lunes, 20 de julio de 2009

Por Isabel Orellana

" Las cosas importantes "

MORIR AMANDO


En este pequeño paréntesis que media desde mi última colaboración en el blog con esta nueva contribución, como muchos de ustedes saben, he estado en Roma celebrando los cincuenta años de la fundación del Instituto de misioneras y misioneros identes al que pertenezco, junto a varios miles de misioneros identes y miembros de otras fundaciones puestas en marcha por nuestro Fundador, Fernando Rielo, procedentes de distintos continentes, colaboradores, familiares, amigos y miembros de otras instituciones religiosas. Todos hemos vivido con júbilo y emoción las palabras que nos ha dirigido el Papa Benedicto XVI, y las muestras de adhesión y cariño de cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes que nos han acompañado. Quiero agradeceros también a todos los feligreses de la Parroquia de Coín, comenzando por vuestro párroco, Gonzalo, las oraciones que habéis elevado por nosotros. Que Dios os lo pague.

Durante estos días hemos vuelto a constatar que la cruz y el gozo van inseparablemente unidos. Nuestro Fundador decía que «la cruz tiene por fuera un aspecto amargo, pero, por dentro, su savia es caña de azúcar, dulcísima». El mismo día que Su Santidad nos dirigió las primeras palabras y después de darnos su bendición, uno de nuestros jóvenes hermanos, sacerdote, murió repentinamente, al regresar a casa, en medio del evento que nos congregaba a todos. Desde el punto de vista humano, cualquier pérdida es irreparable y conmovedora, pero este es un lugar de paso, de peregrinaje: «una mala noche en una mala posada», según Santa Teresa de Jesús. Y este hermano, con una dilatada trayectoria como misionero en distintos lugares del mundo, ha culminado su misión amando. Al llegar el Esposo tenía las lámparas encendidas. Hoy se le recuerda en la Universidad de la que era rector, y cientos de alumnos, feligreses, miembros de otras entidades universitarias, amigos y conocidos, se han unido a la acción de gracias que todos los misioneros elevamos al Padre Celestial por su vida.

Desde la vivencia de la fe, la muerte es gloria, rúbrica de todo el bien que aquí se ha hecho, epílogo glorioso de un camino jalonado por una silenciosa y continua ofrenda. A Julio Marrero se le recuerda y se le recordará siempre por sus virtudes, por haber hecho corona de su vida con las vidas de tantos hermanos y hermanas que convivieron con él, con las personas a las que ayudó, confortó y a las que dedicó lo mejor de su existencia. ¡Qué triste es pasar por este mundo dejando una estela de sufrimiento, de despropósitos, de temores…, como le sucede a muchas personas! Eso, pese a que la muerte lo magnifica todo, y se tiende a vislumbrar y ensalzar lo más noble que ha tenido en vida el finado, es lo que realmente debería causar dolor. Por eso, y por lo frágil que es la existencia, que tan fácil e inesperadamente se trunca, porque todos somos hijos de un Padre que nos ha concebido para ser santos desde toda la eternidad, hagamos de nuestra convivencia una hermosa filigrana compuesta de comprensión, ternura, ayuda, generosidad, servicialidad, unidad y tantas otras virtudes. De este modo, en cualquier momento, cuando nos sorprenda ese postrer abrazo, estaremos amando. Y cuando otros nos precedan en el fin de este peregrinar, no experimentaremos pesar por haber perdido la oportunidad de aprender y de compartir con ellos lo mejor que poseíamos.

Por lo demás, viene a mi memoria la respuesta que dio San Alonso Rodríguez, cuando le preguntaron qué haría si alguien le anunciase que iba a morir: “Seguiría barriendo”, fue su respuesta. Era una labor cotidiana, un acto sencillo que habría sobrenaturalizado. Ese es el amor. No hay que buscar espectacularidad en este camino que nos conduce al Padre. Cualquier acción, realizada con amor, es santa.

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