miércoles, 24 de octubre de 2012

Por Isabel Orellana


LA FE, COMO EL AIRE QUE SE RESPIRA

 
No podemos vivir sin fe. Esta es una premisa y conclusión a la que cualquiera puede llegar fácilmente. Desde que comienza la jornada hasta que termina muchos de nuestros gestos compartidos con los demás están envueltos en la fe que hemos asumido como algo natural. Creemos muchas cosas sin haberlas visto, sin tener constancia fehaciente de que fueron exactamente del modo en el que otro las narra, sencillamente porque confiamos en su palabra. No vivimos desalentados ni temerosos de que puedan hacernos algún mal, no exigimos de antemano pruebas de nada, porque hasta de manera inconsciente nos fiamos de nuestros congéneres. La convivencia está fraguada en esta fe básica, fe natural, que impregna la cotidianeidad de todos y no requiere ningún esfuerzo suplementario. Pero este Año de la Fe que para los católicos se ha iniciado el pasado 11 de octubre impulsado por el papa Benedicto XVI alude a la virtud teologal, don divino y, por tanto, gratuito, que Él nos concede sin presionar lo más mínimo nuestra libertad. Ciertamente de nosotros depende la respuesta que queramos dar a esa gracia que penetra fácilmente en los sencillos y limpios de corazón porque no tienen dobleces, no viven esclavizados por la razón ni exigen contrapartida alguna a ese acto de fe que va cambiando paulatinamente sus vidas.

 
Esta fe, sin aditivos ni maquillaje alguno, desnuda de intereses y generosa, que se manifiesta en la pura dádiva de uno mismo, comienza a desentrañarse con la disposición a seguir la invitación de ese Dios que nos ha salido al encuentro, que nos ha elegido personalmente tocando nuestro corazón. Con este presupuesto, solamente hace falta apertura y disponibilidad y Él irá marcando la ruta que hemos de seguir. La fe se manifestará en todo su vigor creciendo exponencialmente, contribuyendo a que vivamos con las más altas expectativas, aún en medio de los contratiempos, de las dificultades, de la oscuridad, del dolor y del desamparo, etc., porque desasidos de todo, con la conciencia de indigencia, solamente hemos de esperar el cumplimiento de la voluntad de Dios en nosotros. Cuando hay disposición y apertura, hasta los que reconocen no poseer este don, se ponen a tiro de piedra, por así decir, haciéndose acreedores del mismo. Eso le sucedió, por ejemplo, a Edith Stein. Porque la fe en términos paulinos, es la garantía de las cosas que se esperan y ella la buscó denodadamente. La filosofía no le dio la respuesta, pero fue allanándole el camino, aunque el instante de ese encuentro personal con Dios, el fogonazo de luz que modificó para siempre su vida, fue la lectura de la vida de la gran santa castellana Teresa de Jesús. Otro doctor de la Iglesia, san Agustín, en el que Benedicto XVI se ha basado para proclamar este Año de la Fe, siguió un itinerario parecido. El estado de búsqueda no es un requisito imprescindible, desde luego, ya que muchos recibieron el don de la fe sin habérselo propuesto, pero por la forma inequívoca de su respuesta positiva ya ponían de relieve su estado de apertura y ausencia de prejuicios. La fe de la que hablamos nos insta al compromiso, se vivifica a través de las obras, ejemplos prácticos de nuestra forma de vivir el amor de Dios. De lo contrario, como dice el Evangelio, estaría muerta. El desarme de tantos argumentos que no llenan nuestros vacíos ni pueden dar respuesta a hondos interrogantes es un clamor que tiende puentes hacia la fe necesaria como el aire que respiramos. Benedicto XVI ha querido “dar un renovado impulso a la misión de toda la Iglesia, para conducir a los hombres lejos del desierto en el cual muy a menudo se encuentran en sus vidas a la amistad con Cristo que nos da su vida plenamente”. El pontífice nos ha recordado que la “puerta de la fe” está abierta. (Cf. Hch 14, 27).

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