Religión es obligatoria en el sistema educativo; y en la otra mitad, es de libre elección. Como podemos comprobar, insertar la religión en el ámbito escolar es, entre otras muchas cosas, una forma de “converger con Europa”.
Tampoco estará de más recordar que el dinero con el que se paga a esos profesores de Religión, al contrario de lo que parece desprenderse de algunas críticas contra la Iglesia, no sale del bolsillo particular de ningún gobierno, sino del de los propios padres de los alumnos, quienes pagan “religiosamente” los impuestos al Estado laico.

2ª.- La clase de Religión no es equiparable ni sustituible por la Catequesis: La asignatura de Religión está destinada principalmente a una formación intelectual, aún con la peculiaridad de ser confesional; mientras que en la Catequesis se procura introducir al alumno en el seguimiento personal de Jesucristo. Aun a riesgo de simplificar la cuestión, podríamos decir que la clase de Religión y la Catequesis se diferencian y se asemejan, de forma similar a como lo hacen el “conocer” y el “amar”.

3ª.- La clase de Religión ayuda a entender la cultura que hemos heredado: Un joven no podrá entender la pintura, la música, la escultura, la arquitectura, la filosofía, la historia, la política, el folclore, las tradiciones… en definitiva, sus propias raíces; si no conoce en profundidad los fundamentos de la religión católica. Y lo mismo cabría decir, en un nivel más genérico, de una comprensión mínima de las demás religiones, para poder asomarnos a esta “aldea global” en la que vivimos.

4ª.- La Religión ofrece una cosmovisión frente a la fragmentación del saber: Hoy en día existe una gran “parcelación” del saber humano, acompañada de una sobreacumulación de datos, tanto en las disciplinas científicas como en las humanísticas. Se trata de una fragmentación que ha contribuido notablemente al auge de una cierta crisis de identidad cultural, de valores, de certezas…
Con frecuencia se recurre a la simple explicación de que esa fragmentación es fruto inevitable de la especialización en el saber, olvidando que la exclusión del hecho religioso también nos está dificultando la integración de todos estos conocimientos en una sabiduría global de la existencia.

5ª.- La religión responde al sentido de la existencia: Una enseñanza global debe responder a las preguntas clave sobre el sentido de nuestra existencia. ¿De qué me sirve conocer la evolución del Universo, si nadie me explica por qué y para qué estamos en esta vida? ¿Cómo podemos fundamentar los derechos del ser humano sin dar razón de la diferencia esencial entre el animal irracional y el hombre racional? ¿Cabe hablar con optimismo de los avances científicos y de la sociedad del futuro, si no tenemos fundamentada nuestra esperanza en el más allá de la muerte?...

6ª.- Diálogo interreligioso: Somos sobradamente conscientes del grave problema que para la paz mundial representan los fundamentalismos. Cada vez vemos con más claridad que la estabilidad internacional, e incluso nuestra convivencia con un buen número de inmigrantes, necesita estar sustentada en el diálogo interreligioso. Ahora bien, sólo puede dialogar quien tiene conciencia y conocimiento de su punto de partida. De lo contrario, más que a una “alianza de civilizaciones”, estamos abocados a la desaparición de la nuestra.

7ª.- Educación moral: Está claro que una educación integral debe incluir la dimensión moral. De poco servirá la acumulación de conceptos en la enseñanza, si no existe un espacio específico en el que se eduque en comportamientos morales como la sinceridad, la solidaridad, la justicia, el respeto, la generosidad… He aquí otra dimensión esencial de la asignatura de Religión: la moral.

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Permitidme ahora insistir en el primero de los siete puntos a los que he hecho referencia: Estamos oyendo, una y otra vez, la retórica de que la existencia de la clase de Religión está fundamentada en un Concordato Internacional entre el Estado español y la Santa Sede; Concordato que ya estaría caduco… Sin embargo, se calla lo principal: el fundamento jurídico determinante de la presencia de la asignatura de Religión en la escuela, está en el artículo 27.3 de la Constitución Española: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Es decir, nuestra legislación reconoce que los padres tienen derecho a marcar la orientación moral y religiosa de la formación de sus hijos, y las autoridades tienen el deber de poner los medios para que esto se lleve a cabo.

El desarrollo plasmado en el Concordato del Estado español con la Santa Sede, sobre esta materia concreta de la asignatura de Religión, no hace sino vehicular el derecho reconocido por la Constitución Española. Tengo para mí, que una buena parte de quienes critican el Concordato de 1979 –obviamente, reconozco que también existirán posiciones críticas más matizadas-, tienen un problema de fondo inconfesable: se sienten incómodos con el artículo 27.3 de la Constitución, que reconoce el derecho de los padres a la educación moral y religiosa de sus hijos. ¡¡Cómo les gustaría poder derogarlo!! Da la impresión de que les falta la valentía suficiente para expresar abiertamente su ideología de partida: a medio camino entre el marxismo, el liberalismo y la ideología de género.

Hasta que tuvieron lugar las reformas educativas de la LODE y la LOGSE, la asignatura de Religión era evaluable y tenía la asignatura de Ética como alternativa de libre elección. La gran mayoría de los sectores sociales, entendían que aquélla era una solución pacífica y justa. Existía la posibilidad de elegir entre una enseñanza moral confesional o una ética aconfesional. La gran pregunta es: ¿Por qué se derogó algo tan razonable que funcionaba bien? Aquellas reformas hicieron que la enseñanza religiosa, abocara, en la práctica, a una lenta y progresiva agonía… Cada posterior retoque, ha supuesto otra vuelta de tuerca más, en orden a un progresivo arrinconamiento de dicha asignatura.

A finales del pasado año, recibimos una buena noticia, como fue el traspaso al Gobierno Vasco de las competencias en lo referente al profesorado de Religión de Primaria. Pero paradójicamente, la mejora del estatus de estos profesores de Religión, coincide con una situación límite de la asignatura de Religión en las aulas.

Hace pocas semanas los periódicos vascos publicaron diversos reportajes en los que algunos profesores de Religión, en un ejercicio de responsabilidad y valentía que quiero agradecer desde aquí, denunciaban las numerosas irregularidades que sufre la asignatura de Religión en el País Vasco: muchos centros ni siquiera la ofertan; se ejercen presiones sobre los padres que la han elegido; hay falta de seriedad en la asignatura alternativa a Religión; hay discriminación de los profesores de Religión en los centros, etc, etc. Recuerdo que todavía continuamos esperando la resolución definitiva del recurso judicial presentado por la Iglesia al “Decreto de Bachillerato de 2009 de la asignatura de Religión”, por el que se eliminó la asignatura alternativa a la Religión en la Comunidad Autónoma Vasca. Esto ha conllevado que la asignatura de Religión haya entrado en estado de coma en el Bachillerato…

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Me parece de rigor concluir haciendo una referencia a la toma de postura de la llamada Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos de Euskal Herria, contraria a que la asignatura de Religión pueda ofertarse en la escuela pública. La citada asociación ha realizado un sorprendente envío de cartas a los padres, pidiéndoles que no matriculen a sus hijos en la asignatura de Religión, de forma que esas horas puedan destinarse a otras materias obligatorias. Se trata de una presión para sacar la asignatura de Religión del horario escolar, y en definitiva, de la escuela pública. Al respecto quisiera hacer dos consideraciones:
En mi experiencia como obispo de Palencia, antes de ser destinado por el Santo Padre a la Diócesis de San Sebastián, fui testigo del siguiente fenómeno: En Castilla León la gran mayoría de los padres –el 80 % en Palencia- matriculaban a sus hijos en la asignatura de Religión, en la escuela pública; y sin embargo, las asociaciones de padres, al igual que en Euskadi, pedían públicamente la expulsión de la Religión de la escuela pública. ¿Cómo se explica esto? ¿Puede darse un dato más contradictorio?... Es obvio que tenemos que empezar por hacer una seria autocrítica: La tradicional pasividad de los católicos en el escenario de la vida pública, es corresponsable del avance del laicismo en nuestra sociedad. La participación de los católicos en la vida pública ha sido y es, notablemente inferior a la de los grupos laicistas… ¡Nosotros mismos hemos mordido el anzuelo de quienes han querido recluirnos al ámbito de las sacristías!
Pero, en segundo lugar, fijémonos en la situación de la Comunidad Autónoma Vasca, y partamos de la suposición de que dicha asociación de padres fuese verdaderamente representativa de la voluntad de los padres cuyos hijos están integrados la escuela pública de Euskadi. (No tengo datos para ponerlo en duda, pero permitidme que me limite a exponerlo como hipótesis). El derecho de una supuesta mayoría de los padres a que sus hijos no reciban clase de Religión, no puede impedir a la supuesta minoría católica la educación de sus hijos conforme a sus convicciones. Existe un adagio que dice: “Cuando no se respetan los derechos de las minorías; en realidad, es que no se respetan los “derechos humanos”, sin más”.

