lunes, 16 de noviembre de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "


EXTRAÑO ASOMBRO

Hay sorpresas colectivas que llaman la atención. Sobre todo, cuando se crea una disociación interna y se aceptan con plena naturalidad unas consignas, denostando otras. El tema tiene que ver con el derecho y el deber de la Iglesia a recordar el compromiso que han contraído con ella los católicos. Muchos, para variar, se han rasgado las vestiduras al conocer las declaraciones que el Secretario General y portavoz de la Conferencia Episcopal Española ha efectuado recientemente para que no haya duda de la conducta que ha de seguirse en torno al controvertido y gravísimo tema del aborto. Quisieran que la Iglesia apoyara sus tesis, que diese vía libre para que cada cual seleccionase lo que le conviene y le agrada. Y pudiese rechazar sin problemas –no sé si de conciencia siquiera, o simplemente como manifestación verbal, opinable–, lo que no encaja con su visión. Digo esto porque una gran parte de los críticos no sancionan las indicaciones de la Iglesia porque les vaya en ello su vida. Lo hacen, simplemente, porque la crítica ha anidado en sus corazones. Porque se han acostumbrado a erigir barreras y a convertirse en censores de esos mismos que critican. Es lo que toca en una sociedad transgresora, que se deja llevar por el relativismo y el hedonismo.

En el ámbito puramente civil, las entidades mercantiles, bancarias, culturales, académicas, los centros comerciales, sociedades y cualquier asociación aunque sea de barrio, por mencionar algunas de las incontables que existen, tiene sus consignas. Y si alguien quiere pertenecer a ellas, debe acatarlas. Es tan sencillo como eso. Nadie está obligado a formar parte de un colectivo determinado a regañadientes. Para afiliarse, convertirse en cliente habitual, si es el caso, y formar parte de un entidad, comercio, asociación, institución, sociedad, o colectivo determinado no se le ocurriría exigir o poner como condición a los responsables del mismo que cambiasen el aspecto concreto que no le interesa. Y eso lo comprende y lo sabe todo el mundo. Si realmente desea vincularse a un grupo, o a frecuentar un lugar, buscará el que se ajuste a sus ideas.

¿A quién se le ocurre decirle a otra persona: me gusta mucho tu padre, tu madre, tu hijo, etc., y a continuación le añade el consabido “pero” para indicar a continuación lo que le cambiaría para que fuese de su agrado? No creo que el interfecto se lo consintiera. Estoy segura de que nada de esto que se ha dicho, a vuela pluma, cause asombro. Es lo natural. El mismo derecho que ampara en una sociedad democrática a cada persona para que pueda elegir libremente lo que quiera, lo tiene quien se mantiene firme en sus principios.

Cuando se trata de la Iglesia, ¿cuántos pretendientes surgen a cada paso con el afán de modificar lo que en sí mismo es inmodificable? Los que quieren llevar el gato al agua son legión. A éstos les diría que no se preocupen tanto por esa Iglesia a la que no aman; que no se esfuercen en alzar la voz; que no pierdan su preciado tiempo empeñados en contra-argumentar lo que está escrito en el Evangelio, y lo que es custodiado por la Tradición y el Magisterio. Esto no es una anarquía. No tenemos como consigna el “todo vale”. Lo que Cristo pide a los que le seguimos es que nos neguemos a nosotros mismos y que tomemos la cruz. De ese modo, y no de otro, podemos ir tras Él. Lo que nos pide es que amemos a nuestros semejantes como Él nos amó; como nos amamos a nosotros mismos. Que demos la vida por ellos porque son nuestros hermanos. Que defendamos al débil, al necesitado, al enfermo, al desvalido; que devolvamos bien por mal; que no nos cansemos de hacer el bien; que perdonemos las ofensas; que no nos dejemos llevar por la crítica … Si alguien no quiere acatar esta forma de vida, puede, libremente, volver sus ojos en otra dirección. Pero que no se le olvide: la Iglesia siempre tiene sus puertas abiertas.

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