jueves, 20 de mayo de 2010

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"

¿VER PARA CREER?

Entre las bienaventuranzas hay una que ensalza específicamente la fe. Creer sin ver es una característica de la inocencia evangélica. En realidad la mayoría de las personas poseen esa virtud aunque no se percaten de ello. Pero es una fe natural. Y esa fe que nos guía en la vida no exige ningún esfuerzo porque está fuertemente anclada en ella. Es decir, generalmente nadie vive sumido por completo en la desconfianza. Siempre hay algo que nos alumbra y empuja a seguir creyendo, pese a todo lo que pueda suceder. Sin embargo, hay otra vertiente en la fe que es sobrenatural. Y ella es la garantía de las cosas que se esperan, como decía San Pablo. Es una gracia que tenemos que suplicar y conservar.

En la vida diaria nos hemos acostumbrado a lo empírico, lo que podemos contrastar por medio de la experiencia. Y esta actitud, que es propia de la ciencia, la hacemos extensible a lo demás. Dicho en otras palabras, tenemos que ver para creer. De una persona no cabe esperar que actúe previsiblemente, de un modo determinado, respondiendo a un patrón de cálculo que alguien ha diseñado. Es decir, que la gran parte de sus vivencias escapan al control del método científico. Por ejemplo, el dolor no se puede medir y sin embargo no sólo es el hecho universal que nos vincula a los seres humanos, sino que influye poderosamente en ellos en todos los sentidos. Creer en alguien sin necesidad de ver es esperarlo todo de esa persona. Significa que estamos por encima del raciocinio y aceptamos la supremacía de una criatura que esconde un inmenso y rico caudal. Es aceptar sin duda alguna que aún en el caso de que haya actuado mal siempre puede cambiar.

Llevado a lo cotidiano este creer sin ver, la verdad es que da mucho que pensar. Entre otras cosas, podemos darnos cuenta de lo fácil que es juzgar la conducta ajena cuando nos pertrechamos tras los prejuicios. Cuando el Cardenal Ratzigner fue elegido Sumo Pontífice y sucesor del Papa Juan Pablo II un enjambre de comentarios, y no precisamente amables, envolvieron su incipiente pontificado. Su pasado como cardenal, impropiamente traído a colación y lleno de críticas infundadas, como siempre se hace con lo que se desconoce, por mor de los medios de comunicación se extendió por los confines del mundo. Siempre que alguien ocupa una misión de relevancia, los ojos de los demás se posan en él. En el caso del Vicario de Cristo las miradas que le seguían eran incontables, escrutando sus pasos, sus gestos, sus palabras… No pocas críticas han suscitado actuaciones, mensajes, discursos…, hasta ahora con estos terribles hechos acaecidos en el seno de la Iglesia que están saliendo a la luz. No hace tanto que también se le culpaba por ellos, como en este blog se recordó.

Pero en los últimos días, las declaraciones efectuadas por Su Santidad en su reciente viaje a Portugal han desencadenado un efecto interesante en quienes necesitan ver para creer, que no son todos ni mucho menos. Y así han girado sobre sus pasos para reconocer, aún con timidez, que lo que malamente se esperaba de él no se estaba produciendo. No han podido ocultar su sorpresa al ver que en lugar de actuar con la supuesta coraza que se le presuponía, en medio de un “oscurantismo” en el que tantos le habían encerrado, el anciano Pontífice salía en defensa con toda valentía de los débiles y necesitados –con los que siempre ha estado–, y no le dolían prendas para apelar a la justicia.

Uno de los periódicos de mayor tirada e influencia social de este país ha dedicado una atención inusual a este último viaje, introduciendo un análisis de la trayectoria del Papa en esta línea que vengo subrayando. Y es que S.S. Benedicto XVI, una vez más, se dejaba guiar por la Luz y la Verdad que es Cristo. Si hubieran examinado con rigor su impecable trayectoria, si analizaran escrupulosamente sus escritos, se darían cuenta de que la inmensa ternura que se esconde en esa menuda figura, de mente privilegiada y extraordinario corazón, no era nueva. Pero, en fin, es de agradecer que al menos alguna vez se den cuenta de la grandeza y carisma del Romano Pontífice. También de que trasladen sus impresiones a sus muchos lectores. Eso sí, Cristo les diría, como hizo con Tomás: “¿Crees porque me has visto? Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20, 29).