lunes, 24 de enero de 2011

Por Mons. Munilla

“De dioses y hombres”
(Por la libertad religiosa)


A estas alturas ya nadie duda de que el cine no es, ni puede serlo, un arte aséptico en lo que se refiere a los valores o contravalores que transmite. La proliferación de películas de marcado acento anticatólico ha sido muy notoria en los últimos años, pero gracias a Dios, cada vez son más los que, poniendo en práctica el conocido refrán “más vale encender una luz que maldecir las tinieblas”, tienen la osadía de realizar un cine de marcada inspiración cristiana. Se trata de producciones generalmente modestas en su presupuesto, pero que tienen el acierto de trasladar a la pantalla, con notable éxito, testimonios reales y concretos, que contrastan con la abundancia de leyendas negras difundidas en la filmografía sobre la vida e historia de la Iglesia.
Pues bien, entre la amplia oferta que la cartelera cinematográfica nos ofrece en estos días, podemos disfrutar de la producción francesa “De dioses y hombres” del director Xavier Beauvois. En ella se narra lo acontecido en el monasterio cisterciense del Monte Atlas (Argelia) a mediados de 1996, cuando siete monjes fueron secuestrados y finalmente decapitados por la facción radical del GIA (Grupo Islámico Armado). El guión de esta película recoge con fidelidad la buena armonía de estos monjes cristianos con los pobladores musulmanes de aquella región, al mismo tiempo que la irrupción repentina del fundamentalismo islámico, que cambia por completo el escenario de pacífica convivencia. Lejos de ser una película que tome pie del fundamentalismo para satanizar al conjunto del Islam, refleja de forma sobresaliente el ideal del diálogo interreligioso propugnado por la Iglesia en el Concilio Vaticano II.
Este filme alcanza especial relevancia y actualidad, por el hecho de que su llegada a España ha coincidido con un momento de notable recrudecimiento de la persecución y el exterminio de las minorías cristianas de tradición milenaria, en países de mayoría musulmana e hindú. El destino de estos cristianos, tanto en Oriente Medio como en Oriente, se torna cada vez más dramático e incierto, a raíz de la confluencia de tres circunstancias: el resurgimiento de los fundamentalismos, el error y fracaso de la guerra de Irak, y el olvido de las raíces cristianas en Occidente. Los cristianos árabes se encuentran en medio de un peligroso “sandwich”: sospechosos de complicidad con Estados Unidos, por el mero hecho de ser cristianos; y al mismo tiempo ignorados por un Occidente laicista que se avergüenza de sus raíces.
Recientemente, el sociólogo Massimo Introvigne denunciaba que el fundamentalismo islámico y el laicismo, son dos caras de la misma moneda. Sin pretender comparar lo que ocurre en Oriente y en Occidente, es un hecho que la libertad religiosa no es respetada ni por unos ni por otros. En el fondo se trata de un desequilibrio entre fe y razón: El laicismo de Occidente difunde un racionalismo antirreligioso, mientras que los fundamentalismos de Oriente impulsan una religiosidad irracional. En Occidente existe una dictadura del relativismo, mientras que desde Oriente emergen los fanatismos intolerantes.
El desarrollo de los acontecimientos está demostrando que, en nuestros días, el diálogo interreligioso entre una cultura cristiana y otra musulmana o hindú es perfectamente viable. El verdadero choque de trenes se produce en el encuentro del laicismo, por un lado, y el fundamentalismo, por el otro, que se retroalimentan, hasta el exterminio. Lo malo es que, como dice el refrán, “cuando dos elefantes pelean, sufre la hierba”. Y en este caso, los principales perjudicados de esta situación están siendo las minorías cristianas en países de mayoría musulmana e hindú. Tanto en Occidente como en Oriente, el antisemitismo del siglo XX está siendo sustituido en el siglo XXI por un modo de cristianofobia.
El Papa Benedicto XVI dirigió un mensaje al mundo el primer día de este año, Jornada de la Paz, con el título de “La Libertad religiosa, camino par la paz”, en el que recordaba aquellas palabras del Concilio Vaticano II: “La libertad religiosa es condición para la búsqueda de la verdad. La verdad no se impone con la violencia sino por la fuerza de la misma verdad” (Dignitatis Humanae 1).
Como conclusión y ejemplo práctico, es emocionante escuchar en la escena final de esta bella película “De dioses y hombres”, el testamento que el superior de aquella abadía cisterciense dejaba escrito antes de su martirio: « He vivido lo suficiente como para saberme cómplice del mal que parece prevalecer en el mundo; incluso del que podría golpearme ciegamente. (…) Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los habitantes de este país tratándolos globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo (…) Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado de ingenuo o de idealista. Pero estos deben saber que, por fin, seré liberado de mi más punzante curiosidad, y que podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre, para contemplar con Él a sus hijos del Islam, tal como Él los ve. En este “gracias” en el que está dicho todo sobre mi vida, os incluyo, por supuesto, a amigos de ayer y de hoy… Y a ti también, “amigo del último instante”, que no habrás sabido lo que hacías. ¡Sí!, para ti también quiero este “gracias” y este “a-Dios”, en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. Amén. ¡Inshalá! ».

sábado, 22 de enero de 2011

Por PARROQUIA


Queridos amigos, la parroquia como tal, se une a todas la personas que participan en este blog y además de hacerse eco de las oponiones de los mismos, ira compartiendo con vosotros la opinión sobre distintos temas de actualidad, de actividades de la misma parroquia, de la tarea evangelizadora y de las campañas que la Iglesia misma a nivel parroquial, arciprestal, diocesano, nacional o universal vaya desarrollando.
Ahora mismo estamos dentro de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos bajo un lema: UNIDOS.
Sí como nos dice Hechos de los apóstoles, "Unidos en la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración".
Esta es la tarea de la Iglesia para dar un bien testiminio de nuestro seguimiento de Jesucristo y el deseo del Señor, para que todos seamos uno, para que el mundo crea.

Nuestra parroquia, cada día está más consciente de esta necesidad y así llevamos varios años organizando unas Jornadas de Ecumenismo en busca de esa unidad, y este año el Martes día 25 tendremos la Clausura a nivel diocesano de la Semana de oración, que comenzará a las 19'00 h. en la Iglesia de San Juan. el miércoles y viernes tendremos dos charlas sobre ecumenismo a las 18'00 en el antiguo convento de santa María de la Encarnación.
Todos estamos invitados a participar y sobre todo a orar por la unidad de todos los que creemos en el mismo Señor.
El párroco.

Por Mons. Munilla

San Sebastián, mártir de paz


Queridos sacerdotes concelebrantes; queridos donostiarras y devotos de San Sebastián; estimadas autoridades, ¡y un saludo muy especial a todos los que habéis querido retornar a vuestro “txoko” natal con motivo de las fiestas!:

Celebramos un año más la fiesta del Santo Patrono de nuestra ciudad, que a su vez es el titular de la Diócesis de San Sebastián. Hoy es un día de alegría y de encuentro entre todos los donostiarras, sin que eso suponga que la invocación a nuestro Patrono, haya de ser entendida como un mero marco, al que acudimos como excusa introductoria de nuestras fiestas. La dimensión lúdica de la fiesta patronal es una expresión de la dimensión cultural de nuestro pueblo. Y a su vez, esa cultura está fundada y entroncada en una tradición religiosa. Decía nuestro querido Juan Pablo II, cuya beatificación ha sido recientemente anunciada para el próximo 1 de mayo, que “una fe que no se hace cultura, es una fe no suficientemente acogida”.

Fijamos nuestra mirada en San Sebastián, porque somos conscientes de que nuestra cultura tiene unas profundas raíces cristianas, y también porque en la figura de los mártires descubrimos una llamada a purificar los ideales que orientan nuestra vida.
En efecto, los mártires son el mejor antídoto contra la tibieza y la mediocridad. Decía la Madre Teresa de Calcuta que la “indiferencia” es el mayor de los males. Pues bien, la entrega que los mártires han hecho de su vida, testimonia que existen ideales demasiado grandes como para regatearles el precio. El hecho de que San Sebastián prefiriese la muerte, antes que renunciar a su fe, proclama ante el mundo no sólo la grandeza de Dios, sino también la dignidad del ser humano.
La espiritualidad martirial es inseparable de la esperanza. De hecho, aunque todos soñamos con la construcción de un mundo más justo, sin embargo, solamente seremos capaces de transformar el mundo, en la medida en que no nos dejemos arrastrar por él. Dicho de otro modo, sin la determinación y la fortaleza de los mártires, no existe auténtica esperanza.

Queridos donostiarras, con motivo de nuestras fiestas patronales, hemos solido elevar nuestras plegarias a Dios, por intercesión de San Sebastián y de la Virgen del Coro, pidiendo el “don de la paz”. Este año estamos celebrando a nuestro Patrono San Sebastián, a los pocos días de que la organización terrorista ETA haya hecho pública una declaración de tregua, y cuando aún la sociedad vasca reflexiona y debate en torno a esta cuestión. Nuestra sociedad ha experimentado unos sentimientos ambivalentes ante ese anuncio: la alegría y la esperanza por el alto de la violencia, pero también la decepción por la oportunidad perdida, cuando muchos esperaban la desaparición definitiva del terrorismo.
Todos nosotros, sin excepción, tenemos que hacer nuestra contribución a la paz: La clase política, las fuerzas de seguridad, el sistema judicial y penitenciario, los medios de comunicación, la Iglesia… y todos los ciudadanos. El mayor aporte que podemos hacer cada uno de nosotros a la causa de la paz, es vivir con intensidad y fidelidad, al servicio de la sociedad, la vocación que Dios nos ha dado a cada uno: Los políticos, en la búsqueda del bien común; los magistrados discerniendo con independencia y conforme a criterios de justicia y equidad; los cuerpos y fuerzas de seguridad, luchando honesta y eficazmente contra el crimen; el régimen penitenciario, caminando hacia una justicia restaurativa; los medios de comunicación, informando con objetividad y espíritu constructivo… ¿Y la Iglesia? ¿Qué cabe esperar de la Iglesia en el momento presente? ¿Cuál es su contribución principal en un proceso de pacificación y de reconciliación?

Sin duda alguna, la mayor contribución de la Iglesia a la paz, es la llamada a la conversión, que incluye el arrepentimiento y la petición de perdón. Es muy difícil, por no decir prácticamente imposible, alcanzar la deseada paz, sin un verdadero arrepentimiento por la violencia y los daños causados. La paz no tendría unas bases firmes si estuviese fundada en meros cálculos estratégicos de efectividad. No podemos aceptar el pensamiento de quienes afirman que la violencia tuvo su razón de ser en otro contexto, pero que en el momento presente ha dejado de tenerlo. Quienes así sienten y piensan, no sólo corrompen el mismo concepto de la paz, sino que la fundan sobre bases inestables.
Por el contrario, si la violencia no tiene razón de ser hoy, ¡es que no la ha tenido nunca! Es necesario empezar por purificar todas las imágenes “idealizadas” o “románticas” que hemos elaborado en la historia de la humanidad en torno a episodios violentos. Así lo enfatizaba el polaco Adam Michnik, en su lucha no violenta contra el régimen soviético: "Quienes empiezan asaltando bastillas acaban construyendo otras. La no violencia no es una cuestión de táctica, sino de principios". La violencia nada tiene que ver con la valentía y el arrojo, sino con la cobardía y el recelo. En el fondo, tenemos que llegar a entender que la violencia es el miedo a las ideas de los demás, combinado con la poca fe en las propias.
Para entender la gravedad de la violencia, es básico tener la capacidad de ponernos en el lugar de quienes la padecen. La máxima evangélica que nos dice “compórtate con los demás, como quisieras que se comportasen contigo” (Mt 7, 12), es un fiel reflejo de la llamada a juzgar nuestras propias actuaciones desde la perspectiva de quienes se ven afectados por ellas.
Soy consciente de que algunos juzgarán que esta aportación que hace la Iglesia, es equiparable, en términos populares, a un “empezar la casa por el tejado”. Sin embargo, creemos que el arrepentimiento, lejos de ser un sobreañadido en el tejado, forma parte de los cimientos de la paz. Mientras no cambiemos nuestra prontitud para ver la paja en el ojo ajeno, y seamos incapaces de ver la viga en el nuestro (cfr. Mt 7, 3), los esfuerzos para construir la paz, no serán otra cosa que un falso equilibrio estratégico de egoísmos.
Evocando nuevamente al Siervo de Dios Juan Pablo II, creemos que “la espiral de la violencia sólo se frena con el milagro del perdón”:
+ Por ello, y en primer lugar, no podemos pedir generosidad a las víctimas, sin mostrarles previamente un arrepentimiento sincero y coherente, acompañado de una petición humilde de perdón. Las víctimas del terrorismo no deberían ser percibidas jamás como una presencia embarazosa en un proceso de pacificación; sino que, al contrario, su necesaria participación está llamada a ser una garantía de la verdadera paz.
+ En segundo lugar, el perdón de las víctimas a sus agresores, sólo es posible desde la misericordia del Corazón de Cristo, que nos dio el mandamiento del amor al prójimo; el cual incluye también el amor a nuestros enemigos. Ahora bien, Jesús no predicó el perdón como un mero “mandato”, sino que previamente nos lo ofreció como un don, como muestra de su amor gratuito. ¡Cómo no recordar las palabras de Cristo en la Cruz, pronunciadas en favor de todos y cada uno de nosotros: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”!

