viernes, 17 de abril de 2009

Por Emilio Saborido

Querida Susana :

Hoy necesito hacerte partícipe de todas mis vivencias de estos días anteriores. Ya sabes que en la madrugada de este pasado sábado cuando ya alboreaba el domingo, el primer día de la semana, no dudé en seguir el consejo de María Magdalena e irme con ella a ver el sepulcro en el que habíamos dejado enterrado al Maestro. Y es que el amor de María Magdalena para con Jesús era tan profundo que no sé como explicartelo. Claro es, que sólo las personas que saben de amor son las únicas capaces de compartir y de admitir que haya otras que también amen a la misma persona. Por esto, María no dudó en citarse conmigo para que estuviéramos lo más cerca posible de aquel que era nuestro apasionado amor: Jesús nuestro Señor.

Ya el Domingo anterior, cuando el Maestro decidió entrar en Jerusalen y celebrar aquí la Pascua algo nos hacía presentir que a Jesús le iban a hacer daño.Y esto a pesar del alegre alboroto, los cantos y los hosannas de algunos chiquillos y personas sencillas del extrarradio de la ciudad santa. Eramos realistas y nos dábamos cuenta del enorme odio que los sacerdotes y jefes judíos habían acumulado contra Jesús. Y mucho más después de lo de la resurrección de su gran amigo Lázaro. Ya ves a que extremo llegaba el odio de esos jefes hacia el Maestro que para hacerle más daño, hasta habían decidido matar al mismo Lázaro.

Pero lo que nunca podíamos esperar es que se atrevieran a condenarle, en un juicio que de verdad era todo una pantomima, a morir clavado en una cruz totalmente desnudo y no sin antes haberle azotado bien fuerte y hacerle soportar toda clase de mofas, vejaciones y chistes de muy mal gusto.

Ella, María Magdalena, no se apartó ni un solo instante de su amado Maestro y yo, aunque en segundo lugar, también estaba cerca de mi amado Jesús. Y sufrí, y lloré, y me llené de rabia, y hasta a veces caía incluso en una profunda decepción...pero por nada quise apartarme de mi Señor. Mis ojos, entre la mucha falta de sueño y las lágrimas, apenas tenían ya fuerza para estar abiertos. Ni, tampoco, tenía fuerza para mantener erguida mi cabeza. Sólo al comenzar la tarde del pasado viernes en ese sitio que sabes le llamamos “de la Calavera”, al sentir fuertes escalofríos (creo que hasta tenía fiebre), levanté mi rostro. Miré, primero a mi alrededor y ví a la madre del Maestro, a María Magdalena y a algunas más. De sus discípulos, sólo pude ver a Juan que incluso parecía haber envejecido. ¡Al fin me atreví a subir mi mirada y la fijé en el rostro de mi Señor! ¡Cuánto amor sentí hacia él! ¡Cuánto le hablé con mi mirada y cuánto más me habló él con la suya! Su rostro era de un indecible dolor, pero nunca era reflejo ni de desesperación, ni de odio,ni de frustración... Era un rostro cargado de paz, de serenidad...una mirada repleta de perdón, de comprensión, de amor... ¿por qué, mi Jesús (me decía yo) puedes llegar a amarnos de esa manera..? ¿quiénes somo para ti..?

Mi querida Susana, qué hubiera dado yo porque me hubiesen dejado calmarle la sed que él decía estaba padeciendo. Lleno de impotencia, fui testigo de cómo él, mi Maestro, reclinó dulcemente su cabeza y entregó su espíritu.

Luego perdí toda noción del tiempo. Me pareció que mi vida entraba en un túnel del que no se veía la salida. Para mí, fue como si todo hubiese terminado.

Sin embargo, Susana, pasada esas primeras horas de desconcierto, algo me hacía intuir que así no podía terminar mi fusión de amor del Maestro hacía mí y de mí para mi Maestro. Y Maria Magdalena


era consciente que yo me encontraba en igual situación que ella. ¡Cuánto le agradezco que me llamase para irnos al sepulcro!

Allí estábamos recordando y hablando todo cuanto el Maestro nos había enseñado, cuando, de pronto, sentimos que la tierra se tambaleaba bajo nuestros pies y pudimos ver cómo un ser radiante de blanco como la nieve, corrió con toda decisión la piedra del sepulcro y se sentó, todo sonriente, encima de ella. Los guardas de la tumba estaban por el suelo con el conocimiento perdido. Más, nosotros con los ojos bien abiertos y nuestros oídos muy atentos, escuchamos como nos decía: “no temáis; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado como había dicho”.

María Magdalena y yo nos miramos fijamente como preguntándonos si habíamos escuchado lo mismo. Sin decirnos palabra echamos a correr para dar esta gran noticia a los discípulos. A mitad de camino, ¡oh suerte la nuestra!, el mismo Jesús se nos acercó y con una dulce sonrisa en sus bellos labios nos dijo: “Alegraos”. Puedes imaginarte, amiga Susana, que lo que hicimos fue arrojarnos a sus pies y entre risas y lágrimas, sólo acertábamos a acariciarlo y llenarle de besos mientras le abrazabámos con todas nuestras fuerzas. Y él no dejaba de decirnos: “No tengáis miedo, id a anunciar a mis hermanos y hermanos vuestros que el Maestro está Vivo”.

Comprenderás que despues de haber vivido todo esto, nunca he dejado de obedecer a mi bienamado Jesús y a todos anuncio que Él está vivo. Que El Vive.

Mi querida Susana, hasta pronto,

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