LA FE, COMO EL AIRE QUE SE RESPIRA
No podemos vivir sin fe. Esta es una premisa y
conclusión a la que cualquiera puede llegar fácilmente. Desde que comienza la
jornada hasta que termina muchos de nuestros gestos compartidos con los demás
están envueltos en la fe que hemos asumido como algo natural. Creemos muchas
cosas sin haberlas visto, sin tener constancia fehaciente de que fueron
exactamente del modo en el que otro las narra, sencillamente porque confiamos
en su palabra. No vivimos desalentados ni temerosos de que puedan hacernos
algún mal, no exigimos de antemano pruebas de nada, porque hasta de manera
inconsciente nos fiamos de nuestros congéneres. La convivencia está fraguada en
esta fe básica, fe natural, que impregna la cotidianeidad de todos y no
requiere ningún esfuerzo suplementario. Pero este Año de la Fe que para los
católicos se ha iniciado el pasado 11 de octubre impulsado por el papa
Benedicto XVI alude a la virtud teologal, don divino y, por tanto, gratuito,
que Él nos concede sin presionar lo más mínimo nuestra libertad. Ciertamente de
nosotros depende la respuesta que queramos dar a esa gracia que penetra
fácilmente en los sencillos y limpios de corazón porque no tienen dobleces, no
viven esclavizados por la razón ni exigen contrapartida alguna a ese acto de fe
que va cambiando paulatinamente sus vidas.
Esta
fe, sin aditivos ni maquillaje alguno, desnuda de intereses y generosa, que se
manifiesta en la pura dádiva de uno mismo, comienza a desentrañarse con la disposición
a seguir la invitación de ese Dios que nos ha salido al encuentro, que nos ha
elegido personalmente tocando nuestro corazón. Con este presupuesto, solamente
hace falta apertura y disponibilidad y Él irá marcando la ruta que hemos de
seguir. La fe se manifestará en todo su vigor creciendo exponencialmente,
contribuyendo a que vivamos con las más altas expectativas, aún en medio de los
contratiempos, de las dificultades, de la oscuridad, del dolor y del desamparo,
etc., porque desasidos de todo, con la conciencia de indigencia, solamente
hemos de esperar el cumplimiento de la voluntad de Dios en nosotros. Cuando hay
disposición y apertura, hasta los que reconocen no poseer este don, se ponen a
tiro de piedra, por así decir, haciéndose acreedores del mismo. Eso le sucedió,
por ejemplo, a Edith Stein. Porque la fe en términos paulinos, es la garantía
de las cosas que se esperan y ella la buscó denodadamente. La filosofía no le
dio la respuesta, pero fue allanándole el camino, aunque el instante de ese encuentro
personal con Dios, el fogonazo de luz que modificó para siempre su vida, fue la
lectura de la vida de la gran santa castellana Teresa de Jesús. Otro doctor de
la Iglesia, san Agustín, en el que Benedicto XVI se ha basado para proclamar
este Año de la Fe, siguió un itinerario parecido. El estado de búsqueda no es
un requisito imprescindible, desde luego, ya que muchos recibieron el don de la
fe sin habérselo propuesto, pero por la forma inequívoca de su respuesta
positiva ya ponían de relieve su estado de apertura y ausencia de prejuicios.
La fe de la que hablamos nos insta al compromiso, se vivifica a través de las
obras, ejemplos prácticos de nuestra forma de vivir el amor de Dios. De lo
contrario, como dice el Evangelio, estaría muerta. El desarme de tantos
argumentos que no llenan nuestros vacíos ni pueden dar respuesta a hondos
interrogantes es un clamor que tiende puentes hacia la fe necesaria como el
aire que respiramos. Benedicto XVI ha querido “dar un renovado impulso a la
misión de toda la Iglesia, para conducir a los hombres lejos del desierto en el
cual muy a menudo se encuentran en sus vidas a la amistad con Cristo que nos da
su vida plenamente”. El pontífice nos ha recordado que la “puerta de la fe”
está abierta. (Cf. Hch 14, 27).
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