jueves, 25 de octubre de 2012

Por Isabel Orellana

SANTOS, PESE A TODO Y A TODOS



En la festividad de Todos los Santos recordamos a quienes abrieron sus brazos de par en par a Cristo creyendo que eran llamados por Él e invitados a seguirle con sus debilidades, vacilaciones, miedos y dudas. Recordamos que todos estamos llamados a la santidad y que para recorrer este camino recibimos la gracia que nos basta. Ese elenco de hombres y mujeres, niños y ancianos que hicieron de su peregrinaje por este mundo una hermosísima epopeya de amor, salen a nuestro encuentro con sus vicisitudes particulares para mostrarnos que hoy, como siempre, la santidad es posible. En el pasado las hagiografías tendían a magnificar la vida de un dilecto hijo de Dios reflejando hechos a veces casi novelescos como por ejemplo resaltar el inesperado tañido de campanas que acompañaron el momento excepcional de un nacimiento, o la negativa a ingerir la leche materna todos los viernes en signo de penitencia, entre otras apreciaciones que no tienen fundamento. Con ello quería ensalzarse la santidad por vías equívocas ya que los signos extraordinarios no son requisito imprescindible para rubricar la santidad de nadie. Son gracias, bendiciones que Dios otorga libremente y que no todos reciben. Por fortuna esa tendencia literaria en la actualidad es inexistente. El rigor y la crítica se imponen a la hora de examinar la trayectoria biográfica de los que han entregado su vida a Dios. Y la realidad de la misma permite ver la santidad como algo factible y cercano por haber superado a fuerza de caridad, humildad y obediencia sus deficiencias, por haber hecho de la fe su baluarte, por haberse abrazado con gozo a la cruz. Se fortalecieron día a día en sus personales combates; eso es lo conmovedor, lo que edifica. Son una suma de gracia y de voluntad, algo accesible para cualquiera.



Muchos quedaron sorprendidos de una elección divina en la que jamás pensaron, viviendo ese hecho como un misterio, como un don que se derramaba sobre ellos a pesar de las debilidades que apreciaban en su acontecer. Otros se negaron a contemplar de antemano una opción de vida que conlleva una altísima dosis de generosidad como Andrés Fournet que se aventuró a decir que nunca sería ni religioso ni sacerdote, lo contrario de lo que fue su vida. En el camino todos sufrieron el duro envite de sus tendencias y tuvieron que hacer acopio de paciencia perseverando en la lucha ascética que iba a convertirlos en doctores de la vivencia de esa virtud opuesta al defecto que les dominaba. Francisco de Sales y Vicente de Paúl doblegaron su fuerte carácter. El primero, conocido como el “santo de la dulzura” fue ejemplo para el segundo que no dudó de que podría cambiar, si aquél lo había logrado. Alfonso María de Ligorio no se quedaba atrás en su enérgico temperamento y otros, en apariencia pusilánimes, eran portadores de admirable virtud, silenciosa, escondida, como la de Teresa de Lisieux o la de María Fortunata Viti a costa siempre de una ofrenda de sí mismos y de estar volcados en las necesidades de los demás. En no pocas ocasiones los santos y santas, beatos y beatas determinaron seguir el sendero de la santidad frente a la oposición familiar como Estanislao de Kostka, Kateri Tekakwitha y Juan Berchmans. También lo hicieron a pesar de las apreciaciones negativas ajenas que se cernieron sobre ellos juzgándolos poco menos que casos imposibles para la vida que iba a llevarlos a la santidad como José de Cupertino, Gerardo María Mayela, Juan María Vianney, Germana Cousin, Hermann Reichenieu, Pedro Donders y Josefa María de Santa Inés. Ellos, entre otros, tenían rasgos que el juicio humano, ramplón, equívoco, sesgado, consideró lejanos a los parámetros que debería poseer el santo. A la conciencia de sus imperfecciones que todos tuvieron, se añadían angustia, soledad e incomprensión de quienes les rodeaban dentro y fuera del convento, si era el caso, y tuvieron que lidiar con falsas acusaciones, pruebas y tentaciones de diverso calado suscitadas a veces por personas de su entorno. Hubo muchos a quienes no faltó la insidia del diablo. Pero lo que verdaderamente edifica es que en medio de los contratiempos y vicisitudes, de la gravedad de las circunstancias, no volvieron la vista atrás. Su personalidad quedó enriquecida al transfigurarse en Cristo para mostrar al mundo la fuerza que Él había impreso en sus características peculiares. Con gozo, felicidad y el sentido del humor, como el de Felipe Neri o Pier Giorgio Frassati, la intrepidez y el ardor apostólico sellando su espíritu, multiplicaron con creces los talentos que Dios les otorgó. Y ahí están clamando a los cuatro vientos cómo se materializa la promesa de Cristo, que ha venido para sanar a los pecadores, de dar a quien le siga el ciento por uno aquí en la tierra y luego la vida eterna.



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