viernes, 24 de junio de 2011

Por Isabel Orellana

Vanas promesas


Algunos pasquines de Málaga estaban revestidos hace unos días con el anuncio de una conferencia en la que se auguraba una felicidad “ilimitada”. Me sorprende que todavía haya quienes puedan asistir a esta clase de eventos creyendo que el gurú de turno va a solventarles su día a día. No existe nadie ni nada en el mundo que pueda otorgarnos una satisfacción “sin límites”. La felicidad es efímera y subjetiva. Lo que satisface a unas personas en un momento dado, no les dice demasiado o nada a otras. Incluso lo que en un instante nos produjo una sensación agradable y dichosa, puede que si se repite no se haga notar con esa fuerza en la que surgió la vez primera. Todos tenemos experiencia cotidiana de que el cumplimiento de los sueños y de las ilusiones que nos hemos forjado, una vez conseguidas dejan de atraernos o pierden interés. En este sentido, los seres humanos somos inconstantes; reemplazamos rápidamente unas cosas por otras. Y en ese mismo afán que se sucede de manera incesante no se encierra precisamente la felicidad. Se puede decir que pasamos por el mundo queriendo atrapar una dicha que se resbala de nuestras manos; se escapa a nuestro control. Y esa misma inquietud que en el fondo nos anima y mantiene vivos porque siempre hay una razón por la que luchar es muy positiva para muchos y quizá no tanto para otros, pero desde luego, no contiene ese concepto de felicidad promocionado en el anuncio aludido.

El problema no está en la felicidad, sino en prometer que van a darnos las claves para que sea “ilimitada”, porque esta extensión que, en teoría, se tendría que mantener como una constante en el tiempo es imposible que se dé en la realidad. Por desgracia, todos tenemos a nuestro alrededor personas conocidas y cercanas, familiares directos, amigos, compañeros, etc., que sufren por diversos motivos: problemas convivenciales, envidias, recelos, resentimientos, falta de trabajo, dificultades económicas, situaciones delicadas de salud y tantos otras circunstancias que hacen inviable esa supuesta felicidad se mantenga sin altibajos. Qué hacemos frente a las catástrofes, la hambruna y la guerra, tantos conflictos e injusticias que conocemos todos los días, ¿miramos hacia otro lado? Incluso quien tiene muchos bienes materiales, no siempre es feliz; es más, a veces ni siquiera lo es, porque la felicidad no está recluida en las posesiones. Así que, no hagamos promesas que no podemos cumplir. Sólo los incautos se dejan atrapar por ellas. Y con esa ingenuidad juega el sincretismo, porque de ahí proviene el anuncio del pasquín. Unas cuantas recetas, bien dosificadas, con una música adecuada y las velas de rigor pueden sumir en un sueño letárgico al común de los mortales haciéndole creer lo increíble. Después, cuando cada cual regrese a su casa, la cruda realidad le saldrá al encuentro, y entonces, ¿a quién puede reclamar?

Cualquier promesa que hagamos lleva aneja la exigencia. Todo cuesta, y aún más el amor que es el que, cuando se da a manos llenas, produce una felicidad que no se obtiene por otros medios, digan lo que digan estos “predicadores” de turno que posiblemente nunca introducirán expresiones como abnegación, sacrificio, entrega, donación, salir de uno mismo para pensar en los demás, etc. Si lo hicieran, desaparecería mucha de su audiencia. Si queremos hablar de una cierta dicha imperecedera solamente podemos utilizar estos términos y aún así mientras estemos en este mundo tendrá sus límites. Con todo, y pese a esta limitación, en lo más recóndito de nuestro corazón se va abriendo paso la esperanza y la fortaleza, todo lo cual nos anima a seguir acercándonos a otros para darles lo mejor que tenemos, algo que está al alcance de cualquiera: una palabra amable, un gesto de paciencia, la actitud de respeto, comprensión, confianza, y todos los valores que harían de nuestra convivencia un cierto paraíso. Pero no esperemos que caiga del cielo como un maná esa felicidad prometida y menos que sea “ilimitada” quedándonos con los brazos cruzados, aislados con nuestras tendencias y egoísmos, en una especie de burbuja que sólo abrimos para recibir y que cerramos a cal y canto cuando se trata de dar. Y no lo olvidemos, el gozo de quien se entrega tampoco es ilimitado, pero al menos va marcándole el sendero estimulándole para seguir creciendo en esa donación, que si aquí en la tierra es sumamente satisfactoria aunque tenga sus límites, apunta a una permanencia ilimitada en la vida eterna.
Se ha dicho en muchas ocasiones que cuando falta la fe o se le da la espalda, ese vacío se llena con cualquier cosa. El pasado 19 de junio de este año de 2011 el Papa Benedicto XVI ha vuelto a recordar los peligros que conlleva el hedonismo frente a la fe, que es su mayor riqueza y no la material, o los logros personales y sociales. Cuando asegura que la sustitución de los valores cristianos por otros sucedáneos conduce al fracaso, y deriva en tantas crisis familiares que afectan gravemente a los hijos, no hace más que destacar lo que sucede en realidad. Mientras muchos entornan los ojos esperando que se cumplan vanas promesas, las redes del vacío y de un deambular sin rumbo fijo van penetrando en los corazones, y en cualquier estamento de la sociedad, sea económico, científico, político, etc. Un movimiento de “indignados” se ha puesto en marcha y va in crescendo. Pues bien, sería insuficiente vociferar aunque sea pacíficamente, lanzar consignas fundamentadas en la realidad, o tomar otras medidas, sino se actúa “desde dentro”, con un compromiso personal bien asentado, cargado no sólo de razones, digamos objetivas, sino pertrechado de valores morales vividos. Cambia la sociedad si cada uno de nosotros lo hace, y para eso hace falta mucho más que salir a la calle, aunque sea conveniente y hasta necesario en ciertos momentos históricos, como el nuestro. El Papa ha subrayado las “rápidas transformaciones culturales, sociales y políticas, que han determinado nuevas orientaciones y han modificado la mentalidad, costumbres y la sensibilidad”, pero ha hecho notar también que hemos de ser “cristianos presentes, decididos y coherentes” ya que la tarea que tenemos por delante es delicada y exige de nosotros una entrega sin paliativos. Emulando al beato Juan Pablo II, que nos instó a movernos sin temor, recordemos que con Dios a nuestro lado lo podemos todo, teniendo presente que la vida no se llena con fáciles consignas, aunque suenen bien.