martes, 30 de junio de 2009

Fin de Año Paulino

De la mano de San Pablo

Coincidiendo con la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, hace un año se inauguraba el Jubileo del Año Paulino, convocado por Benedicto XVI con motivo del dos mil aniversario del nacimiento del “Apóstol de los gentiles”. Llegado el momento de su clausura, damos gracias a Dios porque, pasados estos doce meses, nos hemos familiarizado más con la vida y el legado espiritual de San Pablo, cuyas Cartas escuchamos con tanta asiduidad en las Eucaristías dominicales.
A lo largo de este año, se ha realizado un notable esfuerzo a distintos niveles, para dar a conocer su figura y su doctrina: homilías dominicales, publicación de biografías, conferencias divulgativas, congresos académicos, cursillos formativos sobre sus diversas Cartas, peregrinaciones tras las huellas de San Pablo por la llamada Ruta Paulina, películas, etc. De una forma especial, cabe destacar las veinte catequesis impartidas por el Papa, en los habituales encuentros que mantiene los miércoles con los peregrinos que acuden a Roma. La editorial de la Conferencia Episcopal Española (Edice), ha publicado estas bellísimas y profundas catequesis en un libro titulado Aprender de San Pablo, que bien pudiera servirnos para dejar grabado en nosotros el legado de este Año Paulino que ahora finaliza. Mención aparte merece la incorporación de las iglesias ortodoxas a este Jubileo convocado por el Papa, tal y como anunció el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I.
Sólo los enamorados enamoran
La fuerza de San Pablo nace de su profunda experiencia interior: "Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Fundado en la conciencia de saberse amado incondicionalmente por Cristo, Pablo vive con radicalidad los consejos evangélicos: “Por mi parte, muy gustosamente me daré y me desgastaré totalmente por vosotros” (2 Co 12, 15). La consecuencia lógica de todo esto es que la figura de Pablo “arrastró” en su tiempo –y lo sigue haciendo en el presente- a muchísimas personas, al seguimiento de Cristo: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).
He aquí una de las intuiciones que más ha sido subrayada en este Año Paulino que llega a su fin: La Nueva Evangelización sólo podrá ser acometida con éxito por quienes estén “enamorados de Cristo”. Las características del momento en que vivimos acentúan más, si cabe, esta convicción. La secularización interna de la Iglesia se caracteriza por un estilo de vida relajada, “alérgico” a cualquier sacrificio y renuncia, que se expresa con un discurso plano, en el que sólo se desarrollan los puntos de consenso con la cultura dominante. La experiencia nos demuestra que por este camino, todos los proyectos pastorales están condenados a la esterilidad.
San Pablo no buscó gratuitamente conflictos, pero tampoco los rehuyó cuando se presentaron. Nunca cedió a la tentación de procurar una falsa armonía con su entorno, sino que “combatió” decididamente con la espada de la palabra. En su ministerio apostólico no faltaron incomprensiones y disputas, tal y como él mismo reconoce: "Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas... Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1 Ts 2, 2. 5).
Sin embargo, no podemos olvidar que la clave del ministerio de San Pablo no está en su espíritu combativo; sino que, más bien hemos de decir que, la clave del espíritu combativo de Pablo se explica por su “encuentro” con el Resucitado: “Todo lo juzgo como pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3, 8). Lo que motiva a San Pablo es el hecho de ser amado por Cristo, de donde se deriva un celo apostólico inagotable. El espíritu de lucha que muestra el Apóstol de los gentiles en sus Cartas, así como su capacidad de sufrimiento, es proporcional a su amor por Cristo.
La sabiduría de la cruz, cumbre del amor
La vida de San Pablo es un ejemplo práctico del mensaje evangélico que nos introduce en la sabiduría de la cruz: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para nosotros (…), fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 11, 23). Aunque pueda parecer paradójico, la cruz es “sabiduría” para los judíos, porque revela el auténtico rostro de Dios, que el Antiguo Testamento sólo había podido mostrar parcialmente. Al mismo tiempo, la cruz es “sabiduría” frente a la filosofía griega, demasiado segura de sí misma y de su lógica.
Gracias a Jesucristo, la cruz se ha convertido en la llave humilde que nos abre al misterio de la gracia divina. Así lo ha experimentado San Pablo a lo largo de toda su vida: “«Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (…) porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12, 10).
Este es el regalo que nos da San Pablo como conclusión de su Año Jubilar: la sabiduría de la cruz, reveladora del amor. La cruz es el camino que certifica y autentifica el amor… ¡No te tengamos miedo a la cruz, porque sería tanto como tenerle miedo al amor! Es imposible acercarse a la figura de San Pablo sin recibir una invitación a la conversión. ¡Glorifiquemos a Dios por la vida de Saulo de Tarso, testigo del amor apasionado de Dios por cada uno de nosotros y de la respuesta ardiente de quienes se dejan alcanzar por la llamada divina!



