domingo, 5 de abril de 2009

Por Enrique Ortigosa

Carta de presentacion.

Quiero ante todo agradecer a las Parroquias de San Andrés y San Juan de Coín y, especialmente, a su párroco don Gonzalo el ofrecimiento para colaborar en su web. Lo haré con mucho gusto y en la medida de mis posibilidades.

Mi primer escrito quiere ser una acción de gracias a Dios en una carta de presentación. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Dónde estoy? No soy un erudito y por tanto no puedo ofrecerles erudición. Sí atesoro, hasta donde llega mi memoria y mis vivencias, lo que la Iglesia, madre y maestra, en todos los grupos en los que he participado, me ha enseñado y entregado a lo largo de mi historia personal y social, como persona llamada a la fe cristiana y como miembro de una comunidad eclesial. La Santa Iglesia Católica es la que me ha conducido siempre al encuentro de Dios como Padre y como Madre, a Jesucristo Señor y Salvador y al Espíritu Santo Vivo y Vivificador.

Por mis orígenes soy un rural urbanizado. Por el humus cultural en el que discurrió mi infancia pertenezco a una sociedad cristiana rudimentaria. Mis padres me inculcaron la tendencia hacia el bien y el temor del Señor. El cura de la aldea donde aprendí las primeras letras y mi maestra fueron mis primeros catequistas.
Los vecinos de mi cortijada, principalmente la Lola de Cristóbal y su marido Miguel Monifa y la Josefa la Matica y su marido Antonio el Colmenar, me mostraron el camino de la solidaridad y de una familiaridad que, en la primera infancia, es tan importante como la que da la propia sangre.
Mis familiares, los de arriba y los de abajo, con su cariño y su acogida, pusieron en mí el deseo de tener mi propia familia por encima de las limitaciones que pueda tener toda familia en cuanto grupo humano de gente dispar. Humanamente soy fruto de lo que ellos fueron y vivieron. Mucho me dieron en acompañamiento, en sentido de pertenencia, en afecto y en alegría. Sus debilidades y sus sufrimientos también me han ayudado y aún me ayudan a madurar. Nuestras familias y nuestra historia son maestros para la vida.

Trasplantado a la ciudad en plena adolescencia encontré en seguida en la Iglesia Católica y en todos los pastores que traté una acogida gratuita y generosa.
Era el año 1974. La ciudad era un desierto para mí. Divisé el campanario de la Parroquia de San José de Carranque. No recuerdo bien este primer encuentro con la Iglesia en la ciudad de Málaga. Sí que hubo en mí un llanto restaurador y el consuelo y el ánimo del presbítero que me atendió.
La soledad de muchacho débil y campesino venido a la ciudad me llevó al amparo de la Iglesia. Me incorporé por razones de proximidad una recién nacida Parroquia de Santa María Goretti, atendida por los Padres Pasionistas. Era sólo un local en los bajos de un bloque, en un callejón sin asfaltar, entre la Cárcel Provincial y el Tiro de Pichón, donde Málaga todavía era rural. Y tuvimos unos curas venidos de lejos, con otros acentos distintos al nuestro, aragoneses, castellanos, navarros, valencianos… Sergio, Juan, Antonio, José Luis, Carmelo…

También en los estudios fue la Iglesia madre y maestra para mí. Cursé el bachillerato superior en Santa Rosa de Lima, un centro que fue fruto de la generosidad de la Iglesia y de sus pastores, concretamente de Don Jesús que, para nuestra formación, entregó su tiempo y su dinero y hasta él mismo. Nunca vi en él un hombre que se construyera en su obra sino que trabajó y se desvivió por todos nosotros, jóvenes mayoritariamente de los nuevos barrios de emigración y expansión del noroeste.
En Santa Rosa había buenos profesores y buenos curas. Me disculpará el resto del claustro que destaque, por su influencia benéfica sobre mí, a doña Carmen Alonso, maestra cristiana, madre de familia numerosa, exigente en los estudios pero comprensiva y cariñosa. Pronto partió de entre nosotros. Espero que el Señor, al que ella amaba y anunciaba con sus palabras y su vida, la tenga junto a Él.
Ahora, con el paso del tiempo, me doy cuenta que Santa Rosa de Lima tuvo un elenco pastoral privilegiado. ¡Cuánto bien nos hicieron tanto en el plano de formación cristiana cómo de formación social! Eran don Antonio Alcaide, don Antonio Izquierdo, don Ricardo Navarrete y don Pedro Sánchez.
Sinceramente, los aires de libertad que trajo el Concilio se notaban en su pastoral y fueron adelantados a la libertad social que llegaría con la muerte de Franco.

