sábado, 22 de enero de 2011

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"


DERECHO INALIENABLE

Que la libertad es como el aire que un ser humano precisa para vivir, nadie lo pone en duda. La auténtica libertad, la que nada tiene que ver con hacer lo que uno quiere por encima de todo, está tan dentro de la persona que no hay cadenas que puedan apresarla. De ello han hablado muchos filósofos conscientes del alcance de esta facultad del ser humano. Lo que pensamos y lo que queremos es propiedad de cada cual. Es un coto privado y nadie más que nosotros tiene la llave para entrar en él. En una palabra: no hay forma de que otro penetre en los entresijos de nuestra mente y de nuestro corazón. Cada persona determina a quien confía lo que piensa y lo que anhela, y sólo ella sabe lo que está dispuesta develar. Esta facultad con la que hemos sido creados es un instrumento poderosísimo, patrimonio de todo ser humano con independencia de sus creencia, raza, edad y condición. Ni siquiera a un esclavo se le puede arrebatar. Esto debería tranquilizarnos y darnos alas. Digo esto porque en aras de esta libertad podemos y debemos defender lo que estimamos como lo más alto y lo que más conviene a nuestra vida. Y me acerco al aspecto que quiero abordar aquí. Porque no tengo intención de realizar un breve discurso en torno a la libertad y la responsabilidad extrayendo de ellas aspectos relativos a la ética, por ejemplo. Es decir que no voy a entrar en disquisiciones relacionadas con los derechos y deberes que acompañan a la libertad. Me propongo recordar que el allanamiento de la libertad en lo concerniente a la fe que se viene manifestando en determinadas sociedades, entre otras, la española, está rozando o ha llegado ya a límites más que preocupantes.

Hay países en los que la mordaza que han puesto a esta libertad está teñida de sangre. Sin llegar a ese gravísimo extremo, los creyentes nos despertamos cada día en distintos puntos del mundo, también en España, constatando que poco a poco nuestro entorno es o va volviéndose deliberadamente hostil. Y las libertades de las que se habla en términos demagógicos, que no tienen ni dirección, ni unidad, ni sentido últimos, tratan por todos los medios de desplazar o dejar sin espacio la libertad de fe y de culto, asfixiándola sin contemplaciones. El aserto es claro. Si la fe está hondamente clavada en nuestro corazón, todo intento de sofocarla está condenado al fracaso.

Preocupado por las noticias que llegan de distintos puntos del mundo, el Papa Benedicto XVI ha vuelto a salir al paso inaugurando este año 2011 con una rotunda petición a los gobiernos de que respeten la libertad religiosa. En la Verbum Domini (n. 113) ya dijo con voz alta y clara: “'Si no hay lugar para Cristo, tampoco hay lugar para el hombre'". ¿Qué significado tienen estas palabras para un creyente? No olvidemos que las palabras que el Papa pronunció a primeros de año constituyen también un toque de atención para nosotros; no se dirige únicamente a los políticos. Tenemos un arma infalible y disuasoria para quienes pretenden imponernos formas de pensar que no están en consonancia con los valores éticos y morales contenidos en el Evangelio: el testimonio de una vida amasada en la oración. Para qué apelar a las garantías constitucionales que avalaron en su momento el Derecho Fundamental a la Libertad Religiosa y de Culto en España. En la realidad, como estamos viendo, estas garantías muchas veces se quedan en papel mojado. A la postre no son más que palabras que se lleva el viento. Son tan débiles que se quiebran fácilmente.

Pero la fidelidad es insobornable cuando está firmemente cimentada y se nutre de todo lo que la Iglesia pone a nuestro alcance, como es la Eucaristía. La lectura diaria de un capítulo del Evangelio y la oración en silencio durante unos minutos es algo que está al alcance de todos. Un gran número de personas que se consideran creyentes dedica varias horas diarias viendo programas en los que se da rienda suelta a instintos y tendencias malsanas. Cuando se llenan de este modo tantos minutos al día es fácil caer en la crítica insana. Lo que alguien denominó hace años “programas basura” no hace más que atenazar la mente. Y ésta debe quedar liberada de tanta hojarasca para otear horizontes más altos. Por el contrario, las prácticas mencionadas, oración, Eucaristía, lectura del Evangelio, etc., nos enriquecen y se proyectan en los demás. Son una vía de conversión.

La libertad es un derecho inalienable, pero difícilmente podemos hacerlo valer cuando se trata de la defensa de la fe si nuestros semejantes, en particular los que critican a la Iglesia, o deambulan entre un mar de dudas, no ven en nuestra conducta los signos de quienes sitúan a Cristo en el centro de su existencia. Sabemos de sobra que las palabras no sirven de nada si no van acompañadas de la vivencia. Así que, hemos de sacudirnos la pereza porque si dejamos que invadan lo que es más nuestro con un laicismo avasallador que encumbra la intolerancia instándonos a adoptarla como lo más natural del mundo, seremos cómplices de incontables desmanes. No lo digo yo, es una reflexión antigua y constante de incontables personas: cuando se cierran las puertas a Dios se clausura toda esperanza.

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