Obispo D. Jose Ignacio Munilla

Por Jose Luis Arranaz

LAS MONJITAS DEL CÍSTER

Con qué facilidad hemos cerrado los malagueños cuatro siglos de historia compartida. Cuatrocientos años desde que unas monjas cistercienses llegaran a nuestra capital, se instalaran en lo que suponemos que también entonces sería el mismísimo centro de la ciudad, frente a la Catedral, y desde allí empezasen una labor callada y permanente de acercamiento a Dios a través de la oración y de sus dulces cánticos que, sin duda, hermosearían las mañanas y las noches de aquellas gentes de entonces, mucho más propensas que las actuales a recibir la gracia del Espíritu.
Tan grata, tan carismática, tan agradecida y tan necesaria a la vez ha sido su estancia entre los malagueños que esta comunidad de religiosas dio nombre oficial a la calle que las albergaba y así surgió la calle del Císter, que será lo único que a partir de ahora nos traiga a la memoria su dulce venida.
Y eso desgraciadamente hasta dentro de pocos años, porque en una o dos generaciones se olvidará por completo el significado del nombre de la calle y muchos malagueños llegarán a preguntarse qué significa ese nombre y cual es su vinculación con Málaga. No sabrán que durante 400 años nada menos, las oraciones de esas monjas de clausura han mantenido a los malagueños más cerca de Dios, porque mientras nosotros nos entreteníamos en otros menesteres menos altos, más prosaicos, olvidados quizás de la grandeza de la oración las monjitas, dulce y calladamente, escondidas tras las celosías de su cenobio, cumplían el agradable mandato divino de acercar la Verdad para intentar que entrara en nuestros corazones.
Y ahora se han ido. Que fácil es, repito, borrar de un plumazo nada menos que 400 años de historia.
Y se han ido en medio de la indiferencia general. Y en una lastimosa muestra de desamor por parte de Málaga, esta Málaga que las acogió entonces pero que por lo que ahora se ve no ha sabido, de verdad, abrirles a las monjitas del Císter las puertas del corazón.
Con qué razón nuestro Poeta de la Raza, Salvador Rueda, llamaba “madrastra” a Málaga, con todo el dolor de su alma.
Dicen en el Obispado que desde allí no ha podido hacerse gestión alguna al ser el monasterio del Císter completamente autónomo en sus decisiones.
En iguales o parecidas palabras se han expresado algunos miembros del Ayuntamiento malagueño.
Acepto con todo respeto esas opiniones pero permítanme que no las comparta.
Y no las comparto porque siempre se hace algo si de verdad se quiere hacer. Si de una manera oficial no se podía hacer nada por aquello de la autonomía monacal, estoy seguro de que sí que se pudo hacer, y mucho, desde la Iglesia local y desde el Ayuntamiento malagueño para que las monjitas del Císter no se vieran obligadas a marchar. Pero, claro, había que querer hacerlo.
Por ejemplo, promover calladamente y “entre bastidores” (permítanme el símil teatral) la llegada a nuestro convento del Císter de otras monjas procedentes de otros conventos posiblemente también en decadencia de vocaciones pero con menos arraigada historia que el de nuestra ciudad. Igual que nuestras monjitas se han visto obligadas a irse a Santo Domingo de la Calzada, también podrían haberse venido a Málaga desde otros lares cistercienses.
Pero lo cierto es que las hemos dejado irse. Así de fácil y así de triste.
La calle del Císter se ha quedado algo más vacía, algo más triste, algo más desarbolada. O, como dijo el poeta: “Mi calle ya no es mi calle/que es una calle cualquiera/camino de cualquier calle”.
Nos queda el consuelo de que también desde su nuevo destino las monjitas llegadas de Málaga seguirán rezando por nosotros. Ellas, que en su corazón no se encierra más que amor, habrán sabido perdonar el despego de los malagueños.
Pero sin duda, como seres humanos, también habrán llegado a hacerse la misma pregunta que yo me hago ahora:
¿Por qué, Señor, por qué?

martes, 9 de junio de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "

Símbolos y laicismo



No sé a ustedes, queridos lectores, pero la imagen de una persona que contempla una antigua fotografía o acaricia un objeto familiar por la ternura que desprende, sigue emocionándome. No digamos cuando se trata de un moribundo que se aferra a un crucifijo y “atraviesa” este mundo con él. Un profundo respeto se apodera de los presentes que no osarían arrebatarle el único tesoro que quiere llevarse. Ese instante de lucidez postrero es único, sin duda. En él se sintetiza el alcance y peso de la indigencia humana, y la debilidad alcanza las notas más altas del lirismo al tener puesta la última mirada en el creador. El temblor de muchos que llegan al final de su vida alejados de la fe, ante la duda de lo que podrán encontrarse tras la muerte, solicitan la confesión, aceptan recibir la unción del enfermo y si alguien les procura un rosario o un crucifijo depositarían en él su último ósculo.

Todo esto es un símbolo y, a la par, es más que eso. El estado lo sabe. Y en esta carrera emprendida para establecer el laicismo en la sociedad erradicando, como si fuera la peste, cualquier elemento religioso, hoy, día 4 de junio de 2009, salta nuevamente la noticia a los medios de comunicación: “El Gobierno eliminará los símbolos religiosos. Desaparecerán de hospitales, cuarteles, cárceles o colegios públicos, así como en los actos oficiales o funerales de Estado // La normativa que ultima Justicia regulará por primera vez la objeción de conciencia // El ministro […] asegura que la reforma “no va contra nadie”.

¿Qué es un símbolo? El Diccionario de la Real Academia Española lo define como la “representación sensorialmente perceptible de una realidad, en virtud de rasgos que se asocian con esta por una convención socialmente aceptada”. Esta definición refleja convenientemente la reacción que suscita en todos la contemplación de un símbolo, y se puede confundir fácilmente con la que también despierta una señal bien sea de tráfico, indicativo de la existencia de un hospital, de la presencia de una farmacia, de socorro, etc. Efectivamente, son fruto de convenciones socialmente aceptadas, pero quedan grabadas en la mente simplemente como asociación.

Es indudable que también los símbolos políticos, asociaciones culturales, recreativas, artísticas, comerciales, deportivas, etc, tienen esta raíz asociativa, nacida como fruto de una convención. Pero en algunos existe otro componente emocional, más hondo, que trasciende los elementos figurativos y pictóricos identificativos que los ilustran. Muchos han sido inductores de virtudes como el valor. ¡Cuántas batallas se han ganado en la historia blandiendo una bandera! ¡Cuántas lágrimas se habrán derramado en la emigración escuchando el himno de la patria! Pero todo esto se quiere borrar de un plumazo. Porque si la emoción se neutraliza, esto es, si la desvinculamos de lo que ha servido para estímulo de un pueblo, lo dejamos a merced de otras ideas, lo separamos, por así decir, de su cordón umbilical.

Es lo que se pretende con la erradicación del símbolo religioso: dejar desnudo de la creencia a un pueblo. Es muy fácil. Basta con conseguir que los niños no se sientan identificados con nada, para llevarlos y traerlos por el camino que se les trace. Se defiende lo que se ama, Se clava dentro del corazón lo que se ha respirado y ha quedado anclado dentro fuertemente. Se lucha por lo que se siente forma parte de la vida hasta el punto de que se está dispuesto a morir por ello. Y si, como se ha recordado, millones de personas a lo largo de la historia han muerto defendiendo la bandera de su país, qué decir de los millones que han entregado su vida blandiendo el símbolo de la cruz. Los símbolos podrán nacer como fruto de una convención, pero si lo que representan, como es el caso de los religiosos, no es de este mundo, y nos han enseñado a amarlo desde la infancia, difícilmente se puede arrebatar. Nada se erradica de la mente ni del corazón cuando se ha grabado a fuego.

Se proyecta “borrar” los símbolos religiosos de los colegios, de las cárceles y hospitales, en suma, de los lugares donde se forja parte de la conciencia de un ser humano y de aquellos en los que anida el drama. Saben bien lo que hacen. En la cruz vemos al Hijo de Dios, al Dios de la salvación. Ante él nos arrodillamos para orar, para dar gracias, para suplicar, para pedir que nos dé fuerzas, para vivir junto a Él en silencio… ¿Cómo privar a un niño de que crezca amando los símbolos de la fe, de que afronte luego su vida con esperanza?, ¿cómo se puede privar a un enfermo, a un moribundo, de ese postrer consuelo de ver una cruz cuando le falte el aliento?

