viernes, 2 de marzo de 2012

Por Isabel Orellana Vilches

INOCENCIA

Nos cruzamos con esta virtud todos los días. Se refugia, por ejemplo, en la plácida sonrisa de un bebé que dormita entre los brazos de su madre en cualquier lugar del planeta. Se detecta en un rostro sin acritud y en la mirada transparente que todo lo dice sin necesidad de pronunciar palabra alguna. Está presente en el gesto confiado del que nada teme porque se asoma a los ojos de su prójimo tendiéndole sus manos, y en tantas otras circunstancias y acciones que no podemos enumerar. La inocencia late siempre en el fondo de toda persona aunque haya cometido las mayores atrocidades. Es ese pálpito que brota de lo más íntimo de nuestro ser y nos susurra que si queremos podemos mirar al frente y remontar el vuelo. Es un sentimiento que a lo mejor pasa desapercibido para los demás, pero no para nosotros que identificamos claramente la luz que pugna por derrocar las tinieblas que puedan envolvernos.

La candidez de un niño pequeño me suscita el mismo pensamiento partiendo de un hecho real: que todos los que hemos sobrevivido, atravesamos en su día ese corto periodo de la vida en el que todavía no hay cabida para la malicia y se despierta la ternura en los demás. Sin embargo, en medio de esta experiencia universal que nos hermana, hay personas que se han desmembrado, haciéndose añicos la imagen que otrora cautivaba a conocidos y desconocidos. Aludo a los que han tirado por la borda su existencia sumiéndose en el abismo moral que extiende sus sarmentosas ramas a nivel social, económico, y, por supuesto, espiritual, etc. ¿Qué o quién se cruzó en su camino y le arrebató la inocencia?, ¿en qué momento dejó de alimentarla y se nutrió de intereses nada apropiados? Y no salgamos al paso respondiendo que todo es cuestión de cuna, de cultura o de medios económicos. Todo influye, naturalmente. Pero antaño, como también sucede ahora, con independencia del nivel económico que tenga una familia, puede o no existir la armonía y la preocupación por las personas que se tiene al lado; este desvelarse por los seres que dependen de nosotros es el mínimo exigible. De modo que el quid de la cuestión reside fundamentalmente en la falta de atención, de acompañamiento y el testimonio vivencial que da la autoridad moral de la que se ha hablado en este blog alguna vez. También se ha recordado que de padres entregados pueden salir hijos díscolos.

Pero quizá porque en términos generales se observan buenos frutos de la esmerada educación –que, repito, no tiene que ver con la situación económica, ni siquiera con una formación académica–, sorprende hallar en la vida de tanto en cuanto un diamante en bruto. He encontrado algunos, he tenido esa fortuna. Viene a mi mente ahora una joven que había crecido en un hogar desmembrado. De padres separados, desde su adolescencia le tocó vivir con una madre que, al parecer, no se preocupó de nada que le atañese. Tuvo dificultades para relacionarse con sus hermanos y apenas amasó amigos, aún tratándose de alguien físicamente bien parecido. Únicamente su padre le proporcionó algún consuelo personal. Naturalmente la compleja situación familiar, como le sucede a tantos niños y jóvenes, influyó en su formación dejándole como herencia un pobre expediente que apenas le proporcionó el bagaje preciso para ganarse adecuadamente la vida. Hasta aquí nada extraño o anormal. Se diría que es lo lógico. Lo que se encuentran los orientadores que trabajan en los centros de enseñanza con los alumnos de diversificación a los que se proponen dar las oportunidades que su entorno les arrebata.

Lo sorprendente es que una criatura con estos antecedentes y otros que no reflejo, mantuviese incólume su inocencia en una sociedad como la nuestra. Que escuchase con tanta atención y agradeciese el apoyo que se le tendía haciéndolo fecundo. Que hubiese desestimado por sí misma todo lo que pudo hacerle un daño irreparable. Que tuviese claro un criterio de sentido común que le permitió discernir lo que le convenía y no plantearse siquiera lo que juzgó inconveniente. Que mostrase tanto entusiasmo e ilusión por aprender llevándole a contemplar la vida con ojos distintos. Me conmovió que formando parte de esta época, al inicio de la veintena, no se sintiese arrastrado por modas o teorías, tendencias o compromisos impuestos para quedar bien o contemporizar con un determinado grupo social. Me maravilla que el acompañamiento pueda tener tan formidables efectos y calibro la responsabilidad de educar a quien no fue educado, alentando los rasgos positivos de su personalidad, induciéndole a crecer en libertad tomando conciencia de lo que significa llevar las riendas de la propia vida. Me recuerda la delicada tarea de un cirujano plástico que reconstruye los rasgos de una persona que se ha puesto en sus manos, aunque en esta misión de la educación la gravedad de lo que se hace (y se dice) no quede plasmada materialmente en una zona determinada del organismo, sino que apunta al centro de gravedad de una persona que va descubriendo de un modo nuevo su dignidad y grandeza, el inmenso potencial que tiene, y del cual emana su inocencia.

Es sin duda ninguna, un don, una especie de milagro encontrarse con criaturas de tan gran corazón y amplias miras. Personas como esta –y estoy convencida de que hay muchísimas– contravienen el prejuicio generalizado respecto a las deficiencias de los jóvenes, a quienes no debería exigirse lo máximo porque se corre el riesgo de perderlos. Es una falacia. Muchos esperan alguien que se ocupe de ellos; nada más. El común denominador es su rechazo a que les traten de manera pueril. La inocencia no es sinónimo de bobería. Así pues, en ese pre-ocuparse se incluye respetar las características únicas e irrepetibles que poseen, abriéndoles el horizonte, sin imposición, pero con claridad, rigor y lucidez, tendiendo puentes y recorriéndolos junto a ellos sin escatimar el esfuerzo que requieren las altas metas.

No hay comentarios: