lunes, 18 de enero de 2010

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes"

¿Dónde estaba Dios?


La pregunta que encabeza esta reflexión gravita en el ánimo de incontables personas cuando se presenta súbitamente una tragedia como la que en estos días estremece al mundo tras esta nueva catástrofe acontecida en Haití. Es una interrogación que brota de atónitos corazones que se sienten incapaces de asimilar el sufrimiento. Es la clásica y eterna pregunta que subyace a la experiencia del dolor humano. He dado respuesta a la misma en numerosas ocasiones y de diversos modos. La traigo a colación ahora, porque, una vez más, vengo escuchando protestas ante el amor inefable e infinito de un Padre eterno que, sin embargo, –alegan– no impide el dolor de sus hijos. Es un tema antiguo, que filosóficamente se encierra en el denominado “problema del mal”, cuya discusión en este espacio es imposible. Por otro lado, es innecesario. Así que, vayamos por partes y afrontemos el asunto de la forma más escueta y sencilla posible que es lo único que podemos hacer en este breve comentario, en el que intentaré subrayar lo que a mi modo es esencial en este tema al que he dedicado varios de mis trabajos y que conozco bien por propia experiencia.

Primeramente, conviene recordar que el dolor es un hecho universal, al que todos, tarde o temprano hemos de enfrentarnos. Además, todo lo que nace, crece y se desarrolla tiene que morir. Es una ley universal; un hecho inscrito en la naturaleza. Aquí no nos vamos a quedar nadie. La forma y el cómo depende de muchas variables, entre las que se halla no sólo la calidad de un organismo frente a otro más débil, sino también la responsabilidad personal. Y entramos ya en la segunda cuestión. El ser humano no puede eludir la responsabilidad que tiene ante el dolor poniendo en riesgo su salud y la de otros, como tantas veces se hace, incluso vulnerando las indicaciones médicas y normas cívicas y sociales. Así, hechos como fumar, ingerir alcohol en grandes cantidades, conducir ebrio, etc., desencadenan muchas tragedias. En el caso de Haití lo que ha sucedido, que no era nuevo, estaba anunciado. Muchas catástrofes, como esta, se podrían haber evitado si no se construyera en lugares donde abundan fallas tectónicas (caso de Haití), en zonas que siempre fueron cauces naturales de los ríos, con materiales inadecuados, etc.

Tercer aspecto. Nada tiene que ver el hecho moral, del que también se habla coloquialmente haciendo notar que el dolor, un accidente o enfermedad grave, debería recaer en personas, que al juicio humano, son más dignas de ello, en tanto que otras en las que vemos bondad no se lo merecen. Repito, y no es una tesis personal sino un hecho empírico: todos (los que hemos considerado buenos y los que no nos parecieron tanto), tarde o temprano, iremos dejando este mundo bien por edad o por las lesiones que surjan en nuestro organismo, por irresponsabilidades personales o ajenas, contingencias de la vida, o lo que sea.

Y, aunque van a quedar muchas cosas que decir, podemos entrar ya en el núcleo de la pregunta que encabeza el artículo. No es difícil entender que un ser humano anhele comprender por la vía de la razón lo que sus sentidos le muestran: una multitud de desdichas que le sobrepasan y para cuya asunción, si así puede decirse, necesita hallar explicación. El problema es que, como en tantas otras cosas de la vida –los seres humanos somos así– en este tema universal del dolor humano, dentro de la explicación se incluye la necesidad de hallar un culpable. Podríamos decir que, desde esta perspectiva expuesta, explicación y culpabilidad van unidas. Y quien todo lo puede, es decir, que tiene el atributo de la omnipotencia, que es Dios, es el que tendría que dar cuentas. Máxime si se predica de Él un amor de proporciones inimaginables. Es lo que muchos piensan. Como se ha dicho muy sucintamente, es obvio que Dios no tiene por qué barajarse en asuntos que competen a la propia naturaleza, o que se derivan de la irresponsabilidad personal.

Esta grave acusación sin fundamento que apunta a Dios como un ser sin escrúpulos, podríamos decir, se debe indudablemente, a que no existe una experiencia vivencial de Dios. Y la forma más clara de explicarlo es acudiendo a un simil: los padres biológicos, entendido por estos, los que son padres normales, claro está; no los desnaturalizados.

Alguien que haya tenido o tenga la fortuna de contar con un padre y una madre que le ama jamás concebiría que sus progenitores, pudiendo evitarlo, le dejaran sufrir. Una madre siempre está presta a dar la vida por su hijo; un padre también. Ambos se pondrían en el lugar de su hijo mil veces antes que verle sufrir y morir. Entonces, ¿por qué pensamos que Dios Padre consiente el mal, que no lo evita, y que es culpable de lo que nos sucede?

No preguntemos ¿dónde estaba Dios? Él siempre está ahí, acompañándonos; es quien nos da la fortaleza, es el motivo de nuestra esperanza, y el que nos proporciona el consuelo que jamás podrá darnos nadie en este mundo. Ciertamente, el dolor es un misterio, pero no puede convertirse en arma arrojadiza contra Dios. Tan solidario ha sido con el género humano ese Padre Celeste que entregó a su propio Hijo para que muriese por todos nosotros. Volvamos entonces los ojos a Él y pidámosle por esas criaturas que lo han perdido todo. Como Padre que es, habrá abierto sus brazos de par en par para siempre a los miles de seres humanos que han abandonado este mundo de forma tan cruel, sencillamente porque la geografía geológica de su país les ha clavado una despiadada y sangrienta dentellada.

lunes, 4 de enero de 2010

Por Jose Luis Arranaz

CARTA ABIERTA A LOS REYES MAGOS

Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar: Siempre me hizo una gran ilusión escribiros mi carta por estas fechas. Y aunque ya peino canas, no he dejado ningún año de dirigirme a vosotros en demanda de algún deseo que, dicho sea en honor a la verdad, unas veces me habeis podido otorgar y otras no, aunque nunca me he sentido defraudado por vuestros obsequios.
A lo largo de mi ya dilatada existencia, me disteis, con la ayuda de Dios, muchas cosas buenas con cuyo recuerdo aún me recreo y que sería imposible enumerar aquí. En realidad, toda mi vida fue un continuo regalo de Reyes.
¿Qué más se puede pedir?
Y, sin embargo, permitidme que insista una vez más, como todos los años, en algo que nunca me cansaré de pediros en mi carta: PAZ.
En el pregón que se lee en las iglesias en la Misa del Gallo hay un verso que textualmente dice: ...Y estando el mundo en paz...
¿Es posible, queridos Magos, que sólo en aquel venturoso día del nacimiento de Cristo hubiese paz en todo el mundo? ¿No nos hemos ganado a base de sufrimientos, de dolor, de lágrimas, de esperanza, de desesperación o de tristezas, la posibilidad de al menos un solo día más de paz en el mundo? ¿O de un año entero de paz? ¿Tan malos hemos sido los humanos que sólo nos merecemos continuamente el carbón de la tragedia y la desdicha?
Permitidme pues, Majestades, que insista un año más en mi petición; dadnos:
PAZ en nuestros corazones, para que de ella irradie esa paz al resto del mundo.
PAZ en el mundo para que sintiéndonos iguales todos los seres humanos, podamos trabajar en defensa del bien común sin distinción de credos ni de razas.
PAZ en los países empobrecidos por las guerras fratricidas, para que sus dirigentes y sus habitantes se den cuenta de que es mejor para todos vivir en armonía y en amor, la única manera real de prosperar.
PAZ en los ojos de los niños, para que no se vean obligados a contemplar tanta podredumbre como les rodea y de la que desgraciadamente aprenden cuanto no deberían aprender.
PAZ en las conductas de los padres, para que entiendan de una vez por todas que son ellos con su ejemplo y su forma de vida los que tienen que mostrar el buen camino a sus hijos, alejando de ellos la incomprensión, el odio, la venganza, el pasotismo y otros males.
PAZ en las mentes de los maltratadores para que vuelvan su corazón al amor compartido.
PAZ en la vida de los drogadictos, para que comprendan que el camino elegido solo les lleva a la perdición física y a la muerte.
PAZ en los corazones de los gobernantes del mundo, para que se den cuenta de que no es haciendo la guerra y marcando el camino del odio como tienen que escribir su paso por las páginas de la historia.
PAZ en los corazones de los terroristas, para que entiendan que el mejor camino para sus fines no es el atentar indiscriminadamente contra vidas ajenas, que ninguna culpa tienen de su particular y triste visión de la vida.
PAZ de manos abiertas y extendidas hacia los demás.
PAZ de amor, del amor que nos enseña a querer a Dios sobre todas las cosas, a confiar plenamente en El, Alfa y Omega de nuestra existencia, y de querer a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Queridos Reyes Magos: no veáis en esta carta una exigencia demasiado dura de cumplir. La inmensa mayoría del mundo quiere toda esa paz; son los menos los que buscan la confrontación que nos toca sufrir a los demás. ¿No podeis, por favor, tocar siquiera un poquito en sus corazones? Intentadlo al menos, una vez más.
Gracias y un abrazo.

