viernes, 27 de noviembre de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importante "

OTRAS FORMAS DE MIRAR LO QUE NOS RODEA



Decía el pensador español Fernando Rielo que “nada debe negarse a un ser humano que desea impartir un bien del cual se juzga poseedor, porque no es lícito frustrar el deseo de alguien de hacer el bien. Primero, porque tiene el deber de hacerlo. Segundo, porque dignifica a la persona. El bien no es un ente abstracto, es bien concreto; luego en términos concretos y reales siempre dignifica”.

Esta certeza late no sólo en el espíritu de la Asociación Juventud Idente, que fue una de las fundaciones que Rielo puso en marcha, sino que alienta el sentir de las diversas entidades, en total dieciséis, que, junto con ella, el pasado día 25 de noviembre participaron en la Muestra de Voluntariado universitario malagueño. Un acierto debido al excelente quehacer de un equipo de profesionales de la UMA que nos ofrecieron la oportunidad de compartir en la Facultad de Ciencias de la Educación tantas ilusiones y esperanzas con los incontables alumnos y alumnas que se acercaron a los diversos stand. Todos tenemos que felicitarnos, porque una vez más se ha puesto de manifiesto que el voluntariado sigue siendo un valor en alza. Muchos jóvenes mostraron su anhelo de compartir parte de su preciado tiempo para mitigar las deficiencias que padecen tantos colectivos desfavorecidos; para ayudarles en cualquiera de los ámbitos que se les ofrecían, fuesen sociales, sanitarios y educativos.

La conciencia de la propia indigencia es uno de los signos del voluntariado. El rostro de un niño, de un anciano, de un enfermo o de cualquier criatura necesitada nos interpela. Si no hemos padecido determinadas carencias, podríamos llegar a sufrirlas o tal vez las tenemos muy cerca. Sea como fuere, nadie está libre de la dificultad que nos acecha cotidianamente disfrazada de soledades, temores y de tantas debilidades y contratiempos. A fin de cuentas, el devenir cabalga entre contingencias. Por eso, un ser humano que se sabe igual a otro no sólo comprende sus deficiencias, sino que se preocupa por ellas, le sale al encuentro y le ofrece lo mejor de sí sin esperar nada a cambio, consciente de que recibirá siempre mucho más de lo que dé. Destierra de su vocabulario las expresiones que el pesimismo y la desidia cincela en quienes no están dispuestos a darse por entero a los demás: “total, como no vamos a conseguir nada”; “esto no hay quien lo arregle”, etc. Y conocedor de que su labor jamás caerá en saco roto, aunque simplemente sea una gota de agua en un océano, el voluntario genuino nunca se detendrá. “Las gotas, recordará, también horadan las piedras”. Nada será igual en su vida cuando de verdad se ha entregado a la tarea de allanar el drama ajeno. Ya no podrá contemplar el mundo de la misma forma. Porque el sufrimiento de otros habrá espoleado su conciencia y le habrá prohibido mirar para otro lado.

Un cierto misterio, hermoso y desafiante en medio de la fiereza del dolor, envuelve la acción altruista del voluntario. La generosidad es único lema, derecho y deber que no pospone porque el tiempo no se detiene y sabe que ha de rescatar los corazones maltrechos de los afligidos, incentivar la vivencia de los valores universales, sonreír y llorar con esa criatura a la que la vida le ha privado de la salud, alimento, compañía, ternura y cariño. La gratitud del receptor de una acción solidaria es un preciado obsequio que el voluntario custodia fuertemente en su interior. Le conmueve y le impresiona poderosamente saber el alcance que su modesto quehacer tiene en la vida de otros, cómo le quieren, le estiman y le recuerdan, de qué modo se ha quedado apresado en su corazón.

Una vez más he de decir que lo que llega y conmueve poderosamente es lo que nos cambia la vida. La rutina, la búsqueda de sucedáneos que se han desvanecido incluso antes de la resaca, no conducen a ningún lugar. Son paisajes yermos donde la mirada no halla asiento porque nada tiene que atrapar. Sólo el amor restaura y dignifica. Es el motor que mueve el mundo, el artífice de la felicidad. Si de verdad creemos que hay más dicha en dar que en recibir, que nadie ni nada nos lo arrebate. Actuemos. Es un acto libre de la voluntad; está en nuestras manos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Por D. Jose Ignacio Munilla

El aborto tiene muchos “cómplices”



Buscar titulares de impacto, suele tener el riesgo de la simplificación caricaturesca. Lo hemos comprobado en el modo en que nos fue servida la noticia de las declaraciones del Secretario de la Conferencia Episcopal Española, referente a la responsabilidad de los políticos católicos en la votación de la Ley del Aborto. Esa misma sensación la he tenido yo al leer en un titular, las siguientes palabras puestas en mis labios: “Quien apruebe la Ley del Aborto estará en situación de complicidad de asesinato”. Ciertamente…, es así… Pero, las afirmaciones tienen un contexto explicativo que no puede ser ignorado.

La mujer no es la única responsable

La doctrina moral católica aborda la cuestión de la responsabilidad moral en los actos en que hay una cooperación con el mal. La culpabilidad no recae exclusivamente en quien realiza materialmente el mal, sino también, en mayor o menor grado, en aquellos que han cooperado con él. En el caso del aborto: aquellos que han incitado, o incluso, presionado para que la mujer aborte; el médico y el personal sanitario que realiza la operación; el dueño de la clínica abortista que se enriquece con el “negocio”; la clase política que ha dado amparo legal a la eliminación de la vida inocente…

La responsabilidad moral del político

La vocación política tiene la finalidad de buscar el bien común, poniendo un especial énfasis en la defensa de los más débiles. Como es obvio, cualquier legislación proabortista es totalmente contradictoria con esta vocación política. Es un absurdo que existan más respaldos legales para acabar con la vida humana, que para ayudar a sacarla adelante.
Así se entienden las declaraciones que hemos realizado los obispos: Los políticos católicos que voten a favor de una ley del aborto, se colocan en una situación de total y abierta contradicción con su fe (además de legislar contra natura, esto es, de forma contraria a su propia vocación política).
Tampoco estará de más recordar que existe una complicidad por “omisión”, es decir, por dejación de las responsabilidades políticas. Me refiero al caso de aquellos que, aunque no voten a favor de una ley del aborto, no cumplen con su obligación moral de derogarla cuando posteriormente alcanzan el poder.

Acordémonos de Mandela

Sorprende comprobar las reacciones producidas ante este posicionamiento de la Iglesia. Parece como si el problema estribase en una agresión de la Iglesia hacia la clase política… Sin embargo, lo único cierto es que los agredidos son los niños a los que no se les permite ver la luz, por la única razón de que no son “deseados”.
No olvidemos que Mandela pasó veintisiete años en la cárcel porque pensaba (y no se callaba) que los negros son iguales que los blancos. Nosotros afirmamos que los niños que están en el seno de sus madres, tienen la misma dignidad que los que están fuera… No sé si tendrán que pasar otros veintisiete años para que una afirmación tan “atrevida” pueda ser expresada públicamente, sin caer por ello en el ostracismo… ¡¡Cómo nos duele a todos que nos recuerden nuestras responsabilidades morales!! Sin embargo, como dijo Jesucristo: “La Verdad nos hace libres”. Y yo añado: “¡aunque escueza!”

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "


EXTRAÑO ASOMBRO

Hay sorpresas colectivas que llaman la atención. Sobre todo, cuando se crea una disociación interna y se aceptan con plena naturalidad unas consignas, denostando otras. El tema tiene que ver con el derecho y el deber de la Iglesia a recordar el compromiso que han contraído con ella los católicos. Muchos, para variar, se han rasgado las vestiduras al conocer las declaraciones que el Secretario General y portavoz de la Conferencia Episcopal Española ha efectuado recientemente para que no haya duda de la conducta que ha de seguirse en torno al controvertido y gravísimo tema del aborto. Quisieran que la Iglesia apoyara sus tesis, que diese vía libre para que cada cual seleccionase lo que le conviene y le agrada. Y pudiese rechazar sin problemas –no sé si de conciencia siquiera, o simplemente como manifestación verbal, opinable–, lo que no encaja con su visión. Digo esto porque una gran parte de los críticos no sancionan las indicaciones de la Iglesia porque les vaya en ello su vida. Lo hacen, simplemente, porque la crítica ha anidado en sus corazones. Porque se han acostumbrado a erigir barreras y a convertirse en censores de esos mismos que critican. Es lo que toca en una sociedad transgresora, que se deja llevar por el relativismo y el hedonismo.

En el ámbito puramente civil, las entidades mercantiles, bancarias, culturales, académicas, los centros comerciales, sociedades y cualquier asociación aunque sea de barrio, por mencionar algunas de las incontables que existen, tiene sus consignas. Y si alguien quiere pertenecer a ellas, debe acatarlas. Es tan sencillo como eso. Nadie está obligado a formar parte de un colectivo determinado a regañadientes. Para afiliarse, convertirse en cliente habitual, si es el caso, y formar parte de un entidad, comercio, asociación, institución, sociedad, o colectivo determinado no se le ocurriría exigir o poner como condición a los responsables del mismo que cambiasen el aspecto concreto que no le interesa. Y eso lo comprende y lo sabe todo el mundo. Si realmente desea vincularse a un grupo, o a frecuentar un lugar, buscará el que se ajuste a sus ideas.

¿A quién se le ocurre decirle a otra persona: me gusta mucho tu padre, tu madre, tu hijo, etc., y a continuación le añade el consabido “pero” para indicar a continuación lo que le cambiaría para que fuese de su agrado? No creo que el interfecto se lo consintiera. Estoy segura de que nada de esto que se ha dicho, a vuela pluma, cause asombro. Es lo natural. El mismo derecho que ampara en una sociedad democrática a cada persona para que pueda elegir libremente lo que quiera, lo tiene quien se mantiene firme en sus principios.

Cuando se trata de la Iglesia, ¿cuántos pretendientes surgen a cada paso con el afán de modificar lo que en sí mismo es inmodificable? Los que quieren llevar el gato al agua son legión. A éstos les diría que no se preocupen tanto por esa Iglesia a la que no aman; que no se esfuercen en alzar la voz; que no pierdan su preciado tiempo empeñados en contra-argumentar lo que está escrito en el Evangelio, y lo que es custodiado por la Tradición y el Magisterio. Esto no es una anarquía. No tenemos como consigna el “todo vale”. Lo que Cristo pide a los que le seguimos es que nos neguemos a nosotros mismos y que tomemos la cruz. De ese modo, y no de otro, podemos ir tras Él. Lo que nos pide es que amemos a nuestros semejantes como Él nos amó; como nos amamos a nosotros mismos. Que demos la vida por ellos porque son nuestros hermanos. Que defendamos al débil, al necesitado, al enfermo, al desvalido; que devolvamos bien por mal; que no nos cansemos de hacer el bien; que perdonemos las ofensas; que no nos dejemos llevar por la crítica … Si alguien no quiere acatar esta forma de vida, puede, libremente, volver sus ojos en otra dirección. Pero que no se le olvide: la Iglesia siempre tiene sus puertas abiertas.