BIENES AJENOS Y CARENCIAS SOCIALES
Hechos por todos conocidos en los que un colectivo determinado ha
juzgado que podría asaltar una serie de centros comerciales del Sur de España,
trae a la memoria relatos, leyendas, series de ficción que calaron hondamente
en una parte del pueblo ya que siempre ha sido mirada con benevolencia es
supuesta justicia que se ampara en dar a los pobres lo que se les sustrae a los
ricos.
Aparte del gravísimo riesgo que entrañan gestos populistas, en los
que no voy a entrar aquí, procede comparar la conducta eficaz de entidades de
la Iglesia, como Cáritas y de Ongs que trabajan en el completo anonimato
cubriendo las necesidades básicas cotidianas de miles de familias en todo el
territorio nacional desde el respeto y la generosidad, frente a la arrogancia y
prepotencia de la que aquellos que entraron en los supermercados hace unos
días, arremetiendo a quien se les pusiera por delante, como se ha constatado a
través de los medios de comunicación.
Yendo al Evangelio, Cristo deja claro que la mano derecha no ha de
saber lo que hace la izquierda. Esa discreción, por así decir, es una de las
claves de la generosidad evangélica que no entiende de clases, edades, razas ni
creencias. Además, un mandamiento enseña que no hay que codiciar los bienes
ajenos y eso es lo que está implícito y explícito en la acción que da lugar a
esta reflexión. Para quienes esgrimen la tolerancia como algo propio y la
imponen por la fuerza, todo es válido. No quieren aceptar que cuando se derriba
la frontera del respeto tan peligrosamente, todo atisbo de tolerancia ha
muerto. A los que aplauden estos gestos, seguro que no les agradaría que lo que
amasaron a costa de esfuerzo e inversión, vinieran otros a llevárselo sin más.
El comercio se rige por unos parámetros en los que lógicamente tienen
preeminencia los beneficios. Nadie abre un negocio con el ánimo de arruinarse.
Pero no es este el lugar para recordar estos y otros aspectos bien conocidos
por todos.
Pero sí conviene traer a colación nuevamente algo básico: que sin
respeto, sin orden, sin aceptar la diferencia, tomándose malamente la justicia
por la mano, no se erige un pueblo, ni se resuelven los problemas. Las
entidades y colectivos que prestan cotidiana asistencia a los desfavorecidos –que
por desgracia, no cesan de crecer–, dilatan milagrosamente las provisiones que
otros les hacen llegar de forma generosa. Dice el Evangelio que por los frutos
los conoceremos. Esta cadena de
solidaridad puesta en marcha espontáneamente en tantos momentos en cualquier
lugar del planeta, y que en España está mereciendo galardones públicos como el
que ha recibido Cáritas, no se fundamenta en la fuerza bruta. Pone de relieve
la caridad de muchas personas que en incontables ocasiones actúan como la viuda
del Evangelio: dan de lo que tienen para sobrevivir. Y lo hacen de manera
absolutamente desprendida, sin demagogias, sin esconder intereses espurios que
nada tienen que ver con el acto caritativo en sí mismo, como esos que tienen
alcance político –seamos claros y aceptemos el trasfondo de esos gestos
vandálicos– y llenan de esperanza el corazón de los nuevos pobres.
Los cristianos debemos saber que no existe anexo en el texto
sagrado que refiera cuando se debe respetar los bienes de otros, ni dice que
haya que arremeter contra ellos porque hay personas que padecen necesidades.
Tampoco enseña que debamos tomarnos la justicia por nuestra mano, ni que nos
erijamos en jueces de nadie. Para eso están los gobiernos y sus leyes, y en
países democráticos todos tenemos la opción de decidir en las urnas. La
verdadera solidaridad, y es lo que importa destacar ahora, se sustenta en algo
más hondo que un acto de índole meramente social. El verdadero amor, de los que
brota la compasión y piedad hacia el prójimo está sosteniendo el edificio de la
historia constantemente porque no se limita a dar lo material, sino que es
donación de uno mismo.