¿«POBRE» DIOS?
La tendencia a culpabilizar a Dios de lo que nos sucede está
profundamente arraigada en muchas personas, y tiene carácter universal. Se
aprecia en cualquier cultura y no está relacionada con la formación, la edad, la
situación económica, etc. Aunque sea de forma instintiva numerosos seres
humanos, ante cualquier tragedia miran al cielo para juzgar la actitud divina.
Viene esto a colación a raíz de un extraordinario reportaje exhibido en la
cadena pública española en el que se ponía de manifiesto la admirable labor
solidaria de una mujer africana, iletrada pero con un sentido común y una
bravura más que encomiables. En las colinas de Ngong, en Kenia, un suburbio de
Nairobi se puede contemplar el fruto de su acción caritativa: centenares de
niños abandonados la han tomado como su madre, porque ella les ha rescatado de
la basura, de la ignominia del abandono, la falta de ternura y cariño, la
soledad y la amenaza de muerte. Uno de los pequeños apresado por unos babuinos,
colectivo animal que mostraban tener más entrañas que los propios padres del
niño, fue arrebatado de esta comunidad por esta mujer con gran astucia y
valentía. Y una vez puesta en antecedentes a la policía e identificados los
responsables del muchacho, recibió una llamada porque no querían tenerlo en su
hogar y le rogaban que ella lo recogiera bajo su amparo. Naturalmente, no lo
dudó. Son historias impresionantes, que tienen rostros concretos. Por ese
orfanato de Diminah Khasiala han pasado más de trescientos niños. Ella ha
conseguido darles un hogar, un techo, alimento, vestido y hasta educación,
siendo madre de cuatro hijos, y una experta vivencial de la pobreza ya que
inició su magnánima labor sin tener recurso alguno. Créanme, y quien haya visto
ese documental estará de acuerdo conmigo, que el coraje de esta brava
mujer, denominada Mamá Tunza («La madre
que cuida»), le deja a uno sin palabras, sin aliento, conmovido por la grandeza
que alberga el corazón humano cuando mira a su prójimo con los ojos llenos de
amor, que de él brota la generosidad que ella dona a raudales.
Sin embargo, en medio del relato que iba desgranando ante el
periodista explicando la historia de los muchachos que conoce como la palma de
sus manos, de pasada comentó que Dios no había hecho las cosas bien con esos
niños. No mencionó a los padres, al gobierno, a los muchos responsables de esta
tremenda injusticia. Y esto sólo pone de manifiesto lo que ya he afirmado en
numerosas ocasiones –esta no es la primera– la costumbre de señalar a Dios
haciéndole responsable de hechos ignominiosos, sin reparar en que somos
nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos los que tendremos que dar
cuenta del escaso o nulo bien que hayamos podido hacer, así como del amor y
generosidad que hayamos sembrado en nuestra vida. Somos responsables de una
gran mayoría de las tragedias y desgracias que acontecen. Cuando Cristo, que
vivió entre nosotros con el único afán de cumplir la voluntad del Padre,
llevaba la cruz camino del calvario, cargando con todas nuestras desdichas, un
grupo de mujeres le salió al encuentro con sus rostros llenos de lágrimas, y Él
les instó a llorar más bien por ellas y por sus hijos. De modo que el título
que encabeza este escrito, a manera de pregunta: ¿«Pobre» Dios?, así entrecomillado,
revierte directamente en nuestra vida. En efecto, «pobres» de nosotros por
ignorar o pasar por alto que Él es, y todo en grado infinito: misericordia,
compasión, piedad, consuelo, ternura, etc.; en suma, amor por todos y cada uno
de sus hijos e hijas. «Pobres» si no nos gozamos ya, aquí en la tierra, de este
Padre Creador que nos concibió inmensos desde toda la eternidad, nos acompaña,
nos cuida, nos tiende sus manos y aguarda pacientemente hasta que un día,
desbordado de amor, nos reclame de este peregrinar y nos lleve a su lado.