Y, después... ¿qué?
Los seres humanos, en general, somos entusiastas por naturaleza. Es una cualidad formidable, necesaria para afrontar los avatares de la vida. Pero requiere constancia, tesón. Y, sobre todo, fe. Es fundamental creer que será posible alcanzar aquello que nos hemos propuesto. Pensar que es factible lograr la cota más alta en las expectativas que tenemos, es alimento para un espíritu combativo, que mantendrá el ánimo siempre despierto y activo para que no se malogre lo que nos ha cautivado en un momento dado.
Y, ¿qué puede habernos seducido en estos últimos días?, ¿qué experiencias han marcado el ritmo de nuestro corazón en algún instante de esta naciente primavera?, ¿no será, acaso, el torbellino de colores, sabores y anhelos de eternidad que ha impregnado las calles malagueñas al paso del Señor portando su cruz, y de la Madre Dolorosa?, ¿hemos sentido el estremecimiento de la tierna y doliente mirada de Cristo en un recodo del camino procesional, penetrando nuestro espíritu?…
Siete días han pasado después de culminar la Pascua con el Domingo de Resurrección. Y la pregunta, que no debería ser obligada cuando Cristo clava sus ojos en los nuestros, es: y, después… ¿qué? ¿Se han enfriado tan pronto nuestros propósitos de amor y penitencia, o seguimos a los pies del Señor sin el ánimo quebrado, creyendo firmemente que su gracia nos basta para superar las dificultades del día a día?
En el adverbio “después” está la clave de la pervivencia del entusiasmo. Para que no se quede en una emoción pasajera, de manera consciente y cotidiana hemos de ejercitar actos sencillos de amor, sin reparar en lo que cuestan, sin bajar nunca la guardia. “Levantaos y orad, para que podáis hacer frente a la prueba” (Lc 22, 46). Ahí está la clave. Nos lo han repetido a lo largo de la Cuaresma. La oración y la penitencia, unidas, han de formar parte de nuestra vida. El valor de una promesa reside en su cumplimiento; no en la palabra dada. La coherencia y constancia de un peregrino que se ha visto contemplado por Cristo, en su forma de vivir el Evangelio, es el santo y seña de la autenticidad de su palabra. Si Cristo nos ha mirado, dependeremos de Él. Y Él es el único camino, la verdad y la vida. No miremos hacia otro lado. No demos nuestro brazo a torcer en aquello que más nos importa, ni contemporicemos con las teorías y las ideologías de turno que intentan atraparnos en sus redes.
El Cristo que nos ha emocionado en su esplendorosa imaginería, la Madre que ha paseado su dolor por las calles de nuestra geografía española, no son imágenes. Deben ser la única razón de nuestra vida. Y la respuesta a ese ¿después… qué?, una constante saeta, insigne oración para un espíritu amantísimo que no rehúye su cruz.
En el adverbio “después” está la clave de la pervivencia del entusiasmo. Para que no se quede en una emoción pasajera, de manera consciente y cotidiana hemos de ejercitar actos sencillos de amor, sin reparar en lo que cuestan, sin bajar nunca la guardia. “Levantaos y orad, para que podáis hacer frente a la prueba” (Lc 22, 46). Ahí está la clave. Nos lo han repetido a lo largo de la Cuaresma. La oración y la penitencia, unidas, han de formar parte de nuestra vida. El valor de una promesa reside en su cumplimiento; no en la palabra dada. La coherencia y constancia de un peregrino que se ha visto contemplado por Cristo, en su forma de vivir el Evangelio, es el santo y seña de la autenticidad de su palabra. Si Cristo nos ha mirado, dependeremos de Él. Y Él es el único camino, la verdad y la vida. No miremos hacia otro lado. No demos nuestro brazo a torcer en aquello que más nos importa, ni contemporicemos con las teorías y las ideologías de turno que intentan atraparnos en sus redes.
El Cristo que nos ha emocionado en su esplendorosa imaginería, la Madre que ha paseado su dolor por las calles de nuestra geografía española, no son imágenes. Deben ser la única razón de nuestra vida. Y la respuesta a ese ¿después… qué?, una constante saeta, insigne oración para un espíritu amantísimo que no rehúye su cruz.
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