Acompañados por don José Alcaide muchos vivimos el primer pentecostalismo católico, con sus valores y sus riesgos, en la Parroquia de la Amargura. Fue una época de gran vitalidad y que nos abrió nuevos horizontes y nos ofreció celebrar la fe con alegría, con un entusiasmo que antes no conocíamos. Vivimos unas eucaristías muy festivas, descubrimos los salmos como forma de oración y la Biblia como libro de cabecera.

El cambio de barrio, hacia el extremo suroeste de la ciudad, me puso en contacto con “Los Cruzados de la Esperanza” y con MIES.
Cuando la sociedad aún permanecía dormida, la Iglesia fue el lugar donde, al calor del asociacionismo cristiano y a la pastoral de calle, se nos ofreció a los jóvenes de mediados de los setenta un ámbito donde crecer como personas, como cristianos, en el ser, en la responsabilidad, en la libertad, en la solidaridad…
Había una presencia y salvaguarda de la Iglesia adulta, de los pastores, párrocos y maestros espirituales. Fueron para nosotros dos gigantes de la fe el Padre José Antonio y el Padre Diego Ernesto. Muy espirituales, pero cercanos, cotidianos, actuales… casi tan jóvenes como nosotros.
Para muchos de nosotros, el gran descubrimiento de esta época fueron los responsables laicos juveniles. Chicos comunes, de nuestro entorno, con el artículo delante del nombre o del apodo.
El Manta, El Ministro, El Pedraza, “Andy Williams” y El Tupamaro fueron los responsables de mi equipo de muchachos. El Molina era el responsable de la pandilla.
Quiero dedicar unas palabras de gratitud y reconocimiento a Juan Moreno, un hombre sencillo y evangélico en el que, para mí, pesan mucho más su dilatado quehacer apostólico y el bien que a tantos nos hizo que sus posibles debilidades humanas.

En esta época, parroquia y barrios vivían en simbiosis y eran nuestro hábitat natural. Gracias a la Iglesia los que, chicos de alubión, vinimos del medio rural y de los pueblos no estábamos perdidos en la gran ciudad.
De aquella amalgama juvenil de La Luz y Bonaire, de Nuevo San Andrés y Belén, del Camino Viejo de Churriana y El Puente de los Morenos, de Vistafranca y Ardira, muchos permanecemos dentro de la Iglesia, otros pasaron al asociacionismo vecinal, al sindicalismo, a los partidos políticos… Nos tocó vivir una época de grandes cambios.

Con diecinueve años fui invitado y viví el 2º Cursillo de Cristiandad Mixto para Jóvenes. Fue una muy buena experiencia con el acompañamiento pasoral, cercano y positivo, de D. Francisco Rubio.
Mi juventud adulta, de los 20 a los 26 años, la viví en los hermanos de San Juan de Dios. Ha sido la etapa más recia y más rica en aprendizajes sobre mí mismo, sobre la Iglesia, sobre la vida. El Señor permitió que, junto a mis deseos de hacer el bien, aparecieran mi ansia de ser y mis pecados. Estos me hirieron e hicieron sufrir a mis formadores y superiores por mi desobediencia y por mis críticas.

En lo más serio de mi crisis vital y de fe siempre fui acogido por la Iglesia como una madre que no se escandalizó de mí, perdonó mis pecados, me admitió a la Eucaristía y me trató como a un hijo.
En este tiempo de desorientación la Iglesia me reevangelizó en un itinerario de renovación bautismal. Cuando ya había tocado fondo y no podía darme a mi mismo la vida ni la dignidad se me anunció el amor gratuito de Jesucristo, muerto por mis pecados y resucitado para mi salvación. Un Jesucristo presente en su Iglesia que me ha amado no porque fuera buenecito y tuviera obritas, sino cuando era malvado y pecador. Gracias a este Jesucristo mi vida y la de mi familia hoy están en pie, apoyados en su amor misericordioso, pues habiéndonos amado él primero hace posible que también nosotros, en una media, podamos amarnos unos a otros, perdonarnos, servirnos...
Y lo que digo mi familia lo afirmo también de mi comunidad, donde se da el perdón, la caridad fraterna, la comunión en Jesucristo por encima de las diferencias personales, sociales o culturales. Desde hace veintidós años caminamos en la fe de la Iglesia en la misma comunidad neocatecumenal de la Parroquia de San Antonio María Claret. El anuncio de este amor salvífico de Jesucristo presente en su Iglesia ha puesto a salvo mi vida y la vida de tantos hermanos y hermanas.

He de reconocer que, durante toda mi vida, Dios ha sido fiel. Frente a mis infidelidades siempre está la fidelidad de Dios; frente a mis descarríos, Jesucristo, camino, verdad y vida. Tantas veces mis pecados me han llevado a un callejón sin salida y han sido el principio mi retorno a Dios. Y también una ayuda para no escandalizarme de los pecados de los demás, para no juzgar a nadie. Para esperar y desear, junto con mi perdón y mi salvación, el perdón y la salvación de todo hombre, por muchos y muy graves que sean su pecados.

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