Hay tantas cosas que se podrían decir que faltan palabras. Y, sin embargo hay una que no podemos olvidar: si verdaderamente amamos, no dejemos que nos lo arrebaten. Estamos a tiempo.

martes, 2 de junio de 2009

Por Isabel Orellana

" Lo mas importante "

Con sentido común
Breve apunte en torno al embrión y algunos desmanes



Enfrente de mi casa hay un nido de cernícalos, ave protegida en España. Llevo varios años observando el proceso seguido desde la concepción hasta el vuelo final de sus crías. Cuando veo los huevos, sé que hay un ser vivo, y aunque espero que nazcan varias rapaces “falco naumanni” (de la familia de los falcónidos, a la que pertenece la especie), ni los concibo con este nombre –no lo necesito–, ni se me ocurre pensar que cuando rompen el cascarón voy a encontrar algo distinto de lo que espero, que no es otra cosa que nuevos cernícalos. Será porque a este nido, afortunadamente, no ha llegado la mano del hombre para experimentar cruces de aves distintas. Las demás cuestiones le corresponden a los naturalistas.
Bueno, pues resulta que la señora ministra de Igualdad señala que el fruto que vive en el vientre de una madre, a las trece semanas “no es un ser humano”. ¿Qué es, entonces? Si no es humano, que cada uno deje volar su imaginación. Cualquier engendro es posible. Es decir, que cuando esa madre llegue al paritorio, si hiciese caso de esta barbaridad, por denominarlo de algún modo, tendría todas las razones de este mundo para sentir escalofríos. ¿O es que, acaso, se convirtió en “ser humano” por el camino? Tremendo este juicio.
El asunto del estatuto jurídico del embrión humano, que debe ser a lo que se refiere la responsable de la cartera de Igualdad, pero cuya entidad antropológica, legal y ética posiblemente ignora, no niega que el fruto de la concepción sea “un ser humano”. Lo que pasa es que se juega con los conceptos. Para que se entienda: “ser humano” está ligado al concepto de “persona”. Se recuerda que el embrión todavía no tiene autoconciencia, autonomía, trascendencia, capacidad de recordar, libertad, relacionalidad, etc., todas ellas características de la persona. En una palabra, decimos “ser humano” porque tiene esas capacidades. De modo que se zanja el asunto señalando que el preembrión o el embrión es un “individuo” de la especie humana, pero no es una persona.
Obviamente, con la propuesta de determinar el momento desde el que se entiende que existe la vida, lo que realmente se pretende es justificar el aborto. Y en este debate, ya antiguo, hay quienes afirman que aunque la vida de los embriones sea vida biológica humana, no sería vida personal. Esto es, que el embrión todavía no tiene las características anteriormente mencionadas. Las consecuencias que derivan de ello son importantes. Porque si al embrión (al no nacido) no se le reconoce el estatuto de “persona”, no se le pueden reconocer sus derechos, esos derechos que amparan a los seres que hemos nacido. Uno de ellos, precisamente, es el de la vida. Por el contrario, si creemos que un embrión (o un feto) es un “ser humano” desde el principio de su concepción hasta el fin, entonces su eliminación es un asesinato.
Para que veamos hasta dónde se llega con tal de justificar el aborto y cuántas componendas se utilizan. Se reconoce que estamos ante un ser vivo, porque no se puede negar que el embrión reúne las condiciones de la definición de ser vivo: nacer, crecer, reproducirse y morir. Desde luego, estas son propiedades de otros seres. Lo que distingue a unos de otros es la especie. Cada embrión humano pertenecerá a la especie humana; es decir, que será un “ser humano”, no un perro, un gato o cualquier animal. Y como al embrión no se le puede negar que sea un ser vivo, entonces se busca la salida discutiendo su condición de “persona”. Y muchos se preguntan, con sentido común, ¿cómo un individuo humano podría no ser una persona humana? […] Todo ser humano es persona aunque todavía no actúe como tal porque no se han desarrollado sus capacidades (como ocurre en los primeros momentos de la existencia del hombre y de la mujer), o porque las haya perdido (como en un enfermo en coma o en un demente)…”.
De modo que, aunque nuevamente este es otro tema que no puede solventarse en un blog con el rigor y la profundidad debidas, y lo tenemos que dejar aquí, aparte de la tristeza que da pertenecer a una sociedad que no valora la vida, es muy conveniente saber a dónde nos quieren llevar. “Todo lo que se ignora, se desprecia”, advirtió Machado. Que cada cual extraiga sus consecuencias.