domingo, 29 de abril de 2012

Por Isabel Orellana



Esperanza: una baza segura
  
Si difícil es encarar el día a día cuando las circunstancias no son adversas, en tiempos de crisis, como el que asola a nuestro país y gran parte de este mundo globalizado, surge la necesidad de huir de esa cierta asfixia que provocan noticias poco halagüeñas y hallar un reposo para la mente y el espíritu. Y agazapado en los estantes en medio de muchos libros en desuso que van acumulando el polvo y que tal vez se adquirieron sin excesivo ánimo de asomarse a sus páginas, en no pocos hogares todavía se halla un ejemplar del Evangelio, bien la Biblia o simplemente un Nuevo Testamento. Ahí está la Vida para nuestra vida, las respuestas a los interrogantes cotidianos, el bálsamo para nuestras heridas, el consuelo para tantas fatigas y la luz que penetra directamente en la oscuridad. Es el testimonio de la esperanza, con mayúsculas, que conforma con la fe y la caridad la tríada de virtudes teologales que da sentido a nuestra existencia.

Una práctica sencilla, accesible para todos, no sólo en la Pascua que celebramos sino a lo largo de todo el año, es leer un capítulo diario del Evangelio. Incluso abierto al azar, habla directamente al corazón, disipa las dudas, temores y vacilaciones del momento. «No estéis angustiados; confiad en Dios y confiad también en mí» (Jn 14, 1), fueron algunas de las palabras que Cristo dirigió a sus discípulos y que resuenan en nuestro corazón. Si les hacemos eco, si creemos en ellas, la esperanza brotará como una cascada. Precisamente, en este capítulo 14 del evangelista San Juan, Jesús nos da un nuevo ejemplo de esperanza, de confianza y de paciencia. Dos de los discípulos, Tomás y Felipe, testigos de primera mano de tantos prodigios y milagros efectuados por el Hijo de Dios, aún necesitan obtener más datos clarificativos que alimenten su sed de seguridades, como nos sucede a nosotros porque el ser humano querría tener la patente de lo que va a suceder en su vida. Los discípulos le dicen que ignoran cuál es el camino, y aunque Cristo responde definiéndose como «camino, verdad y vida», recordándoles que si le conocen a Él, conocerán también al Padre, Felipe tercia en la conversación para pedir con cierta tozudez: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8).

En condiciones ni siquiera parecidas, la tendencia a arrojar la toalla pensando que no hay remedio cuando la insistente demanda de pruebas es manifiesta, habría sido la salida elegida para un buen número de personas. Pero Cristo, aún conociendo lo que estaba en el corazón de sus hermanos, no desistió ni un instante: «Llevo tanto tiempo con vosotros, y ¿todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre?’»... Y prosiguió desgranando esta formidable catequesis de la esperanza que consiste en creer que Él es el camino que nos lleva hacia el Padre. Habrá quienes se pregunten: esta clase de esperanza, ¿solventa mis problemas personales, laborales, familiares, económicos, etc.? La esperanza es uno de los motores de la vida, insta a la lucha, estimula la creatividad, anima a perseguir un ideal, es un activo que nos engrandece y permite alcanzar cotas insospechadas en lo que nos proponemos; no deja que nos crucemos de manos y siembra nosotros la seguridad de que se puede salir de cualquier atolladero. La desesperanza, por el contrario, entre otros males, conduce a la derrota, infunde abatimiento, paraliza y nos impide cambiar, mirar hacia delante y sostenernos firmes en la búsqueda de soluciones. Martín Luther King hizo notar «Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol». La esperanza siempre es una apuesta segura.