Creo sinceramente que nuestra sociedad necesita, como agua de mayo, un movimiento reivindicativo por la auténtica laicidad; la laicidad positiva y no excluyente. Una reivindicación que puede y debe ser sostenida tanto por los católicos como por los miembros de otras religiones; más aún, que puede y debe ser sostenida también desde posiciones laicas y agnósticas. Está en juego la naturaleza de la escuela pública, que tiene que ser de todos y para todos, y en consecuencia, ha de dar cabida a todas las visiones de la vida, una de las cuales es la religiosa.
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La cuestión jurídica ha ocupado una buena parte de mi exposición; pero no me cabe la menor duda de que las violaciones de los derechos en el ámbito educativo, son la punta del iceberg de la crisis del proyecto educativo. Cuando partimos de no saber quién es el hombre, es lógico que demos palos de ciego en los planteamientos pedagógicos.

Como signo muy positivo y esperanzador, me llama la atención la confluencia de diagnósticos entre personajes tan experimentados y tan complementarios como son Benedicto XVI y el dirigente de la Unión Europea Jacques Delors. El primero ha denunciado proféticamente en diversos foros la “emergencia educativa” en la que se encuentra Occidente. El segundo, plenamente consciente de esta realidad, elevó un informe educativo a la ONU en 2008, bajo el título “La Educación encierra un tesoro”, en el que habla de la importancia de superar la tensión entre lo material y lo espiritual.
En el citado informe, Delors establece cuatro finalidades de la educación: aprender a aprender, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. La síntesis de la educación, en la que se condensa todo lo demás es "aprender a ser"; esto es, que la persona se realice como tal, que alcance su propia identidad, para lo cual obviamente, es necesaria una educación integral. “Aprender a ser” exige desarrollar todas las dimensiones y facetas constitutivas de la persona.
Sólo cuando sabemos que venimos del amor y que volvemos a él, venciendo el sufrimiento y la muerte, es cuando podemos dar lo mejor de nosotros mismos con desinterés y alegría. ¡¡Por esto, reivindicamos la enseñanza religiosa!!

Por Isabel Orellana

“¡Mamá, apúntame como atea!”
Isabel Orellana Vilches

La exclamación que encabeza esta reflexión fue proferida ante su madre por una adolescente decepcionada por el trato dispar e injusto que percibe diariamente en el prestigioso colegio al que acude. Ella, como tantos alumnos de este país, constata que los compañeros que no han elegido cursar la asignatura de Religión, sustituyéndola por otra “alternativa”, obtienen mejores calificaciones sin tener que realizar ningún esfuerzo. Lo bueno es que esta adolescente tiene una madre afirmada en la fe que recibió de los suyos desde niña, y sabe bien que un creyente no acepta componendas de ninguna clase, y la ha animado a defender con valentía sus creencias pase lo que pase, aunque esa buena madre, sufra en silencio el penoso desagravio que su hija está padeciendo cotidianamente. Así son, o así están las cosas.

A determinadas edades no es fácil comprender los resortes de la injusticia, si es que esta puede ser entendida alguna vez. Y lo más cómodo en este caso sería dejar aparcadas las creencias equiparándose a quienes aparentemente no tienen nada que perder y sí mucho que ganar, al menos en la tierra. Admiramos a los héroes cuando son de papel. La heroicidad incorporada a la propia vida da cierto repelús. Significa caminar a contracorriente, y a eso no todo el mundo está dispuesto. El temor a perder lo que tenemos, la hegemonía que hemos conquistado, es demasiado fuerte y hay a quienes hasta les repugna. Sigue importando el “aquí y ahora”. Esto me conviene y esto no; puedo conseguir tal o cual cosa o puedo perderla. Cuestión de cálculo; puro pragmatismo. Todo lo contrario a lo que es la fe, que sintetiza el desprendimiento, se alimenta de la oración y es lo que nos hace libres. Pero, insisto: su defensa exige un precio que seguramente a muchos le parece excesivamente alto o tal vez ni siquiera se preocupan de planteársela. De todas formas, con tanta blandenguería en la sociedad parece que cada vez se piensa menos en el esfuerzo y triunfa la opinión de una mayoría que generalmente no sabe hacia dónde va.

Si ahora se estila ser ateo, pongo por caso, el éxito de quienes utilizan los medios que la Administración pone en sus manos para retractarse oficialmente de su fe, pidiendo el documento correspondiente que avale su ateísmo, recibe el aplauso. A eso se le llama libertad; es lo moderno, lo rompedor, una actitud que podría tildarse como novedosa y hasta valiente. Pero no. Esto es un error. La valentía como la libertad no se miden por el aplauso social. Y quienes enarbolan estos y otros valores están dispuestos a padecer la mofa, el juicio reprobatorio y hasta la repulsa de quienes no los comparten. Son estos los que tienen una personalidad arrolladora, que conmueve.

Volviendo a ver la vida del beato Juan Pablo II estos días, he podido constatar de nuevo que su sencillez ha sido una de las “armas” de su éxito mundial. Creció en la bondad, sin huir del esfuerzo, fortaleciéndose en la lucha en medio de una sociedad peligrosa que puso su vida al borde del precipicio, sin abjurar de su fe, viviéndola gozosamente en un estado continuo de oración. Y Dios hizo las cosas y cumplió en él Su voluntad creando el marco adecuado para que sobreviviese y además llegase a ser la figura histórica en la que se convirtió dándole gloria como Supremo Pastor de la Iglesia durante décadas. Sí, ya sé que hay incontables personas estupendas que no profesan la fe, pero hay siempre un elemento de infelicidad en ellas que jamás arrastran los hombres y mujeres que viven con ella.

Precisamente, el elemento festivo y gozoso de la fe, que con tanto carisma promovió el gran Pontífice entre los jóvenes, ha tenido estos días en Málaga dos de sus símbolos emblemáticos, que presidirán el próximo mes de agosto en Madrid, ante la presencia de S.S. Benedicto XVI, la magna Jornada Mundial de la Juventud. Era difícil sustraerse a la emoción suscitada por la marea humana, compuesta por toda clase de personas de distintas edades y condiciones que el pasado domingo, día 8 de mayo, seguían enfervorizadas la Cruz y el Icono de María por las calles de nuestra ciudad. Los vítores, aplausos, los cánticos y oraciones que se extendieron como un bello manto por todas sus esquinas.

La timidez que a lo mejor algunos pueden experimentar frente a la presión de otros en el aula, en la oficina o en esos foros donde las tesis “ateas” intentan abrirse camino, y se regodean con sus modestos y futiles triunfos, habían desaparecido. Y dieron paso a una explosión de júbilo memorable alzándose entre todos la ilusión y esperanza de los cientos de jóvenes que acompañaban estos emblemas en una jornada que no se podrá olvidar. ¿Quién hubiera osado provocarles diciéndoles que se declarasen ateos?, ¿quién podría convencerles de que van tras símbolos que tienen los pies de barro?... Lo que forma parte de nuestra vida no se puede derrocar; esa es la clave. No es lo que nos cuentan, lo que otros dicen, ni siquiera lo que hacen. Cuando la fe está anclada en el corazón de cada cual, y sigue cultivándola con la gracia de Cristo, no hay quien la derroque. Lo único preciso es tener la mente y el corazón abierto de par en par.

