viernes, 1 de febrero de 2013

Por Isabel Orellana



EL DIFÍCIL CONSUELO



Hace años en mi libro Pedagogía del dolor incluí el siguiente fragmento de la extraordinaria obra de Dostoiewski Los hermanos Karamazov, reflejando la indecible angustia de una madre marcada por la tragedia: cuatro hijos fallecidos. Ante la muerte del último, que era el benjamín, el starets Zósimo, que advertía su inmenso pesar, le narró esta tierna historia, que hoy reproduzco de nuevo:
«… un gran santo vio en el templo a una madre que lloraba como tú y también a causa de que el Señor había llamado igualmente cerca de sí a su único hijo. ‘¿No sabes –le dijo el santo-, lo osados que son esos niños ante el trono de Dios? Nadie hay más atrevido en el reino de los cielos: ‘Señor –le dicen– nos has dado la vida, pero apenas hemos visto la luz del día y ya nos las quitas’. Piden y reclaman con tanta insistencia, que el Señor los hace ángeles. Por eso –dijo el santo–, alégrate, mujer, no llores: tu hijo está ahora con el Señor en el coro de los ángeles».

Este pasaje vino a mi mente el pasado día 5 de enero al conocer la funesta noticia que acompañaba a la cabalgata de los Reyes Magos en Málaga: un niño arrastrado por el júbilo del momento, no reparó en el peligro y quedó prácticamente yerto en el asfalto sembrando el dolor a su alrededor mientras volaba al cielo.

La pérdida de un ser humano siempre es dolorosa. Cuando la muerte se lleva consigo a alguien de tan corta edad, suscita inevitable conmoción. El primer reto que se presenta es cómo saber consolar a unos padres, a una familia rota por la tragedia por causa de un revés del que nunca podrá reponerse porque cada uno es irrepetible, y la huella que deja tras de sí en el corazón de sus seres queridos cuando abandona este mundo es imborrable. Pero hay que seguir. Y en esa voluntad de hacer frente al día a día, aunque a muchos le cueste admitirlo, se esconde algo más fuerte que uno mismo. La fortaleza que el ser humano exhibe ante el dolor es signo de una grandeza que difícilmente pudo labrarse él mismo. ¿Quién puede darla sino Dios? Esta convicción que claramente sustenta la fe es un baluarte para sostener a una persona que sufre. Desde esta columna lo he dicho ya en otras ocasiones, aunque con distintas palabras, no cabe pensar en un Dios Padre, infinitamente misericordioso, como el artífice de nuestros males. Un compendio de circunstancias imprevisibles se aliaron esa tarde para que esta criatura en la que sus padres tenían depositados sus sueños partiera tan prontamente de este mundo.

Cuando tenemos cerca de alguien que sufre reparamos fácilmente en nuestra indigencia. Constatamos que no nos podemos poner en su lugar, y que no está en nuestra mano erradicar su dolor, lo que quiere decir que no estamos en posesión de la fórmula exacta para proporcionarle consuelo. Ese bálsamo que el starets Zósimo ofreció a la desconsolada madre podría suavizar con su enternecedora historia, que seguro no está lejos de la gloria que obtienen los pequeños que la alcanzan tempranamente, podría tal vez poner esa nota de serena esperanza en el roto corazón de sus padres. Descanse en paz este niño malagueño, hoy corona del Padre, que rompió con su inesperado vuelo las sonrisas de una tarde que inundaba el entorno del bellísimo Paseo del Parque y un sentido abrazo para sus familiares.

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