martes, 22 de marzo de 2011

Por Isabel Orellana

LA ESPERANZA

Isabel Orellana Vilches

El mundo está amasado de esperanza. Gracias a ella, cuando alguien se encuentra en un pozo sin fondo, mientras las circunstancias le golpean y sólo se vislumbra la dificultad, no cede ante el desaliento. A través de los medios de comunicación, el mundo entero constata que el pueblo nipón, sumido en una de las catástrofes más graves de su historia, no se deja llevar por la desolación, aunque el paisaje que le rodea este sobradamente teñido de ella, y el sobresalto sea el tic-tac de una tragedia que no cesa. En aras de la conquista de su libertad, otros pueblos se han lanzado a la calle tratando de desasirse de las cadenas que les han impuesto sus congéneres. Incontables personas anónimas, desde sus particulares adversidades, extienden sus manos impulsadas por la esperanza porque, de otro modo, no podrían vivir. Hasta los que dicen ser descreídos, transitan con ella. Y los que creemos, no dejamos de sorprendernos de la fortaleza del ser humano, crecido en medio de su infortunio, y capaz de gestas que conmueven el corazón. Es tan poderosa la esperanza, que nada, ni siquiera la conducta reprobable, la mezquindad, y hasta el hecho punible y abyecto nos la puede arrebatar. Seguiremos esperando y alimentando confianzas en rostros concretos, en situaciones determinadas, porque la esperanza no es algo teórico, y hemos de creer que es posible la restauración de cualquier persona moralmente herida.

No tenemos que hacer esfuerzos ímprobos para buscar ejemplos de esperanza; todos los conocemos. Pero algunos llaman poderosamente la atención y es difícil creer que ante ellos se pueda actuar con indiferencia. Hablar de la capacidad natural de una madre para sacar adelante a un hijo, no tiene nada de particular. Pero decir hoy día que hay madres dispuestas a morir para salvar la vida que está en camino ya no es tan natural. Por mor del aborto y del peso social de algunos “ismos”, la abnegación a este nivel pocas veces se contempla. Sin embargo, esas madres existieron y seguramente siguen transitando por este mundo convulso. Desde luego Gianna Beretta Molla cuando supo que padecía un cáncer de útero, llevando en su vientre a su cuarto hijo y con un embarazo de dos meses, rehusó ser intervenida para salvar su vida; ante todo, estaba la de la criatura. Dado que su profesión era la medicina, fue consciente de que sus colegas no exageraban al recordarle el riesgo que corría. Pero lo tuvo claro: “Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no dudéis; elegid –lo exijo- la suya. Salvadlo”. Su hija nació el 21 de abril de 1962 y ella murió pocos días más tarde, en un mar de dolores, a los 39 años. Juan Pablo II la beatificó en 1994 y en mayo de 2004 fue canonizada, siendo testigos su esposo y sus hijos, entre ellos la hija por la que dio la vida. Testimonios de esperanza, de amor a la vida como este, tienen un carácter taumatúrgico. Nos curan de cualquier duda que podamos tener acerca de la bondad del ser humano.

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