Queridos hermanos, he aquí la contribución principal de la Iglesia Católica a la paz: la proclamación de la misericordia de Dios Padre, manifestada en el perdón de Jesucristo, que nos llama a nuestra conversión personal. Los instrumentos que proponemos para este camino son múltiples: la escucha de la Palabra de Dios, la oración, el examen de conciencia, la apertura a la corrección, la sensibilidad reparadora, las obras de caridad… y, por supuesto, la celebración del Sacramento del Perdón de los pecados.
Soy consciente de que estamos en una sociedad que compagina sus raíces religiosas con una fuerte secularización. Una parte de la sociedad afirma sentirse extraña al cristianismo; si bien es cierto que los cristianos no nos sentimos extraños a la sociedad. Es obvio que la predicación de la Iglesia no se impone a todos, sino que se propone a cuantos libremente quieran acogerla… Sin embargo, creemos sinceramente que las bases en las que el Evangelio funda la paz, son válidas y necesarias para el conjunto de la sociedad, más allá incluso de nuestro credo religioso.

Concluyo invocando a nuestro Patrono, San Sebastián, quien a pesar de ser un profesional de las armas, prefirió morir que matar, prefirió la fe en Dios a la gloria de los hombres, prefirió el amor al triunfo humano... Nuestras calles están hoy llenas de niños, que desfilan tocando la tradicional tamborrada. Ellos necesitan, más que nadie, de modelos y referencias morales y espirituales, que les ayuden a encaminarse por sendas de paz y de justicia. Propongámosles a San Sebastián, como modelo de aquel soldado en el que se cumplen las palabras del profeta Isaías: “De las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. ¡Casa de Jacob, en marcha! Caminemos a la luz del Señor” (Is 2, 4-5).

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"


DERECHO INALIENABLE

Que la libertad es como el aire que un ser humano precisa para vivir, nadie lo pone en duda. La auténtica libertad, la que nada tiene que ver con hacer lo que uno quiere por encima de todo, está tan dentro de la persona que no hay cadenas que puedan apresarla. De ello han hablado muchos filósofos conscientes del alcance de esta facultad del ser humano. Lo que pensamos y lo que queremos es propiedad de cada cual. Es un coto privado y nadie más que nosotros tiene la llave para entrar en él. En una palabra: no hay forma de que otro penetre en los entresijos de nuestra mente y de nuestro corazón. Cada persona determina a quien confía lo que piensa y lo que anhela, y sólo ella sabe lo que está dispuesta develar. Esta facultad con la que hemos sido creados es un instrumento poderosísimo, patrimonio de todo ser humano con independencia de sus creencia, raza, edad y condición. Ni siquiera a un esclavo se le puede arrebatar. Esto debería tranquilizarnos y darnos alas. Digo esto porque en aras de esta libertad podemos y debemos defender lo que estimamos como lo más alto y lo que más conviene a nuestra vida. Y me acerco al aspecto que quiero abordar aquí. Porque no tengo intención de realizar un breve discurso en torno a la libertad y la responsabilidad extrayendo de ellas aspectos relativos a la ética, por ejemplo. Es decir que no voy a entrar en disquisiciones relacionadas con los derechos y deberes que acompañan a la libertad. Me propongo recordar que el allanamiento de la libertad en lo concerniente a la fe que se viene manifestando en determinadas sociedades, entre otras, la española, está rozando o ha llegado ya a límites más que preocupantes.