Quien se declara ateo ha echado sobre sí todos los cerrojos, o, al menos, así lo cree. Por eso no llega el “elemento mágico” que espera pueda dar sentido a la vida, como por ejemplo, asevera Woody Allen, con su sempiterno pesimismo, tras la presentación en Cannes de su último film Medianoche en París. El cineasta considera que ha captado ese “elemento mágico” en la película: “Es lo único que puede salvarnos –dice–. Estamos condenados a un final trágico del que no podemos escapar. Es el mismo final para todos. El único camino sería que algo mágico sucediese... pero no veo que ocurra. Si Dios existe y puede hacer algo, me sería de gran ayuda”. Lo está haciendo, Mr. Allen. Deténgase y no tenga miedo a mirarlo. Es lo que me gustaría decir también a esas personas que se lamentan de no tener fe, o que alardean de vivir sin ella. Entre otras cosas, comenzarán a entender por qué no queremos que nos apunten como ateos…

martes, 12 de abril de 2011

Por Mons. Munilla

Jesús, muerto y resucitado


El segundo libro publicado por Joseph Ratzinger bajo el título “Jesús de Nazaret”, nos está acompañando a muchos de nosotros como libro de cabecera, en este tiempo de Cuaresma. La tirada inicial de un millón doscientos mil ejemplares, da cuenta de la amplia acogida que esta obra ha recibido a nivel mundial, y nos permite prever el influjo beneficioso que pueda ejercer en la teología católica. En este artículo quisiera fijarme en dos de las principales afirmaciones que se contienen en esta obra:

Muerte redentora de Jesús de Nazaret
¿Cómo hemos de entender la afirmación de que “Jesús murió por nuestra salvación”? La explicación de la Redención de Cristo como el gesto solidario de un Dios que quiere compartir nuestra suerte y nuestro destino, es cierta, aunque claramente insuficiente. Además de esto, el amor de Cristo le lleva a ofrecer su vida al Padre por nuestra justificación, para obtener el perdón de nuestros pecados.
Benedicto XVI responde en su libro a una objeción frecuente contra el concepto de la “expiación” de nuestro pecado: ¿Detrás de la imagen de Jesús cargando con el peso de nuestros pecados, no se esconde la imagen desfigurada de un Dios cruel, que “exige” una expiación?... Pues bien, la respuesta de Ratzinger a esta objeción no puede ser más clarificadora: “Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo “bebe el cáliz” de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor.” (pág. 270).
Joseph Ratzinger ha realizado una gran aportación, al recordarnos una verdad olvidada en los últimos años, y sin la cual la Redención de Cristo queda devaluada, e incluso, reducida a la nada: Nuestra buena voluntad no basta para alcanzar la salvación. El hombre no es capaz de autorredimirse. La salvación eterna es un don que supera infinitamente nuestra capacidad, aunque requiera la colaboración de la libertad humana. Ha sido la obediencia de Cristo en la Cruz la que nos ha abrazado a todos, nos ha redimido, y la que nos ha elevado a la dignidad de hijos de Dios.

Historicidad de la Resurrección
La noticia de la resurrección de Cristo fue y continúa siendo piedra de escándalo. Benedicto XVI afronta en su libro un error extendido en los últimos años por la teología racionalista: la pretensión de explicar la resurrección de Cristo, desvinculándola de su cuerpo depositado en el sepulcro. Es decir, según esta teoría, se podría decir que Cristo resucitó, aunque se encontrara su cadáver (¡!). Se trata de un intento de explicar la resurrección de Cristo de forma ahistórica y desencarnada; que más bien parece confundir la resurrección con la inmortalidad del alma. Estas teorías son inaceptables desde la fe católica, y tienen su razón de ser en determinados prejuicios antropológicos, imposibles de compaginar con las afirmaciones de la Escritura.
Joseph Ratzinger fundamenta exegéticamente cómo en la Sagrada Escritura el anuncio del sepulcro vacío es inseparable de la noticia de la Resurrección. Más allá de los textos evangélicos tradicionales en los que se da cuenta del sepulcro vacío, Benedicto XVI reflexiona sobre nuevos pasajes. Por ejemplo, nos recuerda que en el discurso en el que San Pedro proclama la resurrección de Jesús, se contrapone de forma significativa la figura de David a la de Cristo: “David murió y fue sepultado, y su tumba se ha conservado entre nosotros hasta el presente” (Hch 2, 29). Es decir, la tumba del Resucitado permanece vacía, como no podía ser de otra forma; a diferencia de la de David, que espera la resurrección.
Además de los argumentos de exégesis canónica, el libro de Joseph Ratzinger también ofrece interesantes aportaciones de orden histórico-crítico. Un ejemplo de ello es el referente a la expresión “resucitó al tercer día”. Quienes sostienen que la resurrección de Cristo no afecta a su cuerpo sepultado, explican que la expresión “al tercer día” no hay que considerarla como un dato cronológico sino meramente teológico. Sin embargo, ¿cómo explicar que los judíos que siguieron a Jesús, dejasen de celebrar el sábado como día sagrado de descanso, para pasar a celebrar el domingo? Es impensable que se introdujese un cambio tan sustancial y novedoso, si no es porque el acontecimiento determinante de la Resurrección se hubiera producido el domingo, “al tercer día de la Muerte de Cristo”.
Paralelamente, añade Benedicto XVI: «Los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencia mística: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo (…) Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un “fantasma” o un “espíritu”, sino que tiene “carne y huesos” (cf. Lc 24, 36-43) » (pág. 312).
Es cierto que la Resurrección supera los parámetros de la historia humana, en el sentido de que es un acontecimiento trascendente, en el que la humanidad de Jesucristo es glorificada. Pero aunque la Resurrección supere la historia humana, tiene lugar dentro de la misma historia, dejando sus huellas en ella: la piedra corrida, el sepulcro vacío, las vendas en el suelo y los encuentros con el Resucitado.
La liturgia del segundo domingo de Pascua proclama el Evangelio de la aparición de Jesús resucitado a Santo Tomás, el “apóstol incrédulo”: “Trae tu mano y toca el agujero de mis clavos, y no seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20, 27). Este gesto es una de las muestras principales de la misericordia del Señor hacia nosotros. El Señor se deja ver y tocar por aquellos que lo habían abandonado. A pesar de que la naturaleza de un cuerpo resucitado es inalcanzable para nuestros sentidos, la misericordia del Resucitado le llevó a hacerse perceptible ante los apóstoles. Ellos, por ser “testigos del Resucitado” (cf. Hch 1, 22), son venerados como “columnas de la Iglesia” (cf. Ga 2, 9). ¡Deseo para todos que en esta próxima Semana Santa, nos acerquemos más a Cristo, viviendo con intensidad estos misterios de su Muerte y su Resurrección!

jueves, 7 de abril de 2011

Por PARROQUIA

DISCURSO SOBRE LA CONFESIÓN

A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
Benedicto XVI
(Vaticano, 25 de marzo de 2011)
Queridos amigos:
Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.
Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.
¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.
Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21, 5).
¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».
En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.

Por PARROQUIA

DISCURSO SOBRE LA CONFESIÓN

A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
Benedicto XVI
(Vaticano, 25 de marzo de 2011)
Queridos amigos:
Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.
Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.
¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.
Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21, 5).
¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».
En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.

martes, 29 de marzo de 2011

Por Mons. Munilla

Quisiera hacer una exposición sencilla y humilde, que no pretende abordar sistemáticamente el tema de la familia, sino sólo ofrecer una serie de intuiciones que me gustaría compartir con vosotros. Posteriormente, en un clima de plena confianza, me gustaría que tuviésemos tiempo para hablar, y para que podáis presentar a vuestro obispo las dudas y otras cuestiones que os parezcan pertinentes.

Más allá de este encuentro de pastoral familiar, por lo que a mí respecta, también es importante presentarme como obispo. Soy consciente de que en la Iglesia cargamos sobre nuestros hombros muchas imágenes distorsionadas y antipáticas; y la única forma que se me ocurre de poder sanarlas, es tener encuentros como éste en el que estamos ahora mismo; escucharnos mutuamente, hablar con sencillez y libertad, comprobar que no tenemos "cuernos", e ir avanzado en la vida de la Iglesia. Yo quisiera que tuviéramos esa santa confianza de comunicación y que nadie piense que el plantear ciertas cuestiones pueda ser inoportuno. Estamos en familia y, precisamente, vamos a hablar de la familia.

