viernes, 23 de marzo de 2012

Por Isabel Orellana

¿Quieres curarte?



Cualquiera que se sienta enfermo física o espiritualmente responderá a esta pregunta de manera afirmativa, sin titubear, como hizo el paralítico del Evangelio. “¿Cómo puedo curarme?” nos preguntamos todos en tantas circunstancias de la vida. Amando, porque el amor es la mejor medicina del mundo. Sólo necesitamos algunos elementos esenciales y básicos para sanarnos: aceptar la debilidad e indigencia personal, estar dispuestos a realizar lo que sea preciso para recobrar la salud y aceptar la mano que nos tiende quien se ha fijado en nosotros.

Identificamos lo que nos hace daño acogiendo, por ejemplo, lo que dice el Evangelio (Mt 15, 17-20): que no es lo que sale del exterior, sino que lo que surge de nuestro interior lo que nos limita y nos hiere. De esas tendencias y malos hábitos hemos de huir como de la pólvora. “Ponga amor donde no hay amor. y sacará amor”, aconsejaba San Juan de la Cruz a una religiosa carmelita allá por el año 1591. Este lenguaje espiritual encierra la fórmula magistral: ponerse en manos de Dios, que es Amor. He aquí un sencillísimo y pedagógico ejemplo:

Cuando no logramos cumplir nuestros propósitos, una “enfermedad” que no es baladí porque se lleva anejas envidias, sospechas, desconfianzas, recelos, etc., y es una vía abierta al resentimiento. no busquemos las causas, no culpabilicemos a nadie de nuestro eventual fracaso. Si las cosas no han salido como quisiéramos, simplemente es que no encajaban con la voluntad de Dios. Esto es, nos hemos empeñado en algo que no nos convenía. Quizá no lo entendemos en ese momento, y tal vez no lo comprendamos nunca. Pero basta el ánimo de aceptar la realidad para experimentar el vuelo de nuestro espíritu liberado de intereses personales confiriendo a nuestra conformidad un aroma celestial que nos llena de gozo. Esta bocanada de aire fresco que penetra en nuestro interior es alimento único para afrontar cualquier dificultad.

Es hermosísimo pensar que hemos sido creados por amor y para amar. Y este lenguaje del amor lo entiende cualquier persona con independencia de edad, condición social y creencia. Guardo preciadamente la profunda emoción de una persona muy joven conmovida al comprender esta experiencia del amor de Dios que al hacerse patente, según sus palabras, fue “como una explosión de luz”. Ese momento mágico e incomparable que marca el “encuentro” entre la criatura y su Creador, nuevamente subraya nuestra singularidad y la grandeza de la que hemos sido dotados. Son vivencias innegables que van marcando nuestro caminar, que nos fortalecen, que iluminan y llenan de esperanza las páginas de nuestra particular biografía, alentándonos a caminar de un bien en pos a otro bien mayor. Aquí no ha lugar para sentimientos negativos o menos dignos de lo que cualquier persona, sea cual sea su circunstancia, merece. La caridad es universas y no hace distinciones.

Cuando dentro de unos días envuelva nuestras calles el perfume del azahar y el aroma inconfundible del incienso que precede al paso del Señor y a nuestra Madre María agitando conciencias, los corazones estremecidos por tanto amor derrochado volverán a henchirse recordando que ese Nazareno ha acogido todas las desdichas y sinsabores humanos cargándolas en su Santo Madero. Nos recordará a todos que Él, temblando en el Huerto de Getsemaní ante el cáliz que se le ofrecía, sudando sangre y palpitando de temor, declinó su voluntad ante la del Padre y lo bebió.

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