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"

ILUSIÓN Y FE

En estas fechas del calendario de este 2010 recién estrenado, estamos a punto de rozar el umbral más alto de la ilusión. Cientos de miles de niños y niñas se preparan para recibir la noche más mágica del año: el día de los Reyes Magos. Es una hermosísima tradición, profundamente arraigada en España, que seguramente no conseguirá ser suplantada por la llegada del nórdico “Papá Noel”. Hoy por hoy, podemos decir que la hegemonía social que va teniendo, responde, fundamentalmente, a intereses comerciales.

Hace años, en uno de mis cuentos inéditos, traté de mostrar que el resultado de la comparación entre estos “artífices” de la ilusión, los Reyes y el Papá Noel, no ofrece dudas. Aunque sólo sea por la riqueza que se halla en la colegialidad de tres Magos, frente a la individualidad de Santa Claus, y el buen gusto ornamental de los primeros, que nada tiene que ver con el saco que porta el orondo Papá Noel, habría que quedarse con la tradición evangélica. No se olvide que la elegancia no está reñida con la humildad. Y la elegancia forma parte del buen gusto que, aunque muchos no lo sepan, es también una virtud. Digo esto para que nadie se extrañe de que exalte la deslumbrante estética que rodea a los Magos frente al humilde saco y vestidura del Papá Noel. Más allá del ornato no hay que olvidar la religiosa delicadeza encerrada en la sabia elección de los presentes que los Reyes iban a llevar al Niño: oro, incienso y mirra, cuya simbología es bien conocida. Pero esto no es todo. Hay otro elemento esencial en esta festividad que va unida a la ilusión, y es la fe. Porque la tradición genuina de los Reyes Magos, encarnada en el Evangelio, no puede reducirse a mera ilusión y fantasía. Menos aún, simplificarla diciendo que es otro día de gastos. No es tampoco una fiesta dedicada exclusivamente a los niños.

En efecto. Cuando la fe está arraigada, nunca se pierde la certeza de que se obtendrán los dones que precisamos para nuestra vida, de los cuales el obsequio material, que no tiene por qué ser costoso, simplemente es testimonial. No importa la edad que se tenga. El hecho cierto es que los Reyes vienen a nuestra vida y nos acompañan todos los días del año. Que nos ayudan a cumplir los sueños que hemos tenido, los que hemos expresado en nuestras cartas, y, cómo no, los que llevamos escritos en nuestro corazón. La belleza de esta fiesta reside en la simbiosis de varios elementos y virtudes que están presentes en la infancia. La inocencia, la alegría, la expectación, la generosidad, la añoranza por lo noble y hermoso de la vida, la sorpresa, la esperanza sin medida…, todo lo que a lo largo de los años se puede ir recubriendo, por desgracia, con la pátina de la desconfianza, de la razón, de cierta tristeza…, sale de nuevo a nuestro encuentro. La persona creyente aúna en su interior, la expectativa ante un nuevo año que viene cargado de esperanzas y determinación a perseguir las cotas más altas de lo que se haya propuesto, y la ilusión ante lo desconocido, que tantas veces se materializa en un inesperado regalo. Une también su gozo al de esos niños y niñas que contemplan con ojos siempre nuevos esa noche inolvidable de Reyes.

Los tres Magos de Oriente encarnan maravillosamente con sus vidas las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Pues bien, realmente en la vivencia de esta tríada está el secreto de la felicidad. Así que llevemos a los niños por este camino, y nuestra ilusión no sólo no morirá, sino que crecerá unida a la de ellos. Viviremos un año diferente.