Mi punto de partida es la afirmación de que la Iglesia tiene una preocupación muy especial por la familia. Muchas veces hemos expresado la convicción compartida de que difícilmente vamos a poder transmitir la fe a las nuevas generaciones, a los niños, a los jóvenes, si no contamos con la familia, como el lugar "natural" para la evangelización. Es imposible transmitir la fe a una tercera generación, teniendo que pasar por encima de la segunda. ¡Muy difícil! En torno a la familia nos jugamos el futuro de la Iglesia y hasta de la misma sociedad. Más aún, como decía Juan Pablo II: "En torno a la familia y a la vida se libra el principal combate por la dignidad del hombre".

Es verdad que, afortunadamente, la familia es una institución muy valorada. Cuando se hacen por ahí encuestas, la gran mayoría afirma valorar mucho la familia; pero al mismo tiempo se va derivando hacia un concepto de familia "difuso". La familia ha pasado a ser para muchos el lugar en que recibimos una acogida confortable, cómoda, el "txoko" en el que sentirse afectivamente a gusto... Sin embargo, queda en el olvido, o muy en segundo lugar, el hecho de que la familia es también el lugar de transmisión de los valores y de la educación moral. Se produce esta paradoja: la familia es muy valorada, pero al mismo tiempo está inmersa en una gran crisis moral. Este riesgo existe.

No creo que os descubro el Mediterráneo, si digo que en nuestra cultura lo que prima, lo que está en alza, es la concepción autónoma del hombre; un hombre libre, independiente, que piensa: "a mí, que nadie me diga lo que tengo que hacer"; con una concepción de "liberación" en la que parece que el hombre más maduro es aquel que no depende de nadie.

Se trata de una concepción de "autonomía" y de "libertad" que no se compagina fácilmente con la vocación de la familia. Nosotros creemos que el valor supremo no es tanto la independencia del hombre, cuanto su "comunión". El hombre maduro no es el más independiente o el más aislado frente a los demás, sino todo lo contrario.

Por lo demás, recordemos que nosotros, los creyentes, creemos en un Dios que es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios no es un ser individual, sino que Dios es familia. Y esto no es algo baladí. El hecho de que Dios sea Padre, Hijo y Espíritu Santo quiere decir que a los hombres nos ha creado con el sello de la familia; nos ha creado con una vocación a la comunión. Dicho de otra manera: no es que Dios nos crease como individuos y luego se nos ocurrió juntarnos en familias. Eso de unirse en familias no es una construcción cultural, como dicen algunos, o una invención de las religiones, sino que, muy al contrario, está inserto en nuestro ser, en nuestra personalidad; es inherente a nosotros, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios que es familia. Éste es el punto de partida, y desde aquí quiero comenzar: nosotros, por creación, no somos "individuos" sino "personas" en comunión.

Desde este punto de partida, os quiero ofrecer siete claves, tal vez un poco desordenadas, que no pretenden otra cosa que hacernos reflexionar, de forma que nos ayuden a examinar la "salud" de nuestra vivencia familiar.



1. Primera clave: el sacramento del Matrimonio es un camino para la unión con Dios.

Se trata de recordar y revivir este principio básico: El matrimonio es una vocación para la unión con Dios. Obviamente, también lo es para la unión del hombre y la mujer... Pero es que resulta que en nuestro subconsciente, está presente el concepto de que el sacerdocio o la vida religiosa, son el camino para la unión con Dios (el sacramento "religioso"); mientras que el sacramento del matrimonio sería algo así como el sacramento "no religioso", el sacramento -digamos- "mundano". Los religiosos y los sacerdotes serían aquellos que apuestan por la unión con Dios, mientras que en el sacramento del matrimonio la apuesta sería distinta, no explícitamente para la unión con Dios. Partimos así de una imagen equivocada que hemos de purificar. Porque, en realidad, subamos a un monte por una ladera o por otra -hay muchas laderas para subir al monte-, al final llegamos al mismo pico, a la misma cumbre. Y de esto tenemos que convencernos: el sacerdocio, la vida religiosa y el matrimonio s
uben a la misma meta, y son caminos de una vocación a la unión plena con Dios.

Ocurre quizás que en el matrimonio, en la vida de familia, existe un innegable riesgo de quedar absorbido por muchos problemas a lo largo del "camino": los agobios, la hipoteca, los niños, enfermedades, colegios, trabajo, etc. El riesgo del matrimonio y de la familia es quedarse inmerso en estas preocupaciones, olvidándose de la "meta" a la que nos dirigimos. Por el contrario, el riesgo más inmediato del sacerdocio o de la vida religiosa, no es tanto el de olvidar la meta a la que nos dirigimos... (¡Tendría delito!, como se dice popularmente, que los sacerdotes y religiosos nos olvidásemos de que Dios es nuestra meta). El peligro principal, en nuestro caso, suele ser el de configurar nuestra vida como si fuésemos unos "solterones". (Que me perdonen los solteros, porque utilizo la expresión en un sentido negativo). Me refiero al riesgo de buscar un estatus de vida acomodada, a no entregar plenamente la vida, a no vivir enamorados de la vocación que Dios nos ha dado; a ser una
especie de "funcionarios acomodados" (¡y que me perdonen también los funcionarios!).

Pongo un ejemplo para iluminar lo anterior: Cuando los sacerdotes visitamos a las familias, -a mí siempre me ha gustado mucho en mi vida sacerdotal visitar a las familias- te invitan un día a cenar, y ves lo que es una familia con todos sus niños. Y ves que en una familia hay una entrega plena, y no hay "tregua", los niños lo piden todo, y los padres no tienen nada para sí, ni un metro cuadrado ni un minuto para sí mismos, no se poseen en propiedad, son totalmente para darse entre ellos y para darse a los niños. Y, ¡cómo no!, te llama profundamente la atención esa experiencia que comparten contigo. Uno sale de esa visita admirado de cómo ellos han entregado su vida totalmente, y cuestionándose si nosotros, los sacerdotes, actuamos con la misma generosidad: ¿Voy a poner límites a mi servicio sacerdotal, reduciéndolo a unas horas de despacho, o a unas circunstancias o momentos limitados? Obviamente, los sacerdotes y religiosos tenemos el riesgo de plantearnos la vida como un so
lterón; y, por ello, la vida de plena entrega en el seno de la familia, es un estímulo muy grande para recordar que Dios también nos ha pedido y nos ha ofrecido, a través del celibato, un corazón esponsal de plena entrega.

Y al revés, un sacerdote, un religioso, le recuerdan a la familia que su camino es camino de unión con Dios, que no están únicamente para solucionar los problemas de esta vida, que son muchos; sino, que en medio de todo eso, están caminando, están peregrinando hacia la misma meta que el sacerdote y el religioso: Dios. Quiero decir con esto que nuestras vocaciones, todas ellas, se complementan y se iluminan unas a otras. Mi primera consideración es ésta: recordad que el matrimonio, la familia, es una vocación para llegar a Dios, para llegar al Cielo.



2. Segunda clave: el amor de Jesucristo.

No olvidéis que en el momento de vuestra unión matrimonial, la Iglesia os recordó que el amor de Cristo ha de ser vuestro modelo de amor. El matrimonio cristiano es amarse en Cristo. Se dijo en la celebración del sacramento: "Juan, ¿te entregas a Carmen como Cristo se entregó a su Iglesia?", Y lo mismo a la esposa: "¿Te entregas a tu esposo como Cristo se entregó a su Iglesia; como la Iglesia se dejó amar por Cristo?" Por lo tanto, nuestro modelo de amor es Jesucristo, y esto no es ninguna consideración poética: uno ama dependiendo de qué modelos, de qué referencias tenga. Nuestra "referencia" y nuestra "fuente" es Jesucristo, su estilo de amor, de entrega, de donación, de "amor crucificado". Y esto nos debe ayudar para sanar el concepto de amor meramente "romántico" que existe en nuestra cultura.

