martes, 30 de junio de 2009

Por Jose Luis Arranaz

LAS MONJITAS DEL CÍSTER

Con qué facilidad hemos cerrado los malagueños cuatro siglos de historia compartida. Cuatrocientos años desde que unas monjas cistercienses llegaran a nuestra capital, se instalaran en lo que suponemos que también entonces sería el mismísimo centro de la ciudad, frente a la Catedral, y desde allí empezasen una labor callada y permanente de acercamiento a Dios a través de la oración y de sus dulces cánticos que, sin duda, hermosearían las mañanas y las noches de aquellas gentes de entonces, mucho más propensas que las actuales a recibir la gracia del Espíritu.
Tan grata, tan carismática, tan agradecida y tan necesaria a la vez ha sido su estancia entre los malagueños que esta comunidad de religiosas dio nombre oficial a la calle que las albergaba y así surgió la calle del Císter, que será lo único que a partir de ahora nos traiga a la memoria su dulce venida.
Y eso desgraciadamente hasta dentro de pocos años, porque en una o dos generaciones se olvidará por completo el significado del nombre de la calle y muchos malagueños llegarán a preguntarse qué significa ese nombre y cual es su vinculación con Málaga. No sabrán que durante 400 años nada menos, las oraciones de esas monjas de clausura han mantenido a los malagueños más cerca de Dios, porque mientras nosotros nos entreteníamos en otros menesteres menos altos, más prosaicos, olvidados quizás de la grandeza de la oración las monjitas, dulce y calladamente, escondidas tras las celosías de su cenobio, cumplían el agradable mandato divino de acercar la Verdad para intentar que entrara en nuestros corazones.
Y ahora se han ido. Que fácil es, repito, borrar de un plumazo nada menos que 400 años de historia.
Y se han ido en medio de la indiferencia general. Y en una lastimosa muestra de desamor por parte de Málaga, esta Málaga que las acogió entonces pero que por lo que ahora se ve no ha sabido, de verdad, abrirles a las monjitas del Císter las puertas del corazón.
Con qué razón nuestro Poeta de la Raza, Salvador Rueda, llamaba “madrastra” a Málaga, con todo el dolor de su alma.
Dicen en el Obispado que desde allí no ha podido hacerse gestión alguna al ser el monasterio del Císter completamente autónomo en sus decisiones.
En iguales o parecidas palabras se han expresado algunos miembros del Ayuntamiento malagueño.
Acepto con todo respeto esas opiniones pero permítanme que no las comparta.
Y no las comparto porque siempre se hace algo si de verdad se quiere hacer. Si de una manera oficial no se podía hacer nada por aquello de la autonomía monacal, estoy seguro de que sí que se pudo hacer, y mucho, desde la Iglesia local y desde el Ayuntamiento malagueño para que las monjitas del Císter no se vieran obligadas a marchar. Pero, claro, había que querer hacerlo.
Por ejemplo, promover calladamente y “entre bastidores” (permítanme el símil teatral) la llegada a nuestro convento del Císter de otras monjas procedentes de otros conventos posiblemente también en decadencia de vocaciones pero con menos arraigada historia que el de nuestra ciudad. Igual que nuestras monjitas se han visto obligadas a irse a Santo Domingo de la Calzada, también podrían haberse venido a Málaga desde otros lares cistercienses.
Pero lo cierto es que las hemos dejado irse. Así de fácil y así de triste.
La calle del Císter se ha quedado algo más vacía, algo más triste, algo más desarbolada. O, como dijo el poeta: “Mi calle ya no es mi calle/que es una calle cualquiera/camino de cualquier calle”.
Nos queda el consuelo de que también desde su nuevo destino las monjitas llegadas de Málaga seguirán rezando por nosotros. Ellas, que en su corazón no se encierra más que amor, habrán sabido perdonar el despego de los malagueños.
Pero sin duda, como seres humanos, también habrán llegado a hacerse la misma pregunta que yo me hago ahora:
¿Por qué, Señor, por qué?

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