martes, 15 de diciembre de 2009

Por Jose Luis Arranz

NUNCA SERÁ NAVIDAD


Estamos ya muy próximos a la gran fiesta anual de la Navidad. Se palpa en el ambiente, en las calles, en los saludos y en el gasto inusual, pese a la crisis, que en estos días hacemos, incluso a costa de endeudarnos para presentar a propios y extraños una mesa exageradamente repleta de ricos manjares, muchos de los cuales irán al día siguiente a parar al cubo de la basura por la imposibilidad material de gastarlos todos y por su carácter de alimento muy perecedero. Y todo esto, repito, a pesar de la tremenda crisis que ensombrece nuestro día a día.
A partir de ahora repartiremos también a diestro y siniestro felicidades: a los amigos, a los menos amigos, a los simplemente conocidos, a los vecinos con los que el resto del año no tenemos el más mínimo contacto...en estos días sacamos nuestra mejor y más fría sonrisa-dentífrico y la repartimos por igual, dejándola caer donde primero nos pilla. Pero queda bonito eso de desearnos felicidades en estas fechas que se avecinan, sintamos o no en el interior de nuestro corazón la necesidad de que ese deseo de felicidad se convierta en realidad, que ese es otro cantar.
Sabemos que la palabra Navidad es una contracción de Natividad, que significa Nacimiento. Es decir, que estamos esperando la siempre agradable y buena noticia del nacimiento de un niño, y en este caso, del Niño Dios.
Y alrededor de ese nacimiento –que no olvidemos que se produjo en una cueva, sin más calor que el que producían los cuerpos del buey y de la mula y sin más alimentos que los pocos que llevaron los pastores, que no sería demasiado porque generalmente las alforjas de un pastor no tiene alimentos sobrados ni mucho menos, y menos aún para tener que compartir-- es donde hemos formado toda esa parafernalia de fiestas, música, consumismo, gastos, luces y felicitaciones por doquier.
Desde ya, las ONG’s, las cadenas de televisión, los grupos de cristianos más o menos comprometidos y otros colectivos, están recogiendo alimentos para que la noche de Navidad no se quede nadie sin su cena de ¿fiesta?. Y eso se hace en memoria del nacimiento del Niño.
Es decir, que los demás días del año, como no nace el Niño, las familias más necesitadas no tienen derecho a alimentarse igual que los demás. Sólo un día al año, y eso por ser Navidad. Y eso porque ese día nos nace el Niño Dios, ese Hijo de Dios que pasando el tiempo se verá obligado a señalarnos al ver nuestra falta de buena voluntad que: “Siempre que lo hacéis por uno de mis hermanos más pequeños, por Mi lo haceis”, porque los creyentes hemos olvidado en gran medida que Cristo vino para todos y, sobre todo, para los más necesitados, esos mismos necesitados que en estos días miran –-en muchos casos sin entender—nuestras manos repletas de alimentos para nuestras familias, mientras que para ellos solo queda, si acaso, un “Felicidades, hermano; que Dios le ampare”.
Y no hablo solo de los alimentos del cuerpo, que en muchas ocasiones no les son tan necesarios porque de alguna forma cuentan con ellos. En muchos casos, ese alimento que esperan es, simplemente, una muestra de cariño, una sonrisa dada desde el corazón, una cercanía sin interés, unas palabras de aliento, el calor de una brazo sobre los hombros, un acompañarles hasta la próxima esquina, un compartir con ellos siquiera unos minutos de nuestro “precioso” pero mal gastado tiempo... y tantas otras cosas como podemos ofrecer a Cristo a través de nuestros hermanos. Y nosotros, al mismo Cristo que se acerca a nosotros, le decimos simple y llanamente “felicidades hermano; que Dios el ampare”.
Y eso por muchas veces que nos repita desde nuestra conciencia, que es como decir desde nuestro propio interior: "Tuve hambre y me disteis de comer; sed y me disteis de beber; frío y me abrigasteis...” Y nosotros, conociéndonos como nos conocemos y sabiendo como somos y como nos comportamos, aún tendremos el valor suficiente para preguntarle “¿Cuándo hicimos por ti todo eso...?” Yo me imagino que la mirada que Cristo nos lance en esos momentos debe ser todo un diccionario de tristeza y de soledad, y que podría decirnos: “Nunca, hijo, hermano; nunca, a pesar de que te lo repetía todos los días”.
¿Seremos capaces de mirarle a la cara y decirle, como le dijo Pedro “Tu lo sabes todo, tu sabes que te quiero”? ¿Cómo le demostramos ese cariño del que presumimos?
Algo falla aquí. O, como dice el refrán castellano, “una cosa es predicar, y otra dar trigo”.
¿O será que falla el mismo Dios?
Pero no; Dios no nos falla. Aquí lo que falla es que los cristianos deberíamos celebrar la Navidad todos los días del año. Mientras en nuestro corazón no nazca el Niño cada segundo de nuestra existencia; mientras miremos con recelo a los demás y andemos más guiados por la envidia que por la caridad; mientras no veamos a los demás como hermanos; mientras en nuestro corazón no atesoremos solo la verdad de Cristo, nunca será Navidad.
Y todo esto sin despreciar los bienes que el mismo Dios nos ha dado. No se trata de hacernos nosotros iguales a ellos sino de hacer a ellos iguales a nosotros, que parece lo mismo pero hay un abismo imposible de cruzar entre ambas frases, aunque parezcan simplemente un juego de palabras.
Si Dios nos ha dado unos bienes más o menos cuantiosos, son para que los disfrutemos, para que vivamos según nuestras posibilidades, para que gocemos y para que al final de nuestra vida, cuando nos pida cuentas, podamos decirle: “Diez talentos me diste, y yo he ganado para ti otros diez”.
Y esos talentos, sin duda, se ganan dando amor en el sentido más amplio y más genérico de la palabra.
O como dice San Pablo en una de sus cartas a los corintios: “Si no tengo amor, nada soy”.
¿Tenemos amor? ¿Somos capaces de administrarlo, según nuestra capacidad, entre los más necesitados? Entonces es Navidad todos los días del año.
Pero si no es así, siento decirlo pero nunca, nunca, NUNCA será Navidad.

No hay comentarios: