lunes, 11 de octubre de 2010

Por Isabel Orellana

"Las cosas importantes"

EL VALOR DE UN GESTO

Hace unos días una persona que se disponía a entrar en quirófano acababa de recibir el Sacramento de la Unción. En la recoleta capilla, unos cuántos feligreses postrados ante el Santísimo habían compartido ese íntimo momento. Tras unos instantes de oración, uno de ellos se acercó amablemente llamando por su nombre de pila a la persona desconocida que afrontaría ese instante cuajado de incertidumbre que le aguardaba en el hospital. Poniendo su corazón en las palabras simplemente dijo que oraría por ella con la seguridad de que todo saldría bien. Este gesto de delicadeza, efectuado al pie del Sagrario, era mucho más que un acto de cortesía que nacía de una exquisita sensibilidad. Porque el mensaje que encerraba era nada más y nada menos que la promesa de una invocación al Altísimo, que todo lo puede. Y eso es lo único que anhela una persona de fe, dispuesta a cumplir la voluntad del Padre, particularmente en esos instantes: oración. En ella se encierra toda la esperanza y la fortaleza que precisa. El acreedor de este gesto si duda guardaría para siempre en lo más íntimo de su ser el retazo de ternura que se cruzó en su camino en un momento delicado de su existencia y daría gracias a Dios por ello.

En otro momento y lugar se advierte un impecable folio colocado de forma estratégica y visible. Está dirigido a las muchas personas que podrán leerlo diariamente. Es una invitación formal a sonreír en medio de las dificultades del día a día. Los escenarios diversos que enmarcan la convivencia entre las personas han sido enumerados en el texto con cierta precisión. No falta siquiera el garaje de una vivienda, con su habitual exigencia de equilibrio en el trato humano. Es un acierto. Tener que mover varios vehículos para sacar el propio, encontrarlo fuera de lugar, hallar en él atisbos de rudeza cometidos a la hora de aparcar que lo han dejado señalado, etc., requiere unas altas dosis de paciencia. Es un hecho que no parece proclive al humor. Pero el folio que cualquiera que lo desee se detiene a leer, obstinadamente dice que no se debe sustraer la sonrisa a nadie pase lo que pase. Al lado de esta enriquecedora leyenda, la persona que ha de atender las demandas de los numerosos clientes del establecimiento, no parece tener mucho ánimo para reírse. En un momento dado, alguien al otro lado del mostrador repentinamente se preocupa por su vida y quehacer, se empeña en poner un rasgo de humanidad en la rutina de su trabajo. Y entonces levanta los ojos. Su semblante revela la gratitud y la sorpresa que brota del interior cuando sentimos que lo nuestro importa.

A tenor de lo expuesto, no me resisto a dejar de compartir con ustedes una modesta reflexión. Hay personas que colocan en sus lugares de trabajo leyendas amables que instan al buen trato. Se supone que lo han elegido porque les agrada esa consigna concreta. ¿Para vivirlas ellas en primer lugar?, ¿para que lo hagan otros? Convendría que lo pensaran. Si, como en el ejemplo anterior, se insta a sonreír, y lo que se hace es todo lo contrario, el efecto es devastador al dejar al desnudo la propia debilidad. Todo lo que hacemos, por ínfimo que parezca, tiene sus derivaciones.

Por otro lado, es indudable que la sencillez de un gesto cargado de buenas intenciones es capaz de derribar murallas. Cuando nos cruzamos con personas desconocidas ignoramos las circunstancias que pueden rodearlas. Es una experiencia recíproca porque lo mismo le sucederá a ellas respecto a nosotros. Si hacemos el bien sin pensar en lo que cuesta, quién sabe cuántos sufrimientos y preocupaciones podemos estar paliando. Lo que quiero decir, lo ha sintetizado maravillosamente el Fundador de las Misioneras y Misioneros Identes, Fernando Rielo, en Transfiguraciones: «No te acerques al prójimo con la rutina de siempre. Sorpréndelo. Verás cómo entrega ojos dichosos y, luego, lejos de ti... recitará tu nombre»

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