Ya sé que algunos podríais replicarme que nuestra cultura no es precisamente muy romántica. ¡Es verdad! Muy al contrario, existe una falta de finura y delicadeza muy patente. Pero sí creo que nuestra cultura es "romántica" en cuanto a su concepción del amor, reducido a mera emotividad, confundido con los impulsos y sentimientos más superficiales. ¡El amor es reducido fácilmente a lo emocional! Y para justificar la infidelidad en el amor, se aduce con frecuencia que tenemos que ser sinceros con nuestros sentimientos, con nuestras emociones; y que el amor es "cambiante". Con el paso de los años, se afirma que se ha perdido la "chispa" del amor, y que, en consecuencia, hay que buscar "la química" en otro lado...

Por desgracia, este concepto "romántico" de amor está muy extendido; y si no, basta fijarse con un poco de detalle en las letras de las canciones de moda, o en los modelos que se presentan en las series de televisión, en el cine... El amor se reduce fácilmente a lo emotivo. Pero claro ¿qué ocurre? ¡Que eso no se corresponde con la verdad antropológica del hombre y de la mujer! Es verdad que el amor afecta a lo emocional, pero lo supera...

Por cierto, esto es aplicable a todas las vocaciones, también a los sacerdotes y a los religiosos. No penséis que un sacerdote cuando celebra la Misa lo hace siempre con la máxima emoción y sentimiento. Hay mañanas en que te tienes que pellizcar un poco para no dormirte; en las que no estás, precisamente, lleno de devoción... Las personas consagradas a Dios también tenemos muchos momentos en los que vivimos nuestra relación con Dios en "sequedad". Algunos días no sentimos nada en la oración; pero en otros momentos Dios nos puede conceder una gran intimidad y un gran gozo en la relación con él... Es decir, no es lo mismo la fe, que el sentimiento de la fe: uno puede tener una fe muy firme, llena de afectos y emociones; pero también puede ser muy firme su fe, a pesar de que no sienta nada y carezca de afectos.

En lo que respecta al amor de pareja "romántico" (en el sentido al que me refería antes) me atrevería a afirmar que detrás de él se esconde la inmadurez: En vez de ser la razón y la voluntad las que gobiernan nuestra vida, son más bien los sentimientos y las emociones los que se acaban imponiendo y nos acaban arrastrando... La madurez se da cuando es la razón la que ilumina la voluntad, y ésta ilumina los afectos. Por el contrario, la inmadurez es patente cuando dejamos que las emociones se impongan a la voluntad, y la voluntad a la razón.

Por ejemplo, puede ocurrir con facilidad que a lo largo de nuestra vida matrimonial o de nuestra vida consagrada, nos sobrevengan sentimientos y emociones hacia otras personas, contradictorios con nuestro compromiso de vida. ¿Y cómo deberemos actuar en ese caso? Pues obviamente, tendremos que saber decir: "Oye, para el carro, que esto que se me ha pasado por el corazón es totalmente contradictorio con la fidelidad a mi matrimonio, o con la fidelidad al sacerdocio". Ya sé que lo que he dicho entra en contradicción con la cultura "romántica" que da vía libre a las emociones, pero es que sólo el hombre y la mujer maduros, son capaces de ordenar sus afectos. Y esto no es "reprimir" nuestro mundo afectivo, como muchos dirían; sino más bien "gobernarlo".

Dicho de otra manera, amar no es sólo sentir; amar es "querer querer". Ya sé que esto que digo es un tanto "políticamente incorrecto", pero es así: ¡amar no es sólo sentir, amar es querer querer! No es sólo el amor el que hace durar el matrimonio, sino que también es el matrimonio el que hace durar el amor. El hecho de estar casado, de haber tomado una "determinada determinación" de entregar la vida en el matrimonio, obviamente, preserva el amor, en medio de muchas fluctuaciones o crisis que podamos tener a lo largo de nuestra vida. Y es que, a pesar de que la vida es corta, a su vez, es lo suficientemente larga como para que en ella tengamos que acometer numerosas crisis y pruebas. No conozco a ningún matrimonio que nunca haya tenido momentos de crisis... La vida es corta pero, ¡da para mucho!

Supongo que os sonará la expresión que dice: "Hay que quemar las naves". Pues bien, tiene su origen en un episodio histórico. Allá por el año 335 a.C., Alejandro Magno se disponía a conquistar Fenicia. En cuanto él y sus hombres llegaron a las playas, desembarcaron y se encontraron con que Fenicia estaba perfectamente defendida, con unas murallas que parecían inexpugnables, con muchos más defensores que atacantes. Y, claro, los capitanes de Alejandro Magno le dijeron: "Vámonos de aquí, que no hay nada que hacer. Ya volveremos en otro momento". Entonces fue cuando Alejandro Magno pronunció la famosa orden: "Quemad las naves"... Y, ante el estupor de los soldados, las quemaron. De esta forma, se encontraron entre la playa y las murallas de Fenicia, sin posibilidad de volver atrás: "Ahora, o conquistamos Fenicia, o aquí terminan nuestros días". Y, claro, ¡conquistaron Fenicia! No cabe duda de que la conquista fue posible porque las naves habían sido quemadas; de lo contrario, e
n el fragor de la lucha, fácilmente hubiesen caído en la tentación de retroceder y de huir... Algo de esto pasa también en la vida matrimonial cuando uno es consciente de que amar no solo es sentir emociones; sino que también es "querer querer". De esta forma, los problemas se cogen por los cuernos, sin huir ni escapar de ellos.

Soy plenamente consciente de que el amor matrimonial maduro no está desligado de los afectos y sentimientos. Por el contrario, la afectividad y la sexualidad han de estar educadas e integradas en la vocación al amor. Pero claro, las crisis sobrevienen, y especialmente, en esos momentos es fundamental nuestro modelo y referencia de amor: Jesucristo. Ésta es la clave de los cristianos: el amor crucificado.



3. Tercera clave: la comunicación.

Nos referimos a la comunicación fluida y profunda dentro del matrimonio. Con frecuencia ocurre que, a pesar de que nos queremos mucho, sin embargo, no sabemos expresarlo; más aún, a veces ocurre que nos queremos mal, de una forma equivocada. ¡No es lo mismo quererse mucho que quererse bien!

Los sacerdotes solemos escuchar frecuentemente las lamentaciones de quienes sienten un sufrimiento grande tras la muerte de un ser querido, por el remordimiento de no haber sabido expresarle suficientemente cuánto le querían: "Yo quería profundamente a mi madre, a mi abuelo, etc, pero nunca se lo he dicho explícitamente, sino que siempre hemos vivido como el perro y el gato, haciéndonos sufrir. No sé muy bien por qué, pero siempre he tenido una dificultad de comunicación en el hogar. Es como si hubiese reservado lo más amargo de mi carácter para los de casa". Es una paradoja bien conocida: reservamos nuestro lado más insufrible para los seres queridos, y en la calle vamos conquistando a la gente, haciéndonos los simpáticos. Como suponemos que los de casa ya están conquistados, ahí no nos esforzamos nada. ¡Es una de esas contradicciones que más nos pueden hacer sufrir!

Hace poco estaba visitando a un enfermo en el hospital, que estaba muy mal, y su mujer me decía que su esposo enfermo no solía querer que nadie se quedase a su lado, excepto su propia mujer. Me decía lo siguiente: "El caso es que a mí me trata a patadas, pero quiere que esté yo junto a él, porque no se va a atrever a tratar así a otro"... ¡Somos un misterio difícil de expresar! Pero el mismo refranero refleja esta paradoja: "Donde hay confianza da asco". A pesar de que nos queramos mucho, tenemos dificultades para querernos bien, además de para saber expresarnos lo que sentimos. ¡Saber expresarse bien es todo un arte!

