sábado, 5 de mayo de 2012

Por Isabel Orellana


¿«POBRE» DIOS?



La tendencia a culpabilizar a Dios de lo que nos sucede está profundamente arraigada en muchas personas, y tiene carácter universal. Se aprecia en cualquier cultura y no está relacionada con la formación, la edad, la situación económica, etc. Aunque sea de forma instintiva numerosos seres humanos, ante cualquier tragedia miran al cielo para juzgar la actitud divina. Viene esto a colación a raíz de un extraordinario reportaje exhibido en la cadena pública española en el que se ponía de manifiesto la admirable labor solidaria de una mujer africana, iletrada pero con un sentido común y una bravura más que encomiables. En las colinas de Ngong, en Kenia, un suburbio de Nairobi se puede contemplar el fruto de su acción caritativa: centenares de niños abandonados la han tomado como su madre, porque ella les ha rescatado de la basura, de la ignominia del abandono, la falta de ternura y cariño, la soledad y la amenaza de muerte. Uno de los pequeños apresado por unos babuinos, colectivo animal que mostraban tener más entrañas que los propios padres del niño, fue arrebatado de esta comunidad por esta mujer con gran astucia y valentía. Y una vez puesta en antecedentes a la policía e identificados los responsables del muchacho, recibió una llamada porque no querían tenerlo en su hogar y le rogaban que ella lo recogiera bajo su amparo. Naturalmente, no lo dudó. Son historias impresionantes, que tienen rostros concretos. Por ese orfanato de Diminah Khasiala han pasado más de trescientos niños. Ella ha conseguido darles un hogar, un techo, alimento, vestido y hasta educación, siendo madre de cuatro hijos, y una experta vivencial de la pobreza ya que inició su magnánima labor sin tener recurso alguno. Créanme, y quien haya visto ese documental estará de acuerdo conmigo, que el coraje de esta brava mujer,  denominada Mamá Tunza («La madre que cuida»), le deja a uno sin palabras, sin aliento, conmovido por la grandeza que alberga el corazón humano cuando mira a su prójimo con los ojos llenos de amor, que de él brota la generosidad que ella dona a raudales.

Sin embargo, en medio del relato que iba desgranando ante el periodista explicando la historia de los muchachos que conoce como la palma de sus manos, de pasada comentó que Dios no había hecho las cosas bien con esos niños. No mencionó a los padres, al gobierno, a los muchos responsables de esta tremenda injusticia. Y esto sólo pone de manifiesto lo que ya he afirmado en numerosas ocasiones –esta no es la primera– la costumbre de señalar a Dios haciéndole responsable de hechos ignominiosos, sin reparar en que somos nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos los que tendremos que dar cuenta del escaso o nulo bien que hayamos podido hacer, así como del amor y generosidad que hayamos sembrado en nuestra vida. Somos responsables de una gran mayoría de las tragedias y desgracias que acontecen. Cuando Cristo, que vivió entre nosotros con el único afán de cumplir la voluntad del Padre, llevaba la cruz camino del calvario, cargando con todas nuestras desdichas, un grupo de mujeres le salió al encuentro con sus rostros llenos de lágrimas, y Él les instó a llorar más bien por ellas y por sus hijos. De modo que el título que encabeza este escrito, a manera de pregunta: ¿«Pobre» Dios?, así entrecomillado, revierte directamente en nuestra vida. En efecto, «pobres» de nosotros por ignorar o pasar por alto que Él es, y todo en grado infinito: misericordia, compasión, piedad, consuelo, ternura, etc.; en suma, amor por todos y cada uno de sus hijos e hijas. «Pobres» si no nos gozamos ya, aquí en la tierra, de este Padre Creador que nos concibió inmensos desde toda la eternidad, nos acompaña, nos cuida, nos tiende sus manos y aguarda pacientemente hasta que un día, desbordado de amor, nos reclame de este peregrinar y nos lleve a su lado.