martes, 9 de junio de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "

Símbolos y laicismo



No sé a ustedes, queridos lectores, pero la imagen de una persona que contempla una antigua fotografía o acaricia un objeto familiar por la ternura que desprende, sigue emocionándome. No digamos cuando se trata de un moribundo que se aferra a un crucifijo y “atraviesa” este mundo con él. Un profundo respeto se apodera de los presentes que no osarían arrebatarle el único tesoro que quiere llevarse. Ese instante de lucidez postrero es único, sin duda. En él se sintetiza el alcance y peso de la indigencia humana, y la debilidad alcanza las notas más altas del lirismo al tener puesta la última mirada en el creador. El temblor de muchos que llegan al final de su vida alejados de la fe, ante la duda de lo que podrán encontrarse tras la muerte, solicitan la confesión, aceptan recibir la unción del enfermo y si alguien les procura un rosario o un crucifijo depositarían en él su último ósculo.

Todo esto es un símbolo y, a la par, es más que eso. El estado lo sabe. Y en esta carrera emprendida para establecer el laicismo en la sociedad erradicando, como si fuera la peste, cualquier elemento religioso, hoy, día 4 de junio de 2009, salta nuevamente la noticia a los medios de comunicación: “El Gobierno eliminará los símbolos religiosos. Desaparecerán de hospitales, cuarteles, cárceles o colegios públicos, así como en los actos oficiales o funerales de Estado // La normativa que ultima Justicia regulará por primera vez la objeción de conciencia // El ministro […] asegura que la reforma “no va contra nadie”.

¿Qué es un símbolo? El Diccionario de la Real Academia Española lo define como la “representación sensorialmente perceptible de una realidad, en virtud de rasgos que se asocian con esta por una convención socialmente aceptada”. Esta definición refleja convenientemente la reacción que suscita en todos la contemplación de un símbolo, y se puede confundir fácilmente con la que también despierta una señal bien sea de tráfico, indicativo de la existencia de un hospital, de la presencia de una farmacia, de socorro, etc. Efectivamente, son fruto de convenciones socialmente aceptadas, pero quedan grabadas en la mente simplemente como asociación.

Es indudable que también los símbolos políticos, asociaciones culturales, recreativas, artísticas, comerciales, deportivas, etc, tienen esta raíz asociativa, nacida como fruto de una convención. Pero en algunos existe otro componente emocional, más hondo, que trasciende los elementos figurativos y pictóricos identificativos que los ilustran. Muchos han sido inductores de virtudes como el valor. ¡Cuántas batallas se han ganado en la historia blandiendo una bandera! ¡Cuántas lágrimas se habrán derramado en la emigración escuchando el himno de la patria! Pero todo esto se quiere borrar de un plumazo. Porque si la emoción se neutraliza, esto es, si la desvinculamos de lo que ha servido para estímulo de un pueblo, lo dejamos a merced de otras ideas, lo separamos, por así decir, de su cordón umbilical.

Es lo que se pretende con la erradicación del símbolo religioso: dejar desnudo de la creencia a un pueblo. Es muy fácil. Basta con conseguir que los niños no se sientan identificados con nada, para llevarlos y traerlos por el camino que se les trace. Se defiende lo que se ama, Se clava dentro del corazón lo que se ha respirado y ha quedado anclado dentro fuertemente. Se lucha por lo que se siente forma parte de la vida hasta el punto de que se está dispuesto a morir por ello. Y si, como se ha recordado, millones de personas a lo largo de la historia han muerto defendiendo la bandera de su país, qué decir de los millones que han entregado su vida blandiendo el símbolo de la cruz. Los símbolos podrán nacer como fruto de una convención, pero si lo que representan, como es el caso de los religiosos, no es de este mundo, y nos han enseñado a amarlo desde la infancia, difícilmente se puede arrebatar. Nada se erradica de la mente ni del corazón cuando se ha grabado a fuego.

Se proyecta “borrar” los símbolos religiosos de los colegios, de las cárceles y hospitales, en suma, de los lugares donde se forja parte de la conciencia de un ser humano y de aquellos en los que anida el drama. Saben bien lo que hacen. En la cruz vemos al Hijo de Dios, al Dios de la salvación. Ante él nos arrodillamos para orar, para dar gracias, para suplicar, para pedir que nos dé fuerzas, para vivir junto a Él en silencio… ¿Cómo privar a un niño de que crezca amando los símbolos de la fe, de que afronte luego su vida con esperanza?, ¿cómo se puede privar a un enfermo, a un moribundo, de ese postrer consuelo de ver una cruz cuando le falte el aliento?

Hay tantas cosas que se podrían decir que faltan palabras. Y, sin embargo hay una que no podemos olvidar: si verdaderamente amamos, no dejemos que nos lo arrebaten. Estamos a tiempo.

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