Hay países en los que la mordaza que han puesto a esta libertad está teñida de sangre. Sin llegar a ese gravísimo extremo, los creyentes nos despertamos cada día en distintos puntos del mundo, también en España, constatando que poco a poco nuestro entorno es o va volviéndose deliberadamente hostil. Y las libertades de las que se habla en términos demagógicos, que no tienen ni dirección, ni unidad, ni sentido últimos, tratan por todos los medios de desplazar o dejar sin espacio la libertad de fe y de culto, asfixiándola sin contemplaciones. El aserto es claro. Si la fe está hondamente clavada en nuestro corazón, todo intento de sofocarla está condenado al fracaso.

Preocupado por las noticias que llegan de distintos puntos del mundo, el Papa Benedicto XVI ha vuelto a salir al paso inaugurando este año 2011 con una rotunda petición a los gobiernos de que respeten la libertad religiosa. En la Verbum Domini (n. 113) ya dijo con voz alta y clara: “'Si no hay lugar para Cristo, tampoco hay lugar para el hombre'". ¿Qué significado tienen estas palabras para un creyente? No olvidemos que las palabras que el Papa pronunció a primeros de año constituyen también un toque de atención para nosotros; no se dirige únicamente a los políticos. Tenemos un arma infalible y disuasoria para quienes pretenden imponernos formas de pensar que no están en consonancia con los valores éticos y morales contenidos en el Evangelio: el testimonio de una vida amasada en la oración. Para qué apelar a las garantías constitucionales que avalaron en su momento el Derecho Fundamental a la Libertad Religiosa y de Culto en España. En la realidad, como estamos viendo, estas garantías muchas veces se quedan en papel mojado. A la postre no son más que palabras que se lleva el viento. Son tan débiles que se quiebran fácilmente.

Pero la fidelidad es insobornable cuando está firmemente cimentada y se nutre de todo lo que la Iglesia pone a nuestro alcance, como es la Eucaristía. La lectura diaria de un capítulo del Evangelio y la oración en silencio durante unos minutos es algo que está al alcance de todos. Un gran número de personas que se consideran creyentes dedica varias horas diarias viendo programas en los que se da rienda suelta a instintos y tendencias malsanas. Cuando se llenan de este modo tantos minutos al día es fácil caer en la crítica insana. Lo que alguien denominó hace años “programas basura” no hace más que atenazar la mente. Y ésta debe quedar liberada de tanta hojarasca para otear horizontes más altos. Por el contrario, las prácticas mencionadas, oración, Eucaristía, lectura del Evangelio, etc., nos enriquecen y se proyectan en los demás. Son una vía de conversión.

La libertad es un derecho inalienable, pero difícilmente podemos hacerlo valer cuando se trata de la defensa de la fe si nuestros semejantes, en particular los que critican a la Iglesia, o deambulan entre un mar de dudas, no ven en nuestra conducta los signos de quienes sitúan a Cristo en el centro de su existencia. Sabemos de sobra que las palabras no sirven de nada si no van acompañadas de la vivencia. Así que, hemos de sacudirnos la pereza porque si dejamos que invadan lo que es más nuestro con un laicismo avasallador que encumbra la intolerancia instándonos a adoptarla como lo más natural del mundo, seremos cómplices de incontables desmanes. No lo digo yo, es una reflexión antigua y constante de incontables personas: cuando se cierran las puertas a Dios se clausura toda esperanza.