Recuerdo que en el Seminario, entre la filosofía y la teología, se nos invitó a los seminaristas a hacer libremente un curso de espiritualidad. Y dentro de ese curso se abordó algo tan delicado como el aprender a expresar lo que pensábamos unos de los otros, intentando decirlo sin ofendernos, con plena objetividad y con el deseo de ayudarnos. El experimento era muy arriesgado, porque si no se abordaba de forma adecuada, podía hacer más mal que bien. Sin embargo, lo recuerdo como uno de los pasos más importantes en mi vida: fue una verdadera educación en la comunicación y en el aprendizaje de la expresión de nuestros sentimientos y convicciones. Pues bien, en este terreno también existe una gran dificultad en la vida familiar, hasta el punto de ser una de las principales causas de las crisis y de las rupturas: la dificultad en la comunicación.

Esta dificultad, combinada con el orgullo, resulta ser una especie de "bomba", porque el orgullo dificulta mucho más las cosas. ¡El orgullo es la tumba de muchos matrimonios! En nuestra Diócesis tenemos el Centro de Orientación Familiar que trata a muchas parejas. Tiene una gran demanda, -gracias a Dios, hay parejas que quieren afrontar los problemas, sin limitarse a padecerlos- y la mayor parte de los casos que se atienden son por dificultades en la comunicación.

Por lo tanto, no sólo tenemos que querernos mucho, sino querernos bien. Que no se diga de nosotros lo que afirma el refrán vasco: "Kalean uso eta etxean otso" ("En la calle soy paloma y en casa soy un lobo"). Tengamos en cuenta que la familia no sólo es la "escuela de todas las virtudes", sino también, "el escaparate de todos los defectos".

Por ello, el mayor regalo que podemos hacer a la familia es la propia conversión. Es el mayor regalo que le puede hacer un padre a un hijo, un esposo a una esposa, unos hijos a una madre, etc. ¡He aquí el mayor regalo!: Ofrecer por la familia la firme decisión y el empeño de la conversión personal.



4. Cuarta clave: la donación dentro de la familia.

La familia está pensada como un instrumento privilegiado para llevar a cabo esa llamada que Dios nos ha dirigido a todos los seres humanos, de emplear "a tope" los talentos que cada uno hemos recibido, sin enterrarlos ni esconderlos. Jesús dice en el Evangelio: "El que busque su vida para sí la perderá, y el que la pierda por mí la encontrará". Pues bien, el matrimonio y la familia son un camino privilegiado para vivir esta palabra de Cristo.

Ahora bien, está claro que el nivel de donación, dentro de la familia, puede ser más grande o más pequeño. El motor puede estar a más o a menos revoluciones. Y por ello conviene hacer una revisión de la "salud" y de la "calidad" de este "motor de la vida".

Por ejemplo -y lo digo para todos los casados, que estáis aquí- suponeos que no os hubieseis casado... ¿Qué sería de vosotros si no hubieseis formado una familia, si vuestro

proyecto de vida fuese solitario? Soy consciente de que la pregunta tiene algo de ciencia ficción, pero me atrevería a deciros que habría muchas posibilidades de que fueseis más egoístas y menos santos de lo que sois actualmente. Existiría un notable riesgo de que todo girase en torno al bienestar personal, a la llamada "calidad de vida", a sentirse cómodos...

Pues bien, la vocación familiar es muy sanadora del egocentrismo. Tiene una capacidad muy grande de hacer de nuestra vida una donación generosa para los demás. Y, además, de una forma en la que uno ni tan siquiera se percata de su propia generosidad. En la familia, uno es capaz de hacer cosas heroicas, que si tuviera que hacerlas para los de fuera de casa, sería considerado como un "santo de canonizar"... Por ejemplo, sería incuantificable si hubiese que "facturar" las horas extras, nocturnidad, riesgos, etc, que se dedican a lo largo de un año, en el seno de la familia. ¡Nos enfrentaríamos ante una factura imposible de abonar! Y, sin embargo, esto tiene lugar dentro de la familia de una forma cuasi espontánea -aunque a veces hay que reconocer que también cuesta-. Dios nos da el don de hacerlo como si no nos estuviese costando. Aquí también se cumple de alguna forma la frase evangélica: "Que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda". La vocación matrimonial nos preser
va en gran medida de los egocentrismos, de estar toda nuestra existencia mirándonos al ombligo; nos da una gran capacidad de sacrificio, y nos empuja a dar lo mejor de nosotros mismos. Se trata de la mejor terapia para la sanación del narcisismo, tanto para los mayores como para los pequeños. De hecho, los hijos que crecen con la experiencia de vivir y compartirlo todo en familia (de forma especial cuando ésta es numerosa), son fácilmente preservados del egocentrismo.

Ocurre que en la medida en que ha avanzado la crisis de la secularización, también se ha relajado en el seno de la familia el nivel de la entrega generosa. Pongamos otro ejemplo: con frecuencia se oye a quienes deciden casarse: "Nosotros ahora queremos disfrutar de la vida, más adelante ya tendremos hijos"... Les escuchas y piensas en tu interior: "Madre mía, ¿posponer los hijos para disfrutar de la vida?"... Si yo fuera su hijo, todavía en el seno de Dios, les gritaría diciendo, "Aita, ama, no me traigáis al mundo, que no quiero amargaros la vida". En fin, permitidme esta ironía... Nosotros hemos conocido unos padres en los que el concepto de felicidad casi se identificaba con el de entrega: absolutamente olvidados de sí mismos y absolutamente felices; y más felices cuanto más olvidados.

Por eso la secularización ha conllevado una menor generosidad de entrega en el matrimonio, de entrega a los hijos. La crisis de natalidad que tiene Occidente, es una crisis muy compleja, ciertamente, con muchos factores. Pero no sólo tiene factores y motivos coyunturales. También tiene razones morales y espirituales. La crisis de natalidad, el hecho de que Guipuzcoa tenga un índice de natalidad de 1,1 -lejísimos del 2,3-2,4 necesario para el relevo generacional-, obviamente, tiene también raíces morales y espirituales. Claro que puede haber factores externos en la disminución de la natalidad como las crisis económicas, pero paradójicamente, cuando la economía ha sido pujante, el índice de natalidad ha subido poquísimo, incluso a veces hasta ha bajado. Se trata pues, de una crisis espiritual en nuestra cultura. Es obvio que la paternidad y la maternidad lo piden todo de nosotros y eso choca frontalmente con la menor capacidad de entrega, así como la menor capacidad del olvido
de nosotros mismos.



5. Quinta clave: la familia extensa.

Me quiero referir ahora a los bienes espirituales y morales que se derivan de la familia extensa, contrapuesta a la familia nuclear (que es la reducida al matrimonio y los hijos -si los tienen-). Según ha avanzado la secularización, todos somos conscientes de que, salvo honrosas excepciones, las familias se han ido aislando en su núcleo. Si antes la familia se relacionaba de una forma mucho más amplia (tíos, primos, abuelos, etc), y eran muy frecuentes entre nosotros los grandes encuentros familiares, actualmente, nos hemos ido reduciendo a un concepto de familia mucho más nuclear, lo cual conlleva una gran pobreza y está muy en la línea de esa cultura individualista de la que hablaba al principio. Más todavía, la reducción a la familia nuclear, está muy ligada a un concepto de amor "carnal" (en el sentido de nuestra propia "carne y sangre"): por los propios hijos hacemos lo que sea necesario, pero nos sentimos ajenos a los que no han nacido de nuestra carne y sangre.

Y, fijaos bien, no hay una prueba más auténtica de amor en el matrimonio y en la familia que -por ejemplo- la capacidad de amar a la madre de su cónyuge (la suegra), como si fuese la propia madre. Es decir, el amor espiritual hace que mi suegra sea querida y tratada como mi propia madre. ¡¡Es difícil que el esposo/a perciba una prueba de amor superior a ésta por parte de su cónyuge!! (Lo mismo podríamos decir de las demás relaciones familiares extensas: que la cuñada sea como una hermana para mí, etc., etc.). Dicho de otro modo, cuando el matrimonio goza de una buena salud, los vínculos del amor superan la carne y la sangre, y espiritualizan las relaciones de la familia extensa.

Por desgracia, nos encontramos con muchos matrimonios que viven las relaciones familiares en un nivel muy "carnal": "El mes pasado fuimos a casa de tu madre, ahora ya nos toca con mi familia", etc... Cuando se producen este tipo de discusiones y forcejeos en el seno del matrimonio, es señal de que el amor matrimonial se está viviendo de una forma muy egoísta (desde la propia carne y sangre). Es una señal de que algo está fallando; de forma que, en el mejor de los casos, suele optarse por un "pacto de egoísmos", en el que se reducen las relaciones con la familia extensa, o se reparten entre "los míos" y "los tuyos".

El reto de espiritualizar el amor matrimonial, abriéndose y enriqueciéndose con la familia extensa, no deja de ser un cumplimiento de aquellas palabras del Génesis: "Ya no serán dos, sino una sola carne". Solamente en esa unión de corazones se puede vivir la familia extensa como un gran regalo: "Tu padre es también el mío, mi madre es la tuya, y tu hermano es el mío".

Con respecto a los abuelos, quisiera hacer una mención aparte, por el gran apoyo que están suponiendo en este momento a las familias. En mi opinión existen dos riesgos opuestos: Por una parte, el riesgo de que el apoyo que se pide a los abuelos sea excesivo; un "escaquearse" de lo que nosotros debiéramos aportar a los hijos. Por ejemplo, cuando la formación religiosa se apoya exclusivamente en los abuelos, aunque al principio parezca algo sin consecuencias, al cabo de un tiempo suscitará la crisis en los niños, quienes terminarán por decir: "Esto de la fe debe ser cosa de viejos, porque el aita y la ama se dedican a las cosas verdaderas de la vida: ganar dinero, etc". Los ojos de los niños son una auténtica cámara grabadora que todo lo capta. Por el contrario, también se da el peligro de signo contrario: cuando existen malas relaciones con la familia extensa, los niños suelen estar condenados a perder la riqueza educacional de los abuelos. No hace mucho, me decía una abuela q
ue había ido a visitar a su nieto mientras la nuera estaba trabajando; y que la nuera le había dicho a su hijo: "Dile a tu madre que aquí no entra si nosotros no estamos, y además nos tiene que avisar de que va a venir". Me lo decía llorando.



6. Sexta clave: el liderazgo de la maternidad espiritual y de la paternidad espiritual.

No me estoy refiriendo aquí, a la polémica absurda de si en el matrimonio manda el hombre o la mujer. Me refiero a que exista un liderazgo espiritual coherente y coordinado entre el padre y la madre.

¿Qué quiero expresar con el término "liderazgo espiritual de la madre"? Es obvio que el amor carnal nos suele llevar a entregarnos de una forma muy instintiva: "Yo por mis hijos hago lo que sea, si hace falta doy la vida, voy donde sea...". Sí, pero puede ocurrir que esto se compagine con la indiferencia o la omisión hacia los hijos del prójimo, "porque esos ya no son míos". A veces diferenciamos tanto el amor a nuestros hijos del resto de los mortales, que hasta parece que los estamos contraponiendo. De este grave error se suelen desprender muchas consecuencias negativas: El amor a los hijos es posesivo. Se les consiente en exceso. Se les saca la cara siempre y de forma incondicional. Se intenta evitar a cualquier precio el sufrimiento y la experiencia de la cruz... Se trata de un "amor maternal muy carnal" que hace mucho daño, porque no ama bien. ¡Qué gran lección puede dar una madre a su hijo cuando le enseña a compartir su amor con el prójimo! ¡Es la mejor lección de jus
ticia que podemos recibir desde pequeños!

Recuerdo haber tenido que llamar la atención a algún niño en la catequesis, en Zumárraga, y encontrarme con la paradoja de que los padres me mirasen con mala cara. Vino la madre a hablar conmigo, y durante la conversación, no terminaba de aceptar que su hijo mereciese ninguna corrección. Hubo un momento en que le dije a la madre: "Oiga, usted y yo estamos en el mismo bando, los dos queremos educar al niño". Pero, por desgracia, el concepto carnal del amor hace que cualquier corrección se perciba como un ataque.

También existe una crisis de "paternidad espiritual". Creo que nuestra cultura, en su reacción contra el machismo, ha pasado de éste a la actitud "acomplejada". La figura del padre está todavía más en crisis que la de la madre. A la madre se le cuestiona mucho menos, pues se caracteriza por sacarnos siempre las "castañas del fuego". Pero claro, el padre se pregunta: "¿Y yo, qué posición tengo en la educación de los hijos?" Existe una crisis de liderazgo espiritual paterna, de transmisión de valores, con el riesgo de que el padre se ausente y delegue totalmente en la mujer la educación de los hijos. De hecho, uno de los modelos que más se repiten es el de una madre súper protectora, con un amor muy posesivo hacia sus hijos, combinado con un padre más bien ausente, lo cual suele derivar en grandes crisis de identidad en los hijos.



7. Séptima clave: Educación Cristocéntrica.

En el modelo educativo que transmitimos a los hijos en la familia cristiana, en la parroquia, y en la escuela, existe el riesgo de no poner al mismo Jesucristo como clave central de la educación cristiana. O también puede ocurrir que, en vez de dar la máxima importancia al conocimiento y al amor a Dios, reduzcamos la educación cristiana a una serie de valores morales: buenos modales, solidaridad, sinceridad, etc.

Por ejemplo, llama la atención que a pesar del abandono de la práctica religiosa de muchas familias, sin embargo, no ha disminuido el número de los alumnos matriculados en la escuela católica. Incluso muchos padres no creyentes, matriculan a sus hijos en la escuela católica. ¿Por qué? Obviamente, porque existe una comprensión de la educación muy reducida a una dimensión moral o técnica de la misma, y no tanto religiosa. Se busca en la educación cristiana una especie de "campana de cristal" que proteja a nuestros hijos de los males. Son aquellos padres que dicen: "Vamos a llevar a nuestros hijos a los frailes para que les eduquen. Mientras estén con ellos no aprenderán cosas malas... Tú, hijo, vete al colegio de frailes, y coge lo bueno. Luego, el día de mañana, si no tienes fe, no pasa nada, pues lo importante es que hayas aprendido algo y seas buena persona". Más o menos, esto es lo que está en el ambiente; se utiliza la Iglesia como un simple medio de protección frente a
los males morales, sin acoger su mensaje de fe.

Se trata de una manipulación que pretende reducir la religión católica a su dimensión ética, olvidando que se trata del camino para el encuentro con Jesucristo. Y eso, con todos mis respetos, además de ser una manipulación, no funciona, ni puede funcionar. Los hijos difícilmente se identificarán con unos valores morales cristianos, si no han conocido y se han enamorado de la persona de Jesucristo.

Recuerdo haber escuchado un relato, para explicar esto, referida a la caza del zorro, que practican en Inglaterra y que allí es un deporte nacional. Preparan una jauría numerosa de perros (unos veinte o treinta), los cazadores van a caballo, y se suelta el zorro. En ese momento, todos empiezan a perseguirlo. La cacería se prolonga, los perros se van cansando, pasan las horas y se van descolgando. Al final, sólo unos pocos perros (tres o cuatro) son los que alcanzan al zorro. Uno se pregunta: ¿por qué estos perros han resistido más que los que han abandonado? ¿Eran más jóvenes? ¿Estaban mejor alimentados? ¿Habían sido mejor entrenados? La respuesta es otra: Esos perros han alcanzado al zorro porque lo habían visto al principio; los demás no habían llegado a verlo. La jauría corría porque veía correr, ladraba porque veía ladrar, saltaba porque saltaban los demás. Pero conforme se alarga la carrera, uno se va cansando y se dice: "Oye, que yo no he visto nada. ¿Tú has visto algo?
Pues yo tampoco... Pues dejemos ya de correr". Está claro que pegarse una carrera larga sin haber visto nada, es muy costoso. Y algo así pasa en la vida cristiana.

No puede ser que a nuestros hijos pretendamos darles una educación moral cristiana, diciéndoles lo que deben y lo que no deben hacer, sin que al mismo tiempo les conduzcamos a la relación personal e íntima con Jesucristo, o sin conocer y amar a María, su Madre. Llegará un momento en que dirán: "Oye tú, que es más fácil dejarse llevar en la vida, es más fácil entrar por la puerta ancha que por la puesta estrecha". La educación no puede ser de corte moralista, es decir, no meramente centrada en la moral, sino centrada en Jesucristo, haciendo de Él el centro y el modelo de vida.

Aunque en teoría es obvio que el centro del cristianismo es Jesucristo, muchas veces comprobamos lo contrario. Por ejemplo, tú les preguntas a muchos jóvenes, supuestamente cristianos, qué es el cristianismo y te responden: "¿El cristianismo? Pues eso: compartir, ser una buena persona, etc". Es decir, han recibido un concepto de cristianismo reducido a un barniz ético; pero, en realidad, no tienen una experiencia de lo que es la relación con Cristo, ni de su amor.

Concluyo con la última de las siete claves: la centralidad de Jesucristo: su persona, su vida, su Redención y su entrega por nosotros. ¡Cristo bendijo el matrimonio y la familia con su presencia en las bodas de Caná, y esto nos permite fortalecer y santificar nuestra vocación matrimonial!

sábado, 26 de marzo de 2011

Por Isabel Orellana

TEMPLOS: HISTORIAS DE VIDA

A escasos metros del lugar donde se hallaba la noticia en Málaga, esa mañana soleada de marzo, un grupo de feligreses nos hallábamos en una conocida, recoleta y bellísima capilla del casco histórico malacitano. El contraste con el bullicio del personal –apresurado en averiguar el lugar en el que se desplegaban las cámaras de televisión del país para retransmitir uno de los eventos más significativos de los últimos meses– y el silencio que reinaba en el templo era palpable, aunque seguramente, esta disparidad se hallaba también en la intención.

Arracimados en torno a la Eucaristía, expuesta en el Sagrario, las vidas de los presentes giraban en torno a ella. Cada uno era el eslabón de otras vidas, tal vez lejanas, incluso incrédulas, dolientes y distantes, aunque la memoria del corazón atraería a los pies de Cristo otras muchas agradecidas y abocadas al compromiso. Porque cuando uno ora no lo hace en soledad. En sus anhelos van hilvanadas incontables personas. Es el portavoz de otras historias pujantes de vida, estén o no entrelazadas por el dolor, por la incertidumbre o por la esperanza. Petición de bendiciones para conocidos y desconocidos, y la espera de la gracia del perdón, que todo lo restaura; es avituallamiento para un apóstol viajero que nunca se detiene. Y algo esencial: dar gracias por todo lo que se recibe, comenzando por la propia vida. Lo que acontece en un templo son secuencias de instantes que se dilatan en la eternidad de lo celeste. Ráfagas de una existencia que experimenta el gozo de hallarse en familia, percibiendo el pálpito del amor en ese privilegiado y sacro entorno. Justo es dar testimonio de fe en un ambiente enrarecido frecuentemente por la cristofobia y el ataque a lo eclesial, así como por la mofa de los símbolos del credo, que también alientan de forma conveniente ciertas series y programas de la televisión.

Por supuesto nada hay de censurable en la búsqueda de la noticia. Además, como es sabido, la cultura que estaba detrás del acontecimiento estrella del día al que aludo, es símbolo del progreso del pueblo. Dicho esto, el contrapunto a la curiosidad de un evento fugaz –como el que se organizaba fuera del templo, suceso que, como tantos otros se reemplazan con implacable rapidez por el último que disputa la palestra– es la fe. Ésta no se alimenta simplemente de curiosidades, por muy legítimas que sean. Si aventura es conseguir un lugar privilegiado para contemplar el desfile de famosos, infinitamente mayor es la que nos conduce hacia lo desconocido-conocido. Éste nos sale al encuentro en cada lugar, pero tiene un carácter singular en el templo donde se custodia el Cuerpo de Cristo.

El evangelio del día recordaba dos prototipos antagónicos presentes siempre en la realidad: el rico y el pobre. Riqueza y pobreza que son también metáfora de lo que poseemos y no damos, y de lo que nos falta y otros nos procuran. De la belleza del texto podía rescatarse entre otras sublimes lecciones para la vida, la del perro que tan “caritativamente” lame las llagas del pobre Lázaro, recordándonos la fidelidad y ternura del animalito. Un contrapunto que pone al descubierto la actitud mísera del rico Epulón, imagen de tantas calamidades que nos infligimos mutuamente cuando la generosidad no existe. El toque de atención que proporciona este perro compasivo no es baladí. No ha mucho tiempo, una mujer que estaba a punto de impedir el nacimiento del hijo que venía en camino, cambió de parecer tras el episodio que le sucedió con su perro al que había llevado a pasear y que por un descuido se introdujo en un templo. Le aseguraron que el hijo que gestaba en su vientre llegaría con el sello indeleble de una lesión, hecho que después no aconteció. Pero en ese momento, lo que cambió su vida y la de su hijo, fue ver que en la Iglesia un niño con el síndrome de Down, que de eso se trataba, ayudaba al sacerdote con toda naturalidad. El escenario, conviene recalcarlo, fue un templo. Los que estábamos esa mañana en la Iglesia del Santo Cristo de la Salud de Málaga, volvimos a recordar la grandeza del amor de Dios, del cual es imagen toda criatura, como lo fue el can privilegiado del evangelio.

martes, 22 de marzo de 2011

Por Isabel Orellana

LA ESPERANZA

Isabel Orellana Vilches

El mundo está amasado de esperanza. Gracias a ella, cuando alguien se encuentra en un pozo sin fondo, mientras las circunstancias le golpean y sólo se vislumbra la dificultad, no cede ante el desaliento. A través de los medios de comunicación, el mundo entero constata que el pueblo nipón, sumido en una de las catástrofes más graves de su historia, no se deja llevar por la desolación, aunque el paisaje que le rodea este sobradamente teñido de ella, y el sobresalto sea el tic-tac de una tragedia que no cesa. En aras de la conquista de su libertad, otros pueblos se han lanzado a la calle tratando de desasirse de las cadenas que les han impuesto sus congéneres. Incontables personas anónimas, desde sus particulares adversidades, extienden sus manos impulsadas por la esperanza porque, de otro modo, no podrían vivir. Hasta los que dicen ser descreídos, transitan con ella. Y los que creemos, no dejamos de sorprendernos de la fortaleza del ser humano, crecido en medio de su infortunio, y capaz de gestas que conmueven el corazón. Es tan poderosa la esperanza, que nada, ni siquiera la conducta reprobable, la mezquindad, y hasta el hecho punible y abyecto nos la puede arrebatar. Seguiremos esperando y alimentando confianzas en rostros concretos, en situaciones determinadas, porque la esperanza no es algo teórico, y hemos de creer que es posible la restauración de cualquier persona moralmente herida.

No tenemos que hacer esfuerzos ímprobos para buscar ejemplos de esperanza; todos los conocemos. Pero algunos llaman poderosamente la atención y es difícil creer que ante ellos se pueda actuar con indiferencia. Hablar de la capacidad natural de una madre para sacar adelante a un hijo, no tiene nada de particular. Pero decir hoy día que hay madres dispuestas a morir para salvar la vida que está en camino ya no es tan natural. Por mor del aborto y del peso social de algunos “ismos”, la abnegación a este nivel pocas veces se contempla. Sin embargo, esas madres existieron y seguramente siguen transitando por este mundo convulso. Desde luego Gianna Beretta Molla cuando supo que padecía un cáncer de útero, llevando en su vientre a su cuarto hijo y con un embarazo de dos meses, rehusó ser intervenida para salvar su vida; ante todo, estaba la de la criatura. Dado que su profesión era la medicina, fue consciente de que sus colegas no exageraban al recordarle el riesgo que corría. Pero lo tuvo claro: “Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no dudéis; elegid –lo exijo- la suya. Salvadlo”. Su hija nació el 21 de abril de 1962 y ella murió pocos días más tarde, en un mar de dolores, a los 39 años. Juan Pablo II la beatificó en 1994 y en mayo de 2004 fue canonizada, siendo testigos su esposo y sus hijos, entre ellos la hija por la que dio la vida. Testimonios de esperanza, de amor a la vida como este, tienen un carácter taumatúrgico. Nos curan de cualquier duda que podamos tener acerca de